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EL FILO DEL VERSO LA POESÍA ESCOSESA CONTEMPORÁNEA EN CONTEXTO

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El propósito de muchas colecciones de poesía es ora establecer algún tipo de canon (quizá en el más estricto sentido de “vara para medir”), ora ofrecer al lector curioso ejemplos paradigmáticos de alguna tradición nacional o repertorio personal. Este volumen no intenta, por lo menos conscientemente, ninguna de las dos cosas. En realidad, más que perseguir un afán preceptivo, Cardos y lluvia es una antología que parte de una serie de preguntas. ¿Por qué “poesía escocesa”, para empezar? Apenas hasta hace algunas décadas, la escocesa había sido una tradición literaria prácticamente indistinguible de la inglesa. Preguntarse qué es la poesía escocesa —y asumirla diferente a aquélla de Inglaterra— implica jugar a definir Escocia y su carácter poético y artístico. Este carácter, sin embargo, es evasivo al mismo tiempo que fascinante. Entonces, intentemos al menos un esbozo de lo escocés en la literatura. Para ello, un poco de historia viene aquí a colación.

Se dice que Escocia, nación adusta y procelosa para los romanos y casi por igual para sus vecinos del sur, empezó a asumirse como extensión de la nación inglesa cuando su rey Jacobo VI, en 1603 y tras la muerte de la gloriosa reina Isabel I, se convirtió en Jacobo I de Inglaterra e Irlanda. Sin querer, este punto de la historia escocesa podría ilustrar, varios siglos después, los procesos que bullen tras la famosa máxima del lingüista Max Weinreich: “Una lengua es un dialecto con ejército y marina”. Sobra decir quizá que la lengua inglesa lo era; la escocesa, no. La esplendorosa tradición medieval de los llamados seguidores escoceses de Chaucer, o Scottish Chaucerians —además de una antiquísima oralidad autóctona— estaba destinada a la fusión idiosincrática y lingüística con la de un país más poderoso, más rico y, dirían algunos en su momento, más culto y moderno. Los idiomas escoceses comenzaron a sentir como nunca la tensión ocasionada por la convivencia de dos posturas: la nacionalista, determinante del uso del scots y sus variantes, y la histórica, que promueve la presencia del ynglis, una forma dialectal más cercana al inglés. La lengua y los cantares celtas habían creado ya, por otra parte, una resistencia muy distinta.

El siglo XV marcó el inicio de un profundo silencio en la producción poética de Escocia. Tan abrumador sosiego se vio interrumpido sólo en contadas ocasiones, como cuando a fines del XVIII aparecieron los versos de quien, hasta la fecha, se considera popularmente el poeta escocés por excelencia, el bienamado Robert Burns. Su figura monumental acabó proyectando, para bien o para mal, una sombra ineludible sobre los esfuerzos líricos de prácticamente todos los demás poetas escoceses. Tendrían que pasar más de cien años para que comenzaran las redefiniciones de la nación escocesa a través de los reconocimientos (o las críticas) a su verso, nada menos.

Casi al mismo tiempo que T. S. Eliot clamaba, en 1919, que no había “distinción evidente que pueda trazarse en estos momentos entre las dos literaturas”, el escritor nacionalista Hugh MacDiarmid (cuyo nombre verdadero era Christopher Murray Grieve) decidió que, por el contrario, la escocesa y la inglesa no eran tradiciones siamesas y que, además, debían ser separadas de una vez por todas con el acero de la poesía. Él fue uno de esos poetas que demostrarían que otro de los aforismos de Eliot, aquel que rezaba “La base de una literatura es una lengua”, era de hecho verdadero, aunque en sentido contrario a la idea que el poeta anglo-americano había concebido para unificar el vasto corpus poético de Inglaterra, Escocia y hasta Irlanda. La poesía en scots de MacDiarmid y sus contemporáneos, enfundada en la armadura de emblemáticos bardos escoceses de antaño como William Dunbar y Burns mismo, irrumpiría en la conciencia nacional de muchos otros escritores que darían pie a un verdadero renacimiento del verso escocés.

Así, entre discusiones sobre la pertinencia de la expresión vernácula del scots para poetas que habían crecido y convivido siempre con la lengua inglesa (¿es el scots un recurso sintético y artificioso?, ¿es una traición moral escribir en inglés?) el siglo XX atestiguó una explosión de verso escocés tal vez mucho más sonora y vibrante que las que se habían escuchado, con cierto estruendo también, entre los siglos XV y XIX. Este fenómeno prefigura una posible respuesta para la siguiente pregunta: ¿poesía escocesa contemporánea?

El lector inquisitivo se preguntará cómo puede admitir la contemporaneidad, en un solo volumen y en un solo espacio, a poetas nacidos en el transcurso de casi 150 años. El poeta más viejo de esta colección nació en 1887. Los más jóvenes vinieron al mundo apenas a fines de la década de 1960. La respuesta más inmediata podría ser que, en el conjunto de una tradición poética (y al contrario de lo que sucede con las figuras de los poetas como individuos), siglo y medio no representa tanto tiempo después de todo. No obstante, una reflexión más cuidadosa, más literaria tal vez, está también a la orden: contemporaneidad significa, en el caso de la poesía, compartir una visión del mundo —y, por ende, una visión nacional— basada en definiciones estéticas afines aunque decididamente plurales y, sobre todo, diferenciadas. Dice Edwin Muir (no incluido en esta antología) en un poema intitulado “Escocia 1941”: “Éramos una tribu, una familia, un pueblo”. Y lo seguimos siendo, dirían los escoceses. A pesar de sus diferentes educaciones, culturas, poéticas y colores, los poetas que conforman esta antología comparten la visión de que su pueblo es, en un solo tiempo, una nación que sobrevive con los ojos puestos en una distintiva identidad social y, ante todo, poética.

Muir dice también, refiriéndose a su país: “Ésta es una tierra difícil”. Lo es, no sólo al intentar definir su propio carácter, sino también al reconocer las contrariedades y la generosidad de su naturaleza, de su entorno y de su clima. ¿En verdad es Escocia cardos y lluvia? Podemos decir que lo es, aunque desfachatadamente quizá podamos agregar que también es páramos y niebla, gaitas y lana, whiskey y tartanes. Así lo reconocen MacDiarmid y Muir, Norman MacCaig y Alastair Reid, Alasdair Maclean y hasta George MacBeth. Clichés aparte, Escocia es también una constante lucha del individuo, del pueblo, contra las inclemencias del tiempo, contra lo abigarrado de la orografía, contra el aislamiento y la soledad.

Aunque las definiciones de un carácter poético se prestan siempre a polémicas ilimitadas, bien podemos aventurarnos a afirmar que los poetas escoceses de los últimos 150 años comparten una visión del mundo y del entorno que combina el humor con la introspección y que, así, conforma un paisaje único de la psique artística de su nación. La mayoría de ellos parte, en su obra, de una individualidad que, casi provinciana, se desenvuelve y alcanza los terrenos de una sofisticación retórica y una dicción cosmopolita verdaderamente notables. Esto les ha permitido rechazar, cada uno desde su propia definición de lo escocés, sumarios históricos como el de Eliot; y no sólo eso: también les ha brindado la capacidad de revertirlos explorando las posibilidades poéticas de su propia cotidianeidad.

Se impone ahora lidiar con la que tal vez sea la pregunta central para el quehacer que nos reúne aquí: ¿qué determina la presencia de los poetas que componen esta colección? La respuesta es una negación: ciertamente no es la pretendida representatividad que proporciona cohesión a volúmenes afines, pues la noción de lo representativo se avecina a los terrenos de lo ejemplar. A diferencia de lo que ocurría a principios del XX, la poesía contemporánea escrita por escoceses se ha preocupado más, conforme se interna en el siglo XXI, por caracterizar su actualidad, su pertinencia, y no por enarbolar el pasado como ejemplo inamovible de gloria perdida y recuperada. Ya lo ha dicho Kathleen Jamie en su poema “Cementerio en las Highlands”: “...un viejo y bello rostro se ha ido bajo tierra”. Hemos querido honrar aquí este espíritu permitiendo que nuestras decisiones antológicas se guíen por el deleite de los versos y la potencia peculiar de cada poeta. La experiencia nos dice que de esta manera, en cualquier colección, se animan a aparecer las figuras que diversas academias relacionan con la representatividad literaria.

Sorley MacLean, poeta emblemático del paisaje escocés y su influencia sobre el carácter del verso, se erige como antecesor necesario de un sentimentalismo tornado introspección en muchos de sus epígonos. Otro poeta mayor como Alastair Reid (profesor de literatura en la Universidad de Nueva York) convierte las ideas abstractas de su nacionalidad en experiencias determinadas por el sabor agridulce de tragedias autoimpuestas que, en su pequeñez, dejan oír ecos irónicos y hasta burlescos. Se cierra así la generación de poetas pertenecientes al primer tercio del siglo XX, cuando se sentarían las bases para una poesía escocesa menos rural y más urbana que habría de aparecer a continuación.

George MacBeth, Alison Fell y Tom Leonard ofrecen en sus versos una complejidad simbólica y estructural sin precedentes en el quehacer poético de su país. La crueldad y la oscuridad en las imágenes de MacBeth, el acre descaro de Fell y el desparpajo de Leonard (protagonista del llamado “Renacimiento escocés” y campeón del habla de su natal Glasgow) sirven para esclarecer el carácter intuitivo y anticanónico que inunda gran parte de la poesía de Escocia en el siglo XX y hasta nuestros días. Y es entonces que se enmarca uno de los fenómenos más notables de esta tradición poética en los últimos lustros: la incontenible marejada de mujeres que, con sus versos, se alzan como estandartes de la complejidad y el vigor imaginativo de su generación. En este sentido, nombres como los de Magi Gibson, Liz Lochhead y, por supuesto, Carol Ann Duffy resultan indispensables y, aun más, definitorios. La titularidad de estas tres poetas en el ámbito literario de su nación y del mundo de habla inglesa en general, ilustra una necesidad, por parte de los lectores, de incorporar a su experiencia literaria imágenes y construcciones retóricas que resulten frescas y sorprendentes. En palabras de la misma Duffy, quizá la más conocida de las tres: “el pasado se borra como periódicos al sol”. Con sus versos laureados, la poeta caracteriza el presente a través de la rudeza de lo cotidiano y las reflexiones trascendentales sobre el ser (el ser mujer, el ser poeta, el ser escocesa, no necesariamente en ese orden) en el maremágnum de la modernidad. No es la única poeta en hacerlo, pero quizá sí sea una de las más vibrantes en la expresión versificada de sus preocupaciones.

Hablando de las poetas de Escocia, es imposible dejar de mencionar a dos de las más sobresalientes en los últimos años: Maud Sulter y Tracey Herd. La primera, muerta apenas en 2008, constituye un ejemplo de la pluralidad en el ambiente contemporáneo de las letras y las artes escocesas: profundamente orgullosa de sus raíces ghanesas, la de Sulter es una voz consciente de su condición de mujer negra en un país que la acoge pero que, al mismo tiempo, le recuerda constantemente la extranjería de sus raíces. Herd, por otra parte, encuentra su inspiración en la cultura popular, la cual trastoca y convierte en vislumbres perturbadores de una modernidad cruel y mordaz. La mención de todas estas poetas basta para ejemplificar la que quizá sea una de las razones más poderosas para ofrecer al lector esta colección: no sólo ha dejado de ser esta poesía, en su práctica, un muestrario de temas localizados (como lo fue a fines del siglo XIX), sino que, además, no se niega la oportunidad de demostrarse a sí misma que posee inusitadas cualidades inclusivas, las cuales se extienden más allá de sus fronteras formales y geográficas.

La tentación de seguir presentando a nuestros poetas, uno a uno, es grande. No obstante, llega el momento de contenerse para no traicionar el propósito principal de cualquier colección de poesía: el de ofrecer sorpresas y descubrimientos a quienes se aventuran en su lectura. Cerramos entonces con una pregunta final, a manera de provocación y de aliciente: después de lo que se ha dicho hasta ahora, ¿habremos de dar por hecho que la poesía escocesa contemporánea batalla todavía, para su reafirmación, con los consabidos fantasmas de una lengua “impuesta” y con los remanentes morales de una lucha por independizarse, por dejar de ser un apéndice de la literatura inglesa? En momentos en que los poetas de Escocia, dependiendo de sus intereses artísticos, escriben con comodidad en cualquiera de las lenguas que conviven en su país, una rotunda negación parecería la respuesta más natural a la pregunta anterior. No obstante, apenas en enero de 2008, el gobierno escocés, con apoyo de varias instancias culturales, se vio en la penosa necesidad de ejercer presión ante la Biblioteca del Congreso de Estados Unidos para que ésta dejara de clasificar las obras escritas por autores escoceses bajo el rubro de “Literatura inglesa”. Los resultados fueron positivos, aunque muchos poetas, como Carol Ann Duffy y John Burnside, siguen apareciendo en antologías de poesía inglesa, como si fuesen autores ingleses (destino que comparten con renombrados poetas irlandeses, por cierto). Si bien los viejos vicios son difíciles de erradicar, es muy probable que, en este contexto, terminen por desaparecer del todo, como parece indicarlo el brío de los poetas que aquí aparecen, y de otros muchos que nos hemos visto obligados a obviar por cuestiones de espacio. Seguramente su pujanza no será flor de un día, por lo que dejaremos que, de momento y mientras esta predicción se verifica, esta antología cumpla con la función que dictan las raíces griegas del término: recoger tan sólo algunas flores de una vasta pradera poética. Son ellas las flores del cardo, cortadas con el filo del verso.

Mario Murgia invierno de 2018

Cardos y lluvia

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