Читать книгу Willodeen - Katherine Applegate - Страница 9

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CAPÍTULO

Tres

Vi mis primeros chilladores a los seis años. Estaba recogiendo zarzambuesas con mi pa. Y debía haber estado en la escuela, en realidad. Pero mi ma y mi pa se habían dado cuenta desde hacía mucho de que yo estaba más contenta por mi lado. Había tratado de asistir a las clases unas cuantas veces, pero siempre me sentía torpe e insegura entre los demás niños, y ellos parecían sentirse igual junto a mí.

No encontramos ni una sola fruta. No había llovido en mucho tiempo, y los arbustos se veían mustios y resecos. Estábamos a punto de darnos por vencidos cuando mi pa susurró:

—¡Willodeen!

Seguí su mirada. Y allí estaba ella, una chilladora echada junto a un árbol caído, con un amasijo de cinco bebés llorones que se retorcían a su lado.

En ese momento, nos vio. Azotó su cola contra el suelo, con toda la fuerza que tenía.

Yo ya sabía lo que venía después. Mi pa me había advertido.

Es difícil describir ese olor hediondo. Hay que imaginarse cien huevos podridos y luego agregar unas cucharadas de pescados muertos y una pizca de peste de zorrillo, y ya empieza uno a acercarse a lo que es en realidad.

—No es su culpa —dijo pa, tosiendo y resoplando—. Se sobresaltan con facilidad, los pobrecitos. Y la gente siempre los está molestando e incomodando.

—¿Por qué? —pregunté mientras me limpiaba las lágrimas que hacían que me ardieran los ojos.

—Insisten en que se comen el ganado. Que les matan las mascotas y acaban con las aves salvajes, pero no hay ni una palabra cierta en todo eso. Los he visto comer insectos y escarabajos. Se alimentan de caracoles irisados, larvas y gusanos —mi pa se frotó los ojos—. Claro que está el asunto de este olor apestoso. Hay quienes dicen que ahuyenta a los turistas —rio—, y tal vez eso sí sea cierto.

Nos alejamos lentamente del nido, sin hacer ruido, asfixiándonos con el olor apestoso. Mi pa sonrió en medio de todo eso.

—Esa chilladora está haciendo justo lo que se supone que debe hacer, mi niña —me dijo—. Está cuidando a los suyos lo mejor que puede. Como todos nosotros, mas y pas.

Y uno hubiera pensado que en ese momento nos iríamos, apestando y todo. Pero mi pa señaló una gran piedra cercana, y allí fuimos a sentarnos. Parecía que estábamos a suficiente distancia como para no incomodar a la mamá chilladora.

A mi pa le gustaban todas las criaturas, igual que a mí, y supongo que por eso teníamos tantas en los recovecos de nuestra casa y en el patio: cabras y liebres trepadoras, pollos y dibipatos, una pavarreal y una nutria de río ancianísima, tanto que ya no podía nadar. Nuestra eterna compañía de perros y gatos había aprendido desde hacía mucho que el resto de los residentes no eran sus presas.

—¿Ves con cuánta delicadeza los trata? —dijo mi pa, mirando a la chilladora acurrucarse con toda su camada.

—Los oigo a veces, de noche —comenté—. Me pregunto por qué hacen ese ruido, como aullidos chillones y estridentes.

—Nadie sabe la razón —contestó él—. A lo mejor son como los coyotes y los lobos… que simplemente deciden cantarle a las estrellas.

—Tal vez —sopesé la posibilidad—. Lástima que no puedan cantar más entonados.

Mi pa sonrió.

—La naturaleza es más sabia que nosotros, Willodeen, y probablemente nunca deje de ser así.

La mamá chilladora acarició a una de sus crías con el hocico.

—Quisiera que la gente no los odiara tanto —dije—. Ellos estaban aquí primero que nosotros, ¿cierto? No tiene ninguna lógica que los tratemos así.

Mi pa soltó un suspiro, cosa que casi nunca hacía, y me sorprendió.

—Si esperas que los humanos actúen de manera lógica, bien puede ser que valga la pena que te sientes, porque pasará mucho tiempo antes de que lo hagan —dijo.

Willodeen

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