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Tres Picos, un pueblo que vive del sol

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“Nosotros acá no contamos las horas, vivimos nomás”. Es la reflexión más verdadera para definir la realidad en la que está inmerso este pueblo melancólico, recostado en la serranía bonaerense. La pureza de la soledad y el aire abrazan al visitante. Se accede por la Ruta Nacional 33, en el partido de Tornquist. Viven menos de 100 habitantes que no necesitan mucho, la belleza de su entorno alimenta un carácter soberano a los trespiquenses. El pueblo vive alrededor de una estación de tren solitaria que ve pasar el tren, aunque ya no para. “Estoy casado, pero separado. Me han cambiado por otro”, confiesa Rubén Maccari, sin ningún problema; su casa está rodeada de animales y vegetación nativa. “Prefiero vivir solo, total tengo las sierras bien cerca”, señala el horizonte.

Rubén ha perdido la cuenta de cuántos años tiene (supongo unos ochenta para arriba), pero recuerda el día en que nació: un 12 de octubre. “Colón me trajo”, bromea. Tiene la vitalidad de un joven y un total control de su campo, además del don de comunicarse con los animales. Hasta las aves parecen oírlo y seguir alguna directiva que él dicta. En un lenguaje hermético y telúrico, les habla a las ovejas y ellas vienen como si fueran hijas llamadas por su padre para oír alguna lección. Dos perros escuderos lo ayudan, pero, con un gesto y una orden, corren hacia alguna parte del campo, donde siempre hay tareas por hacer. Rubén es una extensión de esta tierra; el viento y el frío han curtido su piel. La nieve es común en los inviernos.

Es soguero en sus tiempos de ocio, que son pocos en el campo: a las ovejas, las gallinas, los perros y los chanchos hay que darles de comer todos los días, arrearlos, curarlos. A un costado de su casa, está su taller. Un pequeño galponcito donde se arriman miles de cueros y elementos rurales. Mientras me muestra un tiento, recuerda los días en los que había 600 habitantes en el pueblo, donde hoy quedan tan pocos. Tren, hotel y tres almacenes de ramos generales. Todo eso había. Hoy, las ruinas de aquello y algunas casas. Pero de a poco la paz de esta aldea atrae a los que quieren cambiar de vida. Bahía Blanca está a una hora, al sur. La calidad de vida de Tres Picos es única. El pueblo verdaderamente parece haber salido de una postal alpina. Los inmensos terrenos ferroviarios producen un efecto sedativo. No se ven los límites del pueblo. Parece infinito, como inconmensurable es su encanto. No se perciben rasgos del mundo urbano. Aquí son tan pocos los seres humanos que caminan que podría bajar un ser de otro mundo o tiempo y, si se le preguntara qué especie es la dominante, dudaría entre los perros, los árboles, los humanos y las ovejas. Algo es constante: el viento del sur provincial que peina los pastizales. A pocos metros de aquí, baña y refresca la tierra el arroyo Napostá Grande; el agua, cristalina, que baja de las sierras, se traslada salpicando el pasto en un lenguaje mesurado y secreto.

“Ahora tenemos más fauna que gente”, resume Rubén. En su valle, este caserío amplio y dilatado, que está dividido por las vías del tren, es una agraciada comunidad en donde es inevitable no sentirse intimidado por la omnipresencia de esos cerros bañados por la luz dorada del atardecer. Tres Picos es un pueblo con espacio. La naturaleza tiene una fuerza propia acá. El Tres Picos, que se ve cerca desde aquí, es el cerro más alto de la provincia, con 1.329 metros de altura. Es el Everest de Buenos Aires.

Las casas del pueblo, en contraste, son bajas, lindas y llamativas. Cada una tiene un jardín florido y los fondos dan directamente a las sierras. Graciela Berth es una vecina que ama a su pueblo. Me espera sin apuro en la Delegación Municipal. Me dice su edad, pero parece mucho menor. “Es el viento serrano”, me explica. Algo de verdad debe de haber. Desde que llegamos a Tres Picos nos sentimos más livianos. “Todos los habitantes tienen agua caliente por energía solar. Es el primer pueblo ciento por ciento termosolar”. Graciela señala con orgullo los techos, en cada casa hay instalado un termotanque solar. “Acá tenemos mucho sol, todo el año. No tienen costo de mantenimiento, y dan muy buena agua caliente, gratis. Están todos contentos”, sostiene. La idea debería imitarse en todos los pueblos del mapa, provincial y nacional.

En Tres Picos, como en todos los pueblos, está el Club Sportman. Una vez al año se realiza una jineteada. Hay una escuela con jardín, primaria y los dos primeros años de la secundaria, y un transporte escolar gratuito lleva a los jóvenes a Tornquist todos los días para continuar sus estudios. En Tres Picos hay un par de negocios que proveen de todo aquello que una persona necesita para vivir. “No tenemos por qué salir”, me dice Graciela. Caminamos por el pueblo. Es imposible dejar de ver las sierras, con su ondulante encanto, y también, más allá de las vías del tren, el fondo de la provincia, donde la llanura patagónica se avecina y asume su inmenso dominio. Entramos a la estación de tren, donde funciona una biblioteca. Moderna. Cómoda y muy luminosa. En sus estanterías están las últimas novedades de la industria editorial. Los socios pueden llevarse los libros a su casa. Hay servicio de internet. Tres Picos podría aislarse del mapa y continuar siendo el pueblo ideal.

“Revisando papeles encontré los planos originales. Son de Salamone”, me comenta Graciela. Si algo le faltaba al pueblo era tener una obra de Salamone. Su pequeña Delegación es de él. Acaso se trate de su diseño más pequeño. Es una perla que hace brillar más al pueblo que vive del sol, donde el aire puro de las sierras hace rejuvenecer y en donde quedan cada vez menos terrenos a la venta; se corre la voz de que es uno de los lugares más bellos de la provincia. Esa voz dice la verdad.

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera

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