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Doña Irma y su hotel de pueblo

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En los hoteles de pueblo siempre hay aroma a café con leche, pero hay uno que solo es posible sentir dentro de estas paredes acostumbradas a recibir viajantes que hojean cuentas que nunca cierran en libretas de espiral o novios que visitan a sus prometidas con las horas contadas, antes de regresar al cruce a esperar el colectivo. Doña Irma hace cincuenta y nueve años que atiende este hotel que lleva su nombre, y que está en Las Marianas, Navarro. Recibe peregrinos de todas partes para probar los ravioles caseros que hace los domingos, porque lo que más le importa es eso: dar de comer a sus pasajeros y, de paso, a todo aquel que se arrime. León Gieco fue uno de sus ilustres comensales. Una vieja radio emite unas canciones acorazadas en la melancolía. El tiempo, tal como se conoce, no entra en la posada.

Irma no tiene edad, el hotel y ella son lo mismo. Sus pasos van de la cocina –su lugar en el mundo– al mostrador, donde cae una luz cenicienta; un libro de pasajeros, viejo como el tiempo, sostiene el espíritu del hospedaje. A un costado de la ventana hay un aparato telefónico que semeja el dispositivo de un submarino; “Anda cuando quiere”, advierte. Hay docenas de cuadros en el salón de entrada de este hotel que abrió sus puertas en 1950. Aquí se come y se sirve el desayuno, también se usa para ver pasar la tarde, apurando alguna caña. “En el pueblo había más de mil y pico de habitantes, y pasaba el tren”, confirma. La estación está enfrente, una calle de tierra y una arboleda le dan un marco nostálgico a este viejo hospedaje que ha resistido el paso de los almanaques y acompañado el crecimiento de un pueblo típico de la campiña bonaerense, de calles arboladas y niños en bicicleta paseando por ellas.

La actividad en un hotel de pueblo es silenciosa, pero continua. Siempre hay alguien que necesita pasar una noche. “Tengo gente fija, por lo general viajantes que se quedan. O gente que no puede salir por la lluvia”, explica Irma mientras otea el humo que sale de una olla. La cocina está en el medio del edificio, entre el comedor y el salón del fondo, que es un espacio donde se distribuyen las cinco piezas que tiene el hotel; en un rincón hay un mueble de cocina con una colección de Selecciones que termina en la década de los setenta. A un costado, con pulcritud, sobre una mesa, están ordenados tazas y vasos, que brillan. Una fuente, servilletas y el atrayente murmullo de un cuchillo picando –acaso perejil, morrón– en una tabla, que se oye como un mantra criollo. Un almanaque de mayo de 1984 todavía está vigente en la pared.

El hotel posee el ritmo del pueblo. Las Marianas tiene 500 habitantes, y el movimiento se acelera al mediodía y a la tardecita, cuando la gente sale a comprar provisiones; luego, las palomas bajan a las veredas a pellizcar algo que nunca se ve y el estridente ruido de los ciclomotores se oye cruzando por la plaza. “Somos muy unidos, nos conocemos todos”, afirma Irma, quien recuerda que al hotel lo compró su suegro, lo atendieron junto con su marido, pero, con la ausencia de él, solo están ella y su hijo. Toda su vida estuvo consagrada a la cocina. Los pasajeros reciben pensión completa, desayuno: café con leche, pan con manteca y dulce de leche. Mucho pan. Almuerzo y cena, lo que Irma decida. Ella es el menú. Su cocina está bien consagrada en recetas familiares.

Los viajantes, principales clientes del hotel, son una raza de hombres de la que se nutren los pueblos. Estos vendedores son el puente entre la comunidad y el mundo exterior, ellos traen los rumores que luego serán temas obligados en el almacén La Media Luna, a pocas cuadras de aquí, y en la panadería. El viajante es un comunicador social que transmite una certeza aunque no sea verdad. Muchas veces y durante décadas hacen las mismas rutas, entregando los mismos productos que cambian de etiqueta con los años. Irma tiene varios que se quedan para probar los ravioles, que tienen fama regional. A pesar de que nadie conoce mucho de sus vidas, ellos conocen todas las de sus clientes. Su oficio los obliga a tener una libreta, una birome azul de trazo grueso y un sobre de cuero con alguna calcomanía publicitaria.

Cuando el sol baja, las luces del hotel se encienden; suaves, con poca intensidad, muestran lo necesario; a veces la soledad es ciega. En estos hospedajes el pasajero disfruta del techo y la cama, comodidades que en un pueblo saben a mucho. “Si el camino está bueno y no ha llovido, por ahí viene gente, comen algo y se van a caminar por el pueblo. Pero a veces no anda nadie”. Irma tiene que dejarnos: el estofado es un lenguaje riguroso que solo ella entiende; la llama. La olla tiene una prioridad aquí, la conversación puede esperar. Oímos que vendrán dos viajantes, afuera la noche es cerrada y estrellada.

Acaso ese almanaque que mostraba el mes de mayo de 1984 tenga razón. En estos viejos hoteles el tiempo es un pasajero perezoso, que gusta de servirse de la tranquilidad que florece en las esquinas del pueblo.

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera

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