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Pipinas, un pueblo que late al ritmo de su cooperativa

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Pipinas es una imagen de la realidad argentina, un sueño de prosperidad que tuvo una fábrica cementera como protagonista, y que en la década de los noventa se estrelló con un modelo económico que no dejó crecer al pueblo; sin embargo, la historia tiene un final feliz. Un grupo de vecinos formó una cooperativa, recuperó un hotel y consiguió que Pipinas sea hoy un destino de turismo comunitario. El pueblo resucitó.

La vieja chimenea de la fábrica cementera Corcemar se ve desde lejos en la desolada ruta provincial 36, un camino solitario en el que apenas se muestran un puñado de pueblos, cuyas entradas animan el viaje. La llanura pampeana termina a los pocos kilómetros en calmas playas que son bañadas por un Río de la Plata sereno y relajante, huertas, chacras, pequeños campos. El mapa tiene aroma a tierra trabajada por manos hacendosas, el esfuerzo aquí no es temido. El horizonte, que presiente al río, guarda el resplandor de una resistencia silenciosa. Pipinas –el nombre proviene de dos hermanas de nombre Josefina, hijas de un estanciero– está en el partido de Punta Indio, a 160 kilómetros de la ciudad de Buenos Aires, justo en la punta norte de la bahía de Samborombón. “En las noches el cielo nos envuelve”, cuenta sorprendida del hechizo que existe en su propio pueblo Claudia Díaz, miembro fundador de la Cooperativa y nacida aquí, ideóloga de la independencia rural y defensora de los pequeños pueblos. “Cooperativo y comunitario” es la divisa que acunaron y defienden en Pipinas.

La historia del pueblo requiere atención. Pudo desaparecer y no lo hizo, pero se tuvieron que unir muchas voluntades para enfrentar un escenario que no permitía tantos caminos. Para que todo saliera bien, primero la comunidad debió pasar por años de tristeza y zozobra. La recuperación del hotel tiene su base en la peor crisis que tuvo que pasar el pueblo. Pipinas nació en 1913 con la llegada del tren, los productos del país y grandes estancias movilizaron al caserío, que se abrigaba al calor de una pulpería que hoy ya no está. En 1936 se acercó al lugar Marcelo Garlot, ingeniero cordobés que, con la excusa de buscar caracoles, comprobó lo que se decía de Pipinas: que el pueblo estaba asentado sobre un descomunal yacimiento de conchilla calcárea. “Al año siguiente llegaron 1000 obreros que dormían en galpones y el 15 de abril de 1939 se encendió el horno de la fábrica. El pueblo tuvo que cambiar de lugar y organizarse alrededor de la factoría. Llegaron inmigrantes que escapaban de la guerra para trabajar”, explica Claudia la génesis de Pipinas.

El humo salía las veinticuatro horas de la chimenea. Pipinas llegó a tener 3500 habitantes. “La fábrica fue un pequeño Estado, te ayudaba a construir tu casa, nos daba los libros escolares, la salud; los primeros juguetes que tuve fueron gracias a Corcemar, y hasta un cine instaló en el club”, recuerda Topo Díaz, el profesor de Educación Física y uno de los pilares de la Cooperativa. “Pipinas no tenía luz, llegó recién en 1970, pero la fábrica tenía una usina propia”, afirma Claudia. Poco a poco, esa omnipresencia fabril, símbolo de una Argentina que se retiraba, encontró su final. El Estado le quitó el subsidio al fueloil con el que alimentaba la caldera. “A la par, se hizo la Ruta 2 y el gas llegó a los pueblos que la cruzaban; acá quedamos olvidados”, rememora Claudia. La autovía y el brillo de los balnearios de la costa eclipsaron a los pueblos como Pipinas. Los días de prosperidad estaban contados. Finalmente llegó 1991 y, con él, la tragedia social. Corcemar debió desprenderse de la fábrica; su competencia, Loma Negra, la compró, y en diez años se produjo el vaciamiento de la empresa. El sueño de un pueblo se quebró, pero también germinó la esperanza del renacimiento.

“Sabíamos que teníamos que hacer algo; nosotros no quisimos irnos, porque este es nuestro lugar en el mundo. El hotel de la fábrica estaba abandonado y tuvimos la idea de recuperarlo”, cuenta Topo. La historia de la recuperación es una gesta, una batalla ganada al olvido y la desesperanza. “Nos empezamos a reunir en el club, venían todos los vecinos, porque estaban sin trabajo”, explica Claudia; el pueblo se quedó con tan solo 900 habitantes. La Cooperativa de Trabajo Pipinas VIVA nació en 2003. “Poco a poco le fuimos dando forma al grupo y a la idea. No fue fácil con la Municipalidad, les decíamos que queríamos recuperar el hotel y el club para hacer turismo comunitario y nos trataban de locos”, agrega. El sentido de resistencia de Pipinas se templó en esos días. Finalmente, en noviembre de 2004 les hicieron entrega de ambos predios; ese verano lograron llenar la pileta y ofrecieron alojamiento en casas de familia, mientras ponían en valor el hotel.

El primer turista que llegó se quedó a vivir en el pueblo.

“El sentimiento es de paz, tranquilidad, naturaleza. Seguridad. Decidí que mi hijo crezca acá, en esta comunidad, donde podemos encontrarnos con nuestro ser; en las sociedades urbanas no nos vemos, acá hacemos ese ejercicio todos los días, de vernos, de oírnos”, resume la vida en Pipinas, Juan Silvero, testigo de la recuperación y profesor de Filosofía. La Cooperativa incluyó a todo el pueblo. El hotel se convirtió en el símbolo de una resurrección inesperada pero planificada desde el corazón mismo de la comunidad. Las claves para la resurrección del pueblo siempre se asentaron en los pilares del sentido comunitario y cooperativo.

“El hotel se abastece con productos de Pipinas”, advierte orgullosa Yamila Aparicio, presidenta de la Cooperativa. “Comercializamos la tranquilidad. Aprovechamos las habilidades de los vecinos, las pastas, las facturas, los pastelitos; el hotel les da trabajo a todos. Somos asociados en las ganancias y en las pérdidas”, afirma. El escenario es alentador: un predio con una pileta, una arboleda tupida que asegura sombra, lugar para acampar y todo el horizonte para contemplar. El hotel está en un bulevar de álamos que se unen formando un túnel natural. Es el sitio ideal para recorrer el Museo a Cielo Abierto, un conjunto de murales que invitan a conocer esta localidad donde todos saludan.

El turismo comunitario nace todos los días con cada despertar, con una charla en el desayuno. Los empleados del hotel forman una familia que incluye a los pasajeros durante el tiempo en que estén. El pueblo también tiene esta impronta: todos los emprendedores exhiben sus productos a un costado de la ruta, donde hay una réplica a escala real del cohete Tronador II. Pipinas es considerada la “NASA argentina”. Frente al hotel y en las instalaciones en donde estaba la fábrica, se halla el Polo Espacial Punta Indio; a pocos kilómetros de aquí se lanzan estos inmensos cohetes que intentan producir soberanía satelital. El río, a 20 kilómetros de Pipinas, es un plan encantador para disfrutar del Parque Costero, una reserva mundial de biósfera. “Somos una familia, vivimos en un country a puertas abiertas”, resume aquel primer turista que se enamoró de un pueblo que recibe a todos con los brazos abiertos.

La recuperación de Pipinas iluminó el camino de muchos pueblos que transitaban, y aún lo hacen, por la cuerda floja; pequeñas comunidades que se presentan como un mapa apenas iluminado por el desarrollo, que sobreviven en un tiempo que les ha dado la espalda. “Estamos nucleados en el movimiento Pueblos que Laten, que surgió en 2005 por iniciativa de vecinos de Pipinas, La Niña, Timote, Quiroga, Mechita, La Limpia, Azcuénaga, Bavio y Arroyo del Medio, entre otros que adhirieron a su formación”, comenta Claudia. La clave fue saber que en la unión estaba la fuerza. “Desde 2003 nos encontramos en diferentes espacios para debatir y reflexionar sobre problemáticas comunes, compartir experiencias, sumar esfuerzos y construir consensos acerca de una situación que nos atraviesa: el constante despoblamiento, la pérdida continua de servicios públicos esenciales, la falta de inversión pública y la falta de oportunidades”, resume.

Pueblos que Laten –que propuso, pensó, diseñó y redactó el programa de turismo comunitario Pueblos Turísticos, en 2005– formó una familia de pequeños puntos en el mapa, silencios que se comparten, horizontes olvidados que pretenden continuar existiendo en el mundo de la paz, el trabajo y la calma. Construyen soberanía rural y llevan adelante la revolución silenciosa que hace crecer la luz de la esperanza que ilumina los caminos rurales.

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera

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