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CAPÍTULO

Once

Mae y Birdie eran imposiblemente viejas y cascarrabias. Parecía como si no existiera un trabajo en el mundo que ellas no hubieran hecho en su larga vida. Incluso habían sido curanderas, y su casa rebosaba de pociones y hierbas, frasquitos de vidrio y morteros. Pero su oficio preferido había sido actuar con una compañía de teatro ambulante. No pasaba un solo día sin que alguna de las dos empezara de repente a cantar una canción o recitara un soneto o bailara algo. Era el precio que yo debía pagar por vivir con dos antiguas figuras escénicas, decía Birdie.

Yo les debía todo, y estaba bien consciente de ello. ¡Habían pasado tantas noches en vela cuidándome después del incendio! Y me habían acogido como si yo fuera parte de su familia. Yo hacía todo lo posible para mostrarles mi gratitud. Desmalezaba el huerto, vendía huevos de nuestro gallinero, aceptaba pequeños trabajos cuando me los ofrecían, hacía todos los quehaceres domésticos que me pedían, y otras cosas.

A pesar de eso, trataba de no encariñarme demasiado. Ellas me lo hacían más fácil de lo que se pudiera imaginar. Llegaban a ser tan hurañas como… bueno, como los chilladores. Mae era rechoncha y de mejillas coloradas. Birdie era flaca como una escoba, y más alta que todas las mujeres que yo había visto, e incluso que la mayoría de los hombres. Ambas tenían el cabello blanco, mechones apilados sobre la cabeza como bolas de nieve a medio derretir.

La gente decía que eran brujas. Murmuraban: “Sin maridos. Sin hijos. Viejas raras”. Me hacían sentir ganas de protegerlas. Pero, a decir verdad, Mae y Birdie no necesitaban que nadie las defendiera de nada. Habían estado juntas desde el principio de los tiempos, decían. Y aunque a veces se peleaban, saltaba a la vista que se adoraban.


Luego de una cena de sopa caliente y pan tostado, hice mis quehaceres de la noche y me fui directo a la cama. Mi cuarto estaba atiborrado de cosas, pues había sido una despensa antes de que yo llegara a vivir allí, pero resultaba acogedor y tenía una ventana, y era todo lo que yo necesitaba.

Esa noche, la luna se había escabullido tras las nubes, al igual que el sueño se escabullía de mí.

Duuzuu roncaba plácidamente en mi almohada. Todo en él parecía redondito. Dormía hecho una bolita, con la cola enrollada y las alas abrazando todo su cuerpo.

¿Cómo era capaz de dormir tan tranquilo? Luego de tantos años, yo seguía despertándome con pesadillas de incendios, alaridos, desamparo. A veces yo era la que gritaba a todo pulmón, y Birdie y Mae venían corriendo a tranquilizarme.

Duuzuu había sobrevivido al mismo incendio que yo. ¿Por qué él no tenía pesadillas? ¿Acaso los animales no recordaban las cosas de la misma manera que nosotros? ¿O es que para ellos el mundo sólo existía en el momento presente?

Cerré los ojos, y vi a Sir Zurt tendido en el suelo del bosque.

Abrí los ojos: techo, nubes, colcha.

Cerré los ojos de nuevo. Vi a dos hombres que me tomaban por las manos y me sacaban por una ventana quebrada. Oí el fuego aullando como un ser vivo, me oí gritar: “¡Pa! ¡Ma! ¡Toby!”, hasta que se me formó un nudo en la garganta y me desmayé.

Abrí los ojos. Duuzuu. Mis zapatos gastados y polvorientos. Mis cuadernos.

Encendí mi farol, tomé uno de mis cuadernos y lo hojeé. A veces, eso me calmaba. Con el tiempo había aprendido que existían maneras de hacer venir el sueño.

Leí aquí y allá en las páginas. Llevaba dos meses sin ver más chilladores que Sir Zurt.

Retrocedí un poco más en el cuaderno. Habían pasado once meses desde la última vez que había oído la llamada de un chillador en la noche.

Eso era hacía casi un año, justo después de que cumplí los diez.

Al día siguiente cumpliría once años. No me parecía que fuera gran motivo de celebración. Sabía que no habría regalos. No teníamos dinero para gastar en esas cosas.

Cerré los ojos y traté de recordar mi último cumpleaños con mi familia. Mi pa y mi ma acababan de terminar de construir nuestra casa. Estaba hecha de troncos y barro y tiempo, más que nada. Una vivienda sencilla, pero nos llenaba de orgullo. Hasta yo había ayudado un poco. O al menos mis papás habían fingido que me dejaban ayudar.

Tanto trabajo y sudor. Tanto construir y soñar. Y habían desaparecido en un instante, entre llamaradas frenéticas.

¿Qué sentido tenía hacer cosas si iban a acabar convertidas en cenizas?

Muy a menudo me quedaba dormida, para caer en pesadillas con el incendio que había matado a mi familia, y me despertaba bañada en sudor, pidiendo ayuda a gritos y jadeando para respirar.

Me sucedía tanto que casi lo esperaba.

Aunque no era tan terrible. Mae y Birdie siempre llegaban corriendo a consolarme. Y a veces lograba volver a conciliar un sueño intranquilo.


Esa noche fue diferente. En lugar de soñar con el incendio y la muerte, oía un chillador haciendo su llamada.

Me desperté sobresaltada y levemente esperanzada.

Pero no.

La luna seguía perdida entre las nubes. Y el mundo permanecía en silencio.

Willodeen

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