Читать книгу Willodeen - Katherine Applegate - Страница 15
ОглавлениеCAPÍTULO
Nueve
Cerca del pie de la colina, justo donde no podían verme desde el centro del pueblo, miré hacia atrás. Los cazadores parecían haberse dado por vencidos.
El corazón me pedía a gritos que dejara de correr. Me ardían los ojos. Olía apestosamente mal. Pero me recordaba aquella vez que había visto a la familia de chilladores, cuando había ido a recoger zarzambuesas con mi pa, ese bonito día antes de que todo se echara a perder.
Con un gruñido, arrojé la flecha tan lejos como pude en una zona de arbustos muy tupidos.
Que intentaran encontrarla.
—¡Ay! —se quejaron los arbustos.
Quedé paralizada en mi lugar.
Un niño salió de entre el ramaje. Cargaba un atado de cañas y largas hojas en una mano y en la otra llevaba un farol. Lo reconocí. Era Connor, el niño que les vendía a los turistas souvenirs en forma de osibríes cada otoño.
Era algo más alto que yo, con la piel de un bonito color tostado y una sonrisa que no le cabía en la cara. Entrecerró los ojos y se frotó la nariz.
—Estuviste con tus amigos.
—¿Qué amigos? —arrugué el entrecejo, porque yo no tenía amigos. La verdad es que nunca había tenido ningún amigo.
—Los chilladores.
—¿Me has estado siguiendo?
—Claro que no. Es sólo que… he oído decir que los estudias. Y yo a veces subo por ese lado de las colinas, para conseguir materiales para mis rompecabezas.
—¿Rompecabezas?
Connor se encogió de hombros.
—Sí, esas cosas que hago. Las llamo así porque nunca sé bien cómo voy a armar todo —ladeó la cabeza—. ¿De quién era esa flecha?
Me miré los pies. Solía hacerlo con frecuencia. Ya conocía de memoria todas y cada una de las arrugas y pliegues de mis viejos zapatos.
—Creo que lo mataron. A un chillador muy viejo —hablé en voz baja—. Dos cazadores. Sin razón alguna.
—Para la mayor parte de la gente el dinero siempre es una razón.
—De verdad creo que puede haber sido el último. No he visto más chilladores desde hace mucho —me obligué a mirar a Connor—. ¿Y tú?
Negó moviendo la cabeza.
No quedaba más que decir.
Di unos cuantos pasos hacia el pueblo, y me detuve. Debía volver. Para estar segura.
Giré sobre mis talones y empecé a subir lentamente por la colina.
—¿Vas a regresar allá? —preguntó Connor.
—Sólo quiero estar segura. ¿Qué pasa si el pobre está vivo y… sufriendo?
—Voy contigo. Tengo un farol, y pronto estará oscuro del todo.
—Conozco estos bosques mejor que nadie —era cierto. Me sabía de memoria el camino y conocía todo Siacaso, hasta la última piedra y la última hojita.
Connor dejó su atado de hierbajos a la orilla del camino.
—Será más fácil mañana, cuando haya luz.
Mañana. Caí en cuenta de que al día siguiente cumpliría once años. Se me había olvidado por completo.
—Mañana es mi cumpleaños —se me escapó.
Me ardieron las mejillas. ¿Por qué lo había dicho en voz alta?
Empecé a caminar de prisa, pero Connor se apresuró a seguirme.
—Toma. Te presto mi farol. ¡Feliz cumpleaños!
Miré hacia lo alto de la colina. El bosque había dejado de ser una serie de árboles para convertirse en una masa oscura y difusa. Connor tenía razón con respecto a que necesitaría luz.
Mae y Birdie también habían estado en lo cierto. Me habían recomendado que llevara un farol conmigo, pero yo me había negado.
—Terca y dura como una pared —dijo Birdie, que era tan terca como yo.
—A veces más vale ser como el junco, que se dobla y no se quiebra —dijo Mae. Ella se inclinaba más por hacer intentos de persuasión, cosa que no funcionaba conmigo.
Yo no quería el farol de Connor. Eso sólo implicaría que se lo tendría que devolver después. Y definitivamente, no me interesaba su compañía.
Justo en ese momento, Duuzuu asomó la cabecita fuera de mi bolsillo e hizo uno de sus ruiditos.
—¡Hola, hola! —dijo Connor. Le tendió la mano y, para mi molestia, Duuzuu salió de mi bolsillo y trepó por el brazo de Connor hasta plantarse en su hombro.
—Me encantan los osibríes —dijo él—. Son maravillosos. ¿Éste es el que resultó afectado en el incendio?
Asentí, sorprendida de que hubiera oído hablar de Duuzuu. Pero en Siacaso, todos parecían estar al tanto de lo que le pasaba a todo el mundo.
Duuzuu hizo uno de sus ruidos, como un arrullo.
—Bien —le dije—. Puedes venir. ¿Qué pasará con tus ramitas y tallos?
—No van a irse a ninguna parte.
Caminé lo más rápido que pude, con los ojos bien abiertos, atenta a cualquier indicio de los cazadores, con Connor y Duuzuu a mi lado.
La luna estaba oculta tras las nubes, y el bosque parecía haberse puesto el grueso abrigo negro de la noche. Tengo que confesar que me daba gusto tener el brillo dorado del farol de Connor.
Cerca de la cresta de la colina, hice una pausa y me interné entre los árboles.
No me costó encontrarlo.
Supe que estaba muerto incluso antes de llegar hasta él. Tenía la mirada perdida. El blanco hocico estaba manchado de sangre.
Duuzuu hizo su ruidito interrogador, y Connor levantó la mano para acariciarlo en medio de las orejas.
Recogí hojas y agujas de pino, para cubrir el cuerpo lo mejor que pude. No era un entierro propiamente dicho, pero la tierra estaba demasiado endurecida para intentar cualquier otra cosa.
Sabía que el viejo chillador habría muerto pronto, de cualquier manera. También sabía que no pasaría mucho tiempo antes de que otros animales, quizás ozorros o lobos, encontraran el cuerpo y lo aprovecharan lo mejor que pudieran.
No cruzamos ni una palabra en el camino de bajada, pero en mi mente una frase triste se repetía con cada pisada: Era el último, era el último, el último.