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Una deuda de medio millón de dólares Nell

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Ni siquiera sé por qué estoy aquí. Seguro que voy a ser la primera persona a la que echen. Si es que aquí se echa a la gente. No veo la tele, así que no tengo ni idea de cómo funcionan estos concursos.

—Confesionario de Nell, día 1

Siete meses antes

Me encuentro tumbada en el suelo del salón, en mi piso a las afueras del campus. Creo que me va a dar un infarto.

Courtney entra y me observa mientras hago un mohín. Me da un toquecito con la punta de sus zapatos planos.

—¿Tan mal?

Entonces, repara en el sobre roto y en el extracto bancario doblado en tres partes que descansa encima de mi abdomen.

Sabe a ciencia cierta qué época del año es y lo que eso significa.

Y sí, también sabe que, en efecto, las cosas van mal.

Pero en los últimos años se me ha dado muy bien vivir negándome a aceptar la realidad, y he ignorado el hecho de que el día del juicio final se acercaba cada vez más. El día en que me salpicaría la mierda.

Y no hay duda de que ese día ha llegado.

—No puedo respirar —gimo—. Me muero.

Courtney va a la nevera y coge un racimo de uvas.

—Mmm… Si te mueres, ¿se hará cargo alguien de tus préstamos estudiantiles?

Me incorporo y la miro con el ceño fruncido, pero solo durante un segundo, porque de pronto vuelvo a sentirme débil. Quizá me estoy poniendo enferma. Me tumbo y me quedo mirando la vieja araña de cristal cubierta de polvo de nuestro piso de mierda. El piso de mierda que elegí para ahorrar dinero. Ni que hubiese vivido a cuerpo de rey todos estos años. ¡Joder, me he contenido!

Courtney se agacha a recoger la carta.

—¡Quinientos mil dólares! ¡Guau!

Dios. Oírlo en voz alta solo hace que la deuda me parezca más imposible de afrontar. Empujo el culo contra el suelo con la esperanza de que me trague.

—¿Cómo he acabado así?

Courtney se da golpecitos en la barbilla.

—No sé. ¿Quizá porque no has trabajado desde que te graduaste en la universidad hace cuatro años?

Me incorporo y la miro a los ojos. Mi mejor amiga, Courtney, se especializó en educación, se sacó el título en Emory a la vez que yo y tiene un buen trabajo. No gana un dineral, pero al menos lo suficiente para devolver el préstamo estudiantil cada mes, y no tiene que pagar su parte proporcional del alquiler con la tarjeta de crédito como yo. Y encima puede permitirse pequeños lujos como…

Courtney se da cuenta de que estoy mirando su Frappuccino helado de vainilla y me lo ofrece. Le doy un sorbo con avidez.

—Ay, pobre.

Cruzo las piernas como los indios.

—¿Cómo esperas que consiga trabajo si aún estoy intentando acabar el doctorado?

Se ríe.

—En literatura comparada. Ni siquiera sé a qué clase de trabajo puedes optar con ese título. Dijiste que no querías ser profesora en la universidad.

—Y es verdad. —Pero eso no significa que no lo haría si pudiera. La verdad es que enseñar parece divertido, pero el mero hecho de pensar en dirigirme a una sala llena de estudiantes universitarios hace que me pique todo. Odio exponerme de esa forma—. Sin embargo, me he graduado con matrícula de honor en todas las asignaturas. Hay muchos puestos de trabajo disponibles para alguien con mi educación.

Quizá me esté engañando a mí misma. Mientras me sacaba la carrera no pisé ni una vez el despacho del consejero de carreras. No he movido un dedo para mejorar mi currículum. Yo estaba la mar de bien mientras ampliaba mis estudios en la Universidad Emory: primero, el doble grado en Filosofía e Historia del Arte, luego, el máster en Antropología y, por último, el doctorado. Eso es porque Penelope Carpenter siempre termina lo que ha comenzado. Cuando era pequeña, les pregunté a mis padres hasta dónde podía llegar en mis estudios y cursé las asignaturas que me interesaban para alcanzar mi objetivo. Dije que iría a por todas, y lo he cumplido, aunque a mi manera.

Estoy hecha para llegar lejos. El problema es que he ido acumulando algunas deudas por el camino.

Madre mía, me aterra el mundo real. Donde destaco y estoy a gusto es en clase. Los libros son mi refugio. En cambio, la vida es todo menos eso.

Puf, solo de pensarlo ya noto que me salen ronchas en la cara.

Ojalá me quedase algún título por sacarme. Un super doctorado. ¿Y si empiezo el doctorado en jurisprudencia, de modo que pospongo aún más el día del juicio final?

—Vendrás el jueves a la graduación, ¿no? —le pregunto.

Ella se quita la americana.

—Pues claro, doctora.

Le sonrío. Perfecto. Me cuesta hacer amigos, así que ella es lo más parecido a una familia que tengo en Atlanta. El resto de mis parientes están en Nueva Inglaterra y viven a lo grande. Y no, me dejaron bastante claro que, si quería ir a una universidad que no fuese Harvard, los gastos correrían de mi cuenta, y así ha sido: he asumido los costes—a duras penas— a base de dar clases particulares aquí y allá. Mi padre llegó a donde está ahora por sus propios medios y quiere que sus hijos hagan lo mismo. Firmó como garante de la tarjeta de crédito y del contrato de alquiler del piso, pero espera que se lo devuelva todo cuando pueda reunir el dinero. Mi madre piensa que estoy cometiendo un grave error al sacarme títulos sin parar y no duda en recordármelo cada vez que puede. Mi padre ya me ha avisado de que, cuando se muera, mi herencia irá a Harvard, su alma mater, así que ni siquiera les he invitado a la graduación. Aunque tampoco es que fuesen a venir.

Levanto la hoja por una esquina como si estuviese sucia y la dejo caer al suelo.

—¿Crees que Gerald irá?

Courtney resopla.

—No.

—Pero…

—Nell. El tren Gerald no solo ha salido de la estación, sino que ya está en otro país y se aleja de ti cada vez más rápido.

Eso, Nee, tú no te cortes. Pero sí. Ya lo sabía. Aun así, siempre mantengo la esperanza en sus ojazos azules. Antes de conocerlo nunca me había interesado especialmente ningún chico, pero no dejaba de encontrármelo en la biblioteca. Acabó pidiéndome que estudiásemos juntos y llevo colada por él desde entonces. Es monísimo, practica esgrima, entiende de vinos y ama el arte y la música clásica. En definitiva, es el hombre de mis sueños.

También trabaja como interno en el Hospital de Niños de Atlanta y está prometido con una Barbie que estudia medicina. Hace nueve meses que rompimos. Lo normal sería que, a estas alturas, ya hubiese pillado la indirecta y hubiese dejado de enviarle mensajes todas las semanas.

Eso sería lo que cualquier chica con dos dedos de frente haría.

Pero no Nell Carpenter, que lo único que tiene es una deuda tan enorme como un agujero negro.

Me pongo de pie, tiro el extracto de mi préstamo estudiantil a la basura, me envuelvo en mi manta más calentita y, hecha polvo, me desplomo en el sofá.

Courtney me mira con pena.

—Cielo… ¿Sabes qué? Esta noche echan Solteros de oro en la tele. ¿Qué tal si me cambio, calentamos una pizza congelada y lo vemos juntas? Así podemos burlarnos de lo patéticos que son todos los concursantes.

Ni siquiera contesto. Ella sabe que nunca veo esas cosas ni como nada congelado. Mis maneras de entretenerme incluyen leer, escuchar música clásica, practicar con mi arpa y limpiar la casa. Además, cuido mi alimentación. Algunos consideran que tengo TOC, pero no es verdad. Solo soy exigente conmigo misma.

Cuesta creer que hayamos durado tanto como compañeras de piso. Por suerte no es una completa vaga. Courtney es una de las pocas personas que puede soportar mis rarezas; por una parte, porque el trato con ella es bastante fácil, y, por otra, porque no le quedó más remedio. En nuestro primer año en Emory nos vimos obligadas a compartir cuarto y, desde entonces, hemos vivido siempre juntas. Cuando digo que me cuesta hacer amigos, miento. En realidad, ni siquiera lo intento. Que sí, que serán importantes, pero siempre he dejado claro que mi prioridad son los estudios, por lo que nunca he salido de fiesta ni cotilleado con nadie o frecuentado la sala común. Pero parecía como si no me hubiera quedado otro remedio que hacerme amiga de Nee, como si el hecho de estar tan cerca y compartir una habitación diminuta lo dictase. Los primeros meses hasta me resistía, pero Courtney es encantadora y está llena de vida. Siempre cae bien a todo el mundo. Con el tiempo, acabamos yendo al comedor y estudiando juntas y nos hicimos mejores amigas.

—Vale. Yo voy a comer pizza mientras veo la tele. Tú deprímete ahí sentada si eso es lo que quieres.

Y eso hago. Me hago un ovillo y lloriqueo sin consuelo mientras ella coge una Coca-Cola Light y una pizza congelada y se sienta a mi lado a ver el programa de mierda. Trato de ignorarlo, pero al final el millonario macizo acaba por llamarme la atención. Sobre todo cuando veo que una noche se va con una chica a que les den un masaje en pareja y a la siguiente se mete en el jacuzzi con otra.

Miro la pantalla con los ojos entornados cuando empieza a liarse con la segunda chica en la bañera de hidromasaje.

—Qué majo. ¿Cómo puedes ver esa bazofia?

Está enganchadísima; solo un holocausto nuclear conseguiría despegarla de la tele.

—Está muy bueno.

—Y es gilipollas.

Continúa viendo el programa sin que eso le importe. Se le cae la baba. Tiene un novio adorable y maravilloso que la trata como a una reina y, aun así, suspira por el gilipollas este.

Entonces, empiezan los anuncios y se va a hacer palomitas en el microondas. Me estiro y pruebo la pizza. Puaj. Hasta el cartón sabe mejor. Mientras vuelvo a poner la cabeza sobre la almohada, algo en la pantalla me llama la atención y hace que me detenga; me caen churretes de falso queso por la barbilla.

—¡Llamada para todos los habitantes de Atlanta de entre veinticinco y cuarenta y nueve años! ¿Te apetece ganar un millón de dólares? Acude a las audiciones para nuestro nuevo y exitoso reality: ¡Matrimonio por un millón de dólares! ¿Tienes una personalidad única y espíritu aventurero y arrasas por donde pasas? ¡Pues reúnete con nosotros en el Centro de Convenciones de Atlanta el quince de mayo entre las doce y las cinco!

Miro la tele con tanta atención que me olvido de parpadear.

—Eh, ¿te has comido mi pizza? —grita Courtney desde la cocina.

Me limpio el queso de la barbilla y señalo la pantalla.

—¿Eso de qué va?

—¿El qué?

—Las audiciones… ¿Para qué son?

Courtney se deja caer en el sofá con un bol de palomitas enorme.

—¡Ah, sí, eso! ¡Qué ganas! Joe y yo vamos a ir. Llevamos meses planeándolo.

Estoy confundida.

—¿Vosotros?

—Sí. Han estado haciendo audiciones por todo el país. Pero… —añade, aunque se detiene al darse cuenta de que ya me estoy imaginando cosas—. No te hagas ilusiones, Nell. En serio. Si crees que Solteros de oro es cutre, Matrimonio por un millón de dólares hará que te explote la cabeza.

—¿Por qué?

—Porque a la gente —la gente normal que no parece que tenga un palo metido por el culo— le gusta lo cutre. Lo devoran. Y te aseguro que esto será tres cuartos de lo mismo. Que sí, que es un programa nuevo y todo lo que tú quieras, pero se rumorea que la premisa es superdiferente.

No profundiza más.

—Superdiferente en plan… —No completa mi frase—. ¿A qué te refieres? El primer premio es un millón de dólares y yo tengo deudas. Vendería mi alma por ese dinero.

Courtney se ríe a carcajadas durante un buen rato.

—Ay, no, Nell, no. Esto no es para ti. Ya lo has oído: es solo para aventureros.

—¿Y?

—¿Cómo que «y»? —Me mira como si fuese evidente—. Si para ti ordenar el botiquín ya es una locura.

Se me desencaja la mandíbula.

—Qué va. —Bueno, vale, quizá sí. Una vez encontré un par de pastillas que no había visto nunca—. Además, ¿quién te crees tú? ¿Indiana Jones? Ni que fueras doña aventurera. Además, piden personalidades únicas.

Se encoge de hombros.

—Eso lo tienes seguro. Pero aun así… ¿En serio estarías dispuesta a salir por la tele y dejar que todo el mundo viese lo que haces en cada momento?

—Supongo que por un millón de dólares sí. Venga, ¿no puedo acompañaros?

Le pongo ojos de cordero degollado.

—Pues… —Mira la tele—. Quince de mayo. ¿Sabes que es el día de tu graduación?

Cierto.

—Sí, pero las audiciones son de doce a cinco y la graduación no es hasta las siete. ¿Qué hay de malo en que vaya contigo a echar un vistazo?

Me observa con indecisión.

No entiendo por qué se muestra tan reacia. Por lo general, siempre está dispuesta a participar en este tipo de planes.

—Venga, Nee, porfa, que necesito el dinero.

La llamé Nee una vez porque pensé que era mono y gracioso, y nos reímos tanto que he seguido usando ese apodo hasta hoy. Desde entonces somos Nee y Nell.

—Vale, puedes venir. Pero como pongas los ojos en blanco o me digas que es una chorrada una sola vez, te voy a mandar a la mierda.

—¡Yupi! —La abrazo—. Me muero de ganas.

—Mi niña —dice mientras me da palmaditas en la cabeza como si fuese un perro labrador—. Te aseguro que no. Ni te imaginas la que te espera.

Mi gran boda millonaria

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