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Germania, un pueblo modelo de la frontera

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Germania podría separarse del mundo y no sentir ninguna consecuencia. Es un pueblo modelo. “Acá son todos brotes de un mismo árbol”, asegura Alberto Ocampo, el delegado municipal, caminando por la calle seguro de sí mismo y de su trabajo, mientras saluda a todo el mundo. Nada falta y todo está en su lugar: hay hospedaje, comercios abiertos y gente alegre comprando. Germania, que se encuentra en el partido de General Pinto, tiene centro de salud, servicios y, por sobre todas las cosas, las ganas de sus habitantes de permanecer allí. La pertenencia al lugar parece resignificarse en este pueblo al borde de caerse del mapa, donde la provincia de Santa Fe y sus modismos se sienten en cada conversación.

Es un pueblo de frontera. Nació así y lo sigue siendo. Para llegar a Germania hay que acercarse hasta el confín del noroeste de la provincia de Buenos Aires. Una llanura salpicada de neblina y desolación nos recuerda que estamos cerca del horizonte. El noroeste bonaerense tipifica un habitante distante de los rasgos que comprometen el perfil provinciano. La sensación de estar lejos del centro cartográfico y de toma de decisiones, y a la vez tan cerca del límite del mapa, crea un poblador resistente, que se apega algo más a las tradiciones y que siempre tiene la vista en el horizonte, en ese Finisterre pampeano que acompaña y contiene.

La ruta solitaria a veces nos muestra tranqueras con huellas que dan a estancias que se levantan como islas rodeadas de arboledas; las enormes extensiones de tierra producen aquí la sensación de grandeza de la pampa gringa. No parecen tener fin el camino, ni el pastizal. Hasta que llegamos a una entrada custodiada por longevos e imponentes eucaliptos. Una estructura metálica ferroviaria es usada como plataforma donde poner el nombre del pueblo. Estamos en Germania.

Contra toda suposición, no hay alemanes en el pueblo. El nombre proviene de una antigua estancia que estaba cerca del primitivo caserío. En esta vasta llanura que rodea a Germania el campo fue un escenario ideal para la ganadería. Una empresa láctea le dio vida al pueblo, pero en la década de los noventa una multinacional la compró y luego la cerró, dejando sin trabajo y sin perspectivas a toda Germania. Aún hoy permanecen resabios de aquel cierre. “Hubo gente que trabajó más de sesenta años y quedó en las vías”, nos cuenta Alberto, quien también trabajó en la fábrica junto a su padre.

Germania tiene 1.400 habitantes, muchos de ellos entran y salen de la panadería, de la librería y del mercado y dan muestras de un pueblo muy activo. “Acá está Coco en su hábitat”, nos presenta al verdulero del pueblo, rodeado de verduras y frutas coloridas y frescas, que invaden el aire con azahares que marean al desprevenido acostumbrado a los productos sin sabor de la ciudad. Antes de salir nos despedimos de la cajera. “No tengo internet, prefiero tejer”, reconoce con alegría. Seguimos caminando; Alberto, quien además es el entrenador del equipo de fútbol local, nos muestra el natatorio municipal, grande, nuevo, pintado. “En verano es una fiesta, todo el pueblo viene a la pileta, todo totalmente gratis”, refiere.

La vida del interior posee el encanto de lo simple y allí vivir cuesta menos. La percepción que se tiene es que despertarse todos los días en un pueblo como Germania provoca tranquilidad y felicidad. Hay jardín, escuela primaria, secundaria, escuela agraria y un hospital con todas las especialidades que necesita una persona para vivir sin tener que ir a la ciudad. “Abunda la paz”, reconoce Alberto mientras nos abre la puerta de la antigua librería del pueblo. “Casa de los primeros diarios del pueblo. Había que tener paciencia, pero llegaban”, afina sus recuerdos.

“Tenemos algo especial en el pueblo que nos hace diferentes. El tercer fin de semana de noviembre se hace la Fiesta de la Vaquillona Asada con Cuero germaniense”. La particularidad es que cortan al medio las reses y las asan a fuego lento durante toda la noche del sábado, y recién al domingo al mediodía las comen en medio de una fiesta multitudinaria.

De todas maneras, Germania no escapa a la realidad que se vive en el campo. “Han cerrado cerca de 40 tambos, cada vez hay menos mano de obra, la soja ha cambiado todo y ha enterrado todo”, reconoce el encargado de que todo en el pueblo esté funcionando. Ser delegado no es tarea fácil, porque es un trabajador que, cuando es bien elegido, resume el espíritu del pueblo y lo protege. Sus vecinos confían en él porque es uno de los suyos. Esa responsabilidad es grande y de tiempo completo.

Es mediodía y, como se acostumbra en los pueblos, es hora del vermú. Sagrada y cardinal, la rosa de los vientos traslada a los caminantes a las puertas del boliche El Paisanito. Si al entrar a un boliche lo primero que se siente es un silencio de misa, es porque el lugar reúne especiales características. Hay una mirada que se enfoca en nosotros y solo se ablanda cuando Alberto nos presenta a Hugo Gudiño, “El Paisanito”. Con un apretón de manos se termina el silencio y todo vuelve a la normalidad. “Envejecí acá”, reconoce sin resignación. Tiene ochenta y un años y hace cuarenta y siete que está detrás del mostrador. Su mujer, Delia, atiende el ramos generales que está al lado y es conocida hasta Santa Fe por hacer las mejores y más sabrosas empanadas de la región, título comparable al de jefa de Estado. “Vienen a buscarlas de otros pueblos”, se enorgullece. Delia y El Paisanito se miran y sonríen, son compañeros de la vida, uno no se concebiría sin el otro. “Tenemos una mesa especial para las mujeres que vienen a jugar al chinchón los jueves”, nos señalan con orgullo. Estos boliches de campaña son tan necesarios como el flamante hospital: si este cuida la vida, los primeros contienen y sanan el alma.

Almorzamos en uno de los hoteles del pueblo, el Argentino, viejo pero digno. Sus baldosas tienen los pasos de miles de viajantes que han pasado por aquí buscando una cama salvadora antes de seguir camino. Nos atiende su dueño. El plato es fundacional: milanesas de ternera con huevos fritos, de yemas casi rojas. Un póster de una ciudad italiana, un mueble con revistas viejas y una guía telefónica, una planta que se mantiene a aire y los vidrios de colores de la galería recrean un espacio sofocado por historias. Somos pasajeros de un tiempo en el que los hoteles no tenían wifi y había que usar los dedos para discar buscando una comunicación que muchas veces moría en el intento.

El mundo actual no entra en pueblos como Germania. Enhorabuena que aún firmemos los libros de pasajeros en hoteles donde todavía podemos estar solos, sintiendo el olor a una comida que pronto será servida.

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera

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