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CAPÍTULO

Cuatro

Tras lavar nuestra ropa con agua hirviendo y jabón de lejía, mi ma finalmente se dio por vencida y decidió quemarla.

—Malditos chilladores —murmuró durante el desayuno—. ¿Qué diablos les ven ustedes? No se pueden comer, porque saben tan mal como huelen. Son las criaturas más inútiles que he visto en mi vida.

Miré a mi pa por encima de la mesa y cruzamos una sonrisa.

—La naturaleza es sabia, y sabe más que nosotros, ma.

Mi pa guiñó un ojo y continuó:

—Y probablemente siempre será así.

Mi hermano Toby, de dos años y medio, escogió ese preciso momento para volcar su tazón de avena justo en su cabeza.

—Sombrero —anunció.

Mi ma miró al cielo y se quejó:

—Dame paciencia —lo decía a menudo. Y luego soltó la carcajada. Eso también lo hacía a menudo.

Tenía una risa genial, mi ma, alocada.

Nunca volví a salir a buscar zarzambuesas con mi pa.


Unas semanas después, él había muerto en el Gran Incendio de Septiembre, junto con mi ma y mi hermanito, al igual que muchos otros en el pueblo. La mayor parte de nuestros animales también murieron.

Yo sobreviví, a duras penas, y dos vecinas, Birdie y Mae, me acogieron en su casa.

Para cuando llegué a los diez años, ese incendio en particular ya había sido olvidado por mucha gente, desplazado en la memoria por otros desastres: derrumbes de tierra, fiebres, sequías, más incendios.

Casi parecía que la Tierra estuviera enojada con nosotros.

“La naturaleza es más sabia que nosotros”, solía decir mi pa. Pero a veces costaba creerlo.

Willodeen

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