Читать книгу Química rosa - Katie Arnoldi - Страница 15
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Era sábado por la mañana. La señora Johns no trabajaba ese día y Charles había organizado el salón. Se había gastado ochenta dólares en azucenas blancas y nardos; los había puesto en un enorme jarrón sobre la mesa y su aroma cargaba el ambiente de la estancia. Las pesadas cortinas de terciopelo estaban corridas y las sombrías lámparas de Tiffany emitían una luz tenue. Aurora se sentaría en la silla dorada de terciopelo con cojines de plumón mullidos. Quería que estuviese cómoda. Enviaría un coche a recogerla.
Sonó el timbre y se apresuró a abrir la puerta. Ella llevaba un minivestido de licra y algodón de tirantes con estampado de flores que acentuaba el ancho de sus gloriosos hombros y sus caderas estrechas y prietas. Las sandalias negras de tacón alto y correas no estaban mal; él mismo podría haberlas elegido.
Sonrió y le dijo:
—Pasa, por favor.
—Esta casa es como la de un gobernador. —Aurora se quedó de pie en el recibidor y se giró lentamente—. Parece sacada de una revista.
Charles la dejó curiosear.
—¿Quieres tomar algo? —Sintió cómo la excitación le subía desde el bajo vientre—. ¿Algo de comer? ¿Alguna cosa para beber?
—¿Crystal Light?3 —dijo ella, mirándole por primera vez—. Ponche de frutas, si tienes.
—Lo siento, no tengo. ¿Qué tal una Pellegrino?4
—No, estoy bien. —Reanudó su inspección—. No me puedo creer que vivas aquí.
—Vamos al salón.
La tomó del brazo, bronceado y tonificado, y cruzaron el corto pasillo hasta las puertas correderas de roble. Charles agarró los pomos de bronce con ambas manos, tiró suavemente y estas se abrieron deslizándose.
—¿A qué huele?
Aurora se tapó la nariz.
Charles la miró con desazón.
—A azucenas y a nardos. ¿No te gusta su aroma?
—Me encanta —sonrió—. Es solo que me ha parecido un poco fuerte cuando has abierto la puerta.
Entraron en el salón. Aurora continuó con su inventario en silencio. Fue a coger la caja de caoba que estaba sobre la mesa de café y, al inclinarse para alcanzarla, se le subió el vestido, dejando sus nalgas casi a la vista. La caja tenía el tamaño de una guía telefónica de las gruesas, sin ornamentos y muy pulida.
—¿Qué hay aquí dentro?
—Echa un vistazo.
Charles sonrió y la miró atentamente.
—Puaj —reaccionó como si dentro se ocultase algo muerto o podrido.
Charles se acercó.
—Son ojos de cristal —dijo—. El opaco tiene casi cien años. Es muy poco común.
Ella cerró la caja y la volvió a poner sobre la mesa. Charles la cogió de la mano.
—Me gustaría que escuchases una cinta que he grabado. Es para ti.
—Claro. ¿Son canciones o algo así?
—No, ya verás. Ven, siéntate en esta silla —dijo, acompañándola—. Solo te pido que no hables ni interrumpas la grabación de ningún modo. Hablaremos cuando acabe, ¿vale?
—De acuerdo.
Ahuecó el cojín y la ayudó a acomodarse; después sacó el equipo que estaba detrás de la silla. Le puso unos auriculares profesionales que le cubrían las orejas por completo, apretó el botón de reproducción del pequeño casete y volvió rápidamente al sofá. Cogió un sobre de debajo del cojín y se sentó.
La mirada incierta y confusa de Aurora dio paso a una sonrisa. Se miraba las manos mientras disfrutaba del mensaje. Aquel era el principio, el momento en que le decía cuánto había significado para él su compañía; lo maravillosa, inteligente y extraordinariamente hermosa que era. Charles aguardaba. Los ojos de Aurora se alzaron de súbito hacia él.
Aquella era la parte en que le decía que el sobre que tenía en la mano contenía un cheque de 10 000 dólares a su nombre. Ya era suyo con independencia de cómo respondiese al resto del mensaje. Era un regalo para ayudarla en su trayectoria. Aurora empezó a hablar, conmocionada. Charles se llevó el índice a los labios y sonrió. Ella se sentó sobre las manos, intranquila, sonriendo abiertamente.
Lo siguiente era la propuesta.
Ahora miraba al suelo, concentrada. Atenta a los detalles. Él le proporcionaría una casa, el coche que eligiese y una generosa asignación mensual más que suficiente para cubrir sus necesidades y las de Amy. Programaría su entrenamiento y su dieta, le facilitaría todos los suplementos necesarios y determinaría su calendario de concursos. Él se encargaría de convertirla en una campeona y ella se encargaría de él. Le complacería a diario. Si en algún momento uno de los dos no estaba satisfecho, el acuerdo se rompería y Charles le daría a Aurora otro cheque de 10 000 dólares de indemnización.
El reproductor se paró con un chasquido. Aurora se quitó con brusquedad los auriculares, que se enredaron por un instante en su pelo rebelde, y los dejó caer sobre el asiento que tenía al lado. Se mordió el labio superior nerviosamente, clavó su mirada en Charles y se puso en pie.
—Eres… —Caminó hacia él—. Eres un ángel del Señor. Eres mi Salvador. —Se detuvo junto al sofá y gritó—: ¡No me lo puedo creer, no me lo puedo creer, no me lo puedo creer!
Daba saltos sin parar, haciendo temblar el suelo con las sandalias de tacón.
Charles se rio y se acercó a ella.
—Entonces, ¿qué? ¿Aceptas?
—Oh, Charles —dijo, cogiéndole las manos—. Sí. Sí, sí, sí.
Se acercó más y lo besó. Charles se lo permitió, dejando que le metiese la lengua en la boca.