Читать книгу Mi gran boda millonaria - Katy Evans - Страница 10
Luke
ОглавлениеSolo quiero decir una cosa: adelante. Estoy abierto a lo que sea.
—Confesionario de Luke, día 1
Se respira un ambiente animado en el bar de Tim. Todo el mundo está de pie, con los ojos pegados a las pantallas de las esquinas.
Por el aspecto de esta multitud, se podría decir que a mi humilde negocio no le va nada mal.
Pero las apariencias engañan.
Solo han venido a animar a Jimmy Rowan, la leyenda, que estrena nuevo espectáculo en YouTube. Aquí es donde empezó. Donde consiguió seguidores. Donde dejó huella. Y también donde conoció a Elizabeth Banks, la rica con la que ha estado saliendo los últimos seis meses.
Jimmy gestiona todos sus negocios desde mi bar, hasta el punto de que uno de los reservados en la parte de atrás es su despacho. Se ha pasado la última media hora ahí, haciendo Dios sabe qué con ella. Le lanzo una pajita de plástico por encima de la barra, y se da la vuelta.
—¿Estás listo?
Se levanta sin soltar la mano de Lizzy, que me sonríe de oreja a oreja.
—Se trata de James. Nació preparado —asegura, y lo mira—. ¿No es lo que dices siempre?
Él le sonríe y asiente.
—Sí. Exacto. —Se frota las manos—. Eh, ¿estás bien?
Asiento con la cabeza. De puta madre.
Se vuelve hacia su público y carraspea.
—¡Chicos! Os presento el estreno mundial de la hazaña que grabamos en Oahu. Lo subiré a mi canal este fin de semana.
Jimmy no ha cambiado nada desde que empezó a salir con Lizzy. Sin embargo, consiguió el capital que necesitaba para expandir su canal de YouTube y llegar a rincones mucho más exóticos. Mentiría si dijera que no estoy un poco celoso. Antes de que apareciese Lizzy, Jimmy y yo íbamos por el mismo camino: crecimos en las calles más duras de Atlanta y estábamos destinados a vivir el resto de nuestras vidas aquí y ser enterrados aquí. En cambio, ahora Jimmy se va por ahí de aventuras cada dos semanas mientras que yo ni siquiera he salido del estado. Además, pese a lo diferentes que son él y Lizzy, ella le hace tanto bien que casi me hace creer en el amor.
Casi.
Enciendo el Blu-ray y le doy al play. La pantalla pasa del negro a mostrar una imagen de Jimmy con casco en el cráter de un volcán.
Todos le vitorean. Es el héroe del barrio.
Un tío al que no había visto nunca me llama la atención.
—¿A esto le llamas whisky? ¿Tú qué haces, le echas agua a esta mierda?
Lo miro con severidad.
—Vete a otro sitio.
—Sí, te lo aseguro, pero no voy a pagar por esta mierda.
Entonces pierdo los estribos, aunque en realidad mi agitación se debe a la llamada que he recibido esta tarde. Cojo el vaso de chupito que estaba limpiando y lo estampo contra la barra. Se hace añicos en mi puño.
Jimmy me mira estupefacto. Lizzy también.
Acto seguido, Jimmy se encara con ese tío.
—Lo vas a pagar, ¿a que sí, cabrón?
—¡Eh! —exclamo mientras levanto una mano. No necesito que me defienda, pero, sobre todo, lo último que necesito es que me rompa más muebles, como suele hacer—. No pasa nada.
Jimmy entorna los ojos.
—Y una mierda. Se queja de la bebida, pero no ha dejado ni gota.
El hombre se lo piensa mejor, abre la cartera, lanza un billete de diez y sale por patas.
—¡Y no vuelvas, capullo! —le grita Jimmy. Después se apoya en la barra—. ¿Te importaría contarme qué ha pasado?
—Nada —mascullo.
—¡Mira tu mano! —exclama Lizzy mientras la señala. Está llena de sangre.
—No es nada. —Me la envuelvo con un trapo limpio. No dejan de mirarme, como si esperasen que siga—. Oye, es tu gran noche. Pásatelo bien. Luego hablamos.
Ese «luego» acaba siendo a las tres de la mañana. Aviso de que voy a cerrar a las dos, pero en realidad la gente no se va hasta una hora después. Jimmy me ayuda a echar a los últimos rezagados. Para entonces, Lizzy ya se ha quedado dormida hecha un ovillo en su «despacho», tapada con una de sus camisas de franela.
—A ver, ¿por qué has estado mirando así a todo el mundo? —me pregunta mientras sirvo dos tequilas—. Como si quisieras arrancarles la cabeza y retorcerles el pescuezo.
Me bebo el vaso de un trago.
—Estoy sin blanca.
—Bueno, no es la primera vez que estás en horas bajas…
—Esto ya no es como antes. Llevo años en números rojos. Los del banco están hartos. Me han dicho que mi abuelo pidió un montón de préstamos hipotecarios para este local, de lo cual yo no tenía ni idea, y que tengo que pagarlos todos antes de que acabe el año. Pero no puedo porque tengo que pagar las facturas de la residencia de mi abuela.
—¿Y a cuánto asciende?
—A quinientos mil dólares.
Jimmy se atraganta y mira a su alrededor.
—No te ofendas, tío, pero este sitio no vale medio millón de pavos.
—Ya. El apartamento que tengo en el piso de arriba es un antro todavía peor que este.
—Joder. Este sitio ha sido de tu familia durante años.
No quiero pensar en eso. Mi abuelo era el Tim del bar de Tim. Que su legado acabe conmigo es un palo muy gordo.
—La residencia en la que está tu abuela parece el Ritz.
Asiento con la cabeza.
—Y allí se va a quedar. Sus amigas también viven allí y le encanta jugar al mahjong con ellas y esas cosas. Es lo que la hace feliz.
Jimmy echa una ojeada a su despacho, donde su novia duerme profundamente. Sé en qué está pensando.
—Bueno, Lizzy tiene debilidad por este sitio…
—No. No se lo digas. La conozco y sé que me daría el dinero en un abrir y cerrar de ojos, pero no quiero que lo haga. No quiero deberle nada a nadie.
Me mira como si me hubiese vuelto loco, pero asiente de todos modos.
—Vale. Entonces ¿qué vas a hacer?
—¿Rezar para que ocurra un milagro? —pregunto mientras me encojo de hombros—. Ni puta idea.
Se apoya en la barra con aire pensativo.
—No. No necesitas un milagro. Tengo la solución aquí mismo. —Se dirige a su despacho y saca una hoja del montón desordenado que hay en la mesa—. Esta gente quería poner un anuncio en mi canal. Mañana estarán por aquí porque tienen que hacer pruebas para un nuevo reality. El primer premio es un millón de dólares.
Miro la hoja con atención.
—¿Matrimonio por un millón de dólares? No veo esas mierdas de los reality shows. ¿De qué va?
Jimmy se encoge de hombros.
—No sé. Aquí dice que los concursantes deben tener entre veinticinco y cuarenta y nueve años, estar en forma y estar abiertos a la aventura. Nada más. Tío, a ti te pega.
Me río.
—Te pega a ti.
—Sí, pero yo no necesito el dinero. Y la cámara te adora. Las mujeres se volverían locas contigo.
—Vale, vale —musito mientras me rasco la barbilla—. Me lo pensaré.
Cierro el bar, me despido de mis amigos y subo a mi zulo de dos habitaciones. Vivía aquí con mis abuelos hasta que él murió y ella sufrió el primero de muchos derrames cerebrales que la llevaron a la residencia. Cuando vivíamos aquí los tres, mi abuela lo decoraba con cortinas y velas para darle un toque hogareño y femenino, pero yo no valgo para eso, y tampoco paso mucho tiempo en casa, de modo que no lo cuido mucho.
Hasta el bar se está yendo al garete por mi culpa. Al principio sentía cierto orgullo. Con solo veintitrés años, ya era dueño de un local y regentaba mi propio negocio. Pasar de donde estaba tan solo cinco años antes a esto supuso un giro de ciento ochenta grados. Fue como triunfar por primera vez en la vida. Un ejemplo a seguir para todos los adictos que piensan que no se puede salir del hoyo.
Pero no ha sido fácil. Y, ahora, estoy hecho mierda.
Como si me estuviese enterrando en otro hoyo. Me estoy cargando la casa de la abuela, poco a poco.
Me quedo en calzoncillos y me siento en el borde del colchón. Me miro las cicatrices del brazo y me acuerdo de todas las noches que pasé en los callejones oscuros del centro de Atlanta, tumbado encima de mi propio meado, enganchado a cualquier chute barato; creí que moriría antes de cumplir los veinte.
Todo lo que me he ganado desde entonces pende ahora de un hilo. Voy a perder este sitio. Y pronto perderé a mi abuela también. ¿Qué me quedará entonces? Vivo todos los putos días con la convicción de que es eso lo que encabeza la corta lista de cosas que evitan que vuelva a ser un yonqui.
Sin eso… En serio, ¿qué coño me quedará?
Me acerco a la cómoda para coger el panfleto que me ha dado Jimmy antes y lo desdoblo. Me tumbo en el colchón y me pongo a pensar en ello más de la cuenta. ¿Un reality? Nunca me habría imaginado que llegaría a planteármelo siquiera. Pero cuanto más lo pienso, más creo que podría ser la única oportunidad que tengo de salvar el bar… y de paso también el pellejo.