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Piñeyro, un pueblo refundado por un club

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La ruta provincial 67, en este tramo de tierra, pasa y corta en dos el pueblo; las camionetas lo cruzan a velocidad, levantando una polvareda que le agrega nostalgia a la postal: de un lado la estación de trenes y del otro la escuela, el almacén de ramos generales y el Olimpo Football Club. Piñeyro tiene menos de treinta habitantes, pero su corazón late fuerte: Sergio Dean y un equipo de soñadores se ha propuesto refundarlo de la mano del club. Conozcamos su sueño.

Llegamos al pueblo al amanecer. La dorada luz solar refleja tonos esperanzadores, las sombras se hacen largas a esta hora, pero se trata de sombras con fuerza, que abandonan el frío de la noche para pasar a la tibieza del día. Sergio es ingeniero agrónomo y ama la tierra donde nació; si le dieran todo el oro del mundo, lo rechazaría: su padre, quien trabajó toda su vida en el club, antes de irse a un mundo mejor, le dio una herencia, acaso la mejor que un hijo pueda recibir, además de la honra y el don de gentes. Le dijo: “No me abandones el club”. Por eso su mayor riqueza la alcanzará cuando el club haga revivir a Piñeyro, este pueblo que se asemeja a una ilusión. En el aire algo nos dice que falta poco para que eso suceda.

Sergio nació en el pueblo y vivió su infancia a un costado del club; su madre fue la directora de la escuela y su padre siempre trabajó en el campo y apuntaló el club. “Antes, el pueblo era otro, había dos talleres. Llegaban los frutos del país, cueros, lanas. Estaba el almacén, completo, con ferretería y despacho de bebidas. Llegaban las revistas; mi mamá me mandaba a comprar el Anteojito y La Nación. Pasaba el tren, paraba, dejaba cosas, encomiendas, y después seguía; había mucho movimiento, y en el centro de todo estaba el club. Acá se festejaban las fechas patrias, los cumpleaños, la‘ Navidad y el Año Nuevo. Antes la gente no viajaba y todo lo hacía en el pueblo”.

En aquellos años, nuestro país creció desde adentro hacia afuera; la fuerza, el motor y el eje se movían porque en los pueblos como Piñeyro se producía y se trabajaba de sol a sol, pero esto no impedía que las fiestas se hicieran y el goce era puro y simple.

La historia de la familia de Sergio es una muestra de cómo se hizo esta tierra que se identifica bajo el nombre de Buenos Aires. Su bisabuelo vino desde Lugo y, como todo gallego, escapó corriendo de una hambruna sin igual. Se aquerenció en Líbano, partido de General La Madrid, a pocos kilómetros de aquí, y un paisano le prestó dinero para comprar 800 hectáreas, que pagó a los seis años. “Venían de España de pasar hambre y de repente se hacían de 800 hectáreas de campo. El bisabuelo y el abuelo tenían fábrica de quesos. San Leoncio era el nombre del queso”. Él fue fundador del club y aquel campo aún lo tiene la familia, algo más chico. Aquella gesta emociona a Sergio. “La gente vivía más en el campo, las estancias tenían mucho personal, y todos vivían con sus familias, entonces los niños iban a la escuela, el almacén se llenaba, las calles del pueblo estaban con gente”, manifiesta mientras detrás de él, por un gran ventanal, la escarcha de este invierno duro le regala una imagen desesperanzadora: Piñeyro y la soledad.

Ese proceso que puede llegar a ser frío e inhumano, llamado “progreso”, llegó al pueblo, es historia sabida: la baraja pasa de mano, se va el tren, aparecen el camión, las rutas, y sobrevolando todo, siempre, el abandono del Estado. “El productor chico no ha podido subsistir. Con 70 hectáreas, a una familia tipo con dos hijos se le hace difícil subsistir, y entonces es más rentable arrendar el campo o venderlo. Los chicos dejan el pueblo y son muy pocos los que regresan; cuando me fui, yo lo hice con la convicción de volver. Acá se trata de no perder la identidad”, se atrinchera Sergio.

Los casi 30 habitantes del pueblo saben que pertenecen a otro tiempo, y forman parte de la familia y la realidad rurales. Sergio ama el campo, es consciente de que estas pequeñas comunidades tienen la clave para que nuestra sociedad sea más justa. “Me invade una tristeza muy grande cuando veo un campo abandonado, tranqueras tiradas, alambres rotos, una casa cerrada de donde debería estar saliendo humo de la salamandra. Económicamente mi campo no me conviene, a lo mejor debería dedicarme a mi profesión y quizás hasta venderlo. Pero yo sigo con lo que se hizo toda la vida en el campo, tengo mis animales, tengo mis cosas. Muchas veces lo he hablado, y cuando me cuestionan, digo: ‘A vos te gusta viajar por el mundo y a mí me gusta mantener el campo’”.

Su trabajo es recuperar el club, que le dará a Piñeyro movimiento y proyectos. Para que esto suceda, pone el foco en los niños. “Acá adentro, cuando hacemos fiesta, hay 300 personas; cuando yo era pibe acá veníamos a jugar. ¡Tenemos que mostrárselo a los chicos! Hace poco hicimos una cabalgata y fueron felices jugando y andando a caballo. No podemos dejar que el club se venga abajo, es importante que los chicos de la ciudad sepan que acá pueden venir a ver el sol, a mirar el horizonte”.

La idea de refundar el pueblo se completa con recuperar la estación de tren y el viejo almacén de ramos generales, que se halla cerrado pero en muy buen estado. “Hace falta que alguien con ganas venga a trabajar y que lo abra”. El lugar es único para quienes desean un cambio de vida. La gesta es grande para aquellos que eligen la vuelta a las raíces. Como hace un siglo, está todo por hacerse, aunque con algunas etapas ya realizadas: hay caminos, conectividad y el beneficio de saber que en la gran ciudad la vida ya no es tan atractiva. Antes la quimera era poder algún día vivir en la metrópoli; ahora, aquello mutó y la seguridad de alcanzar la felicidad se encuentra en las pequeñas localidades como Piñeyro.

“Apurado no podés hacer nada”, advierte Sergio: los sueños se cocinan a fuego lento. Sabe que la gastronomía es la puerta por donde entran las posibilidades. “Es famoso el asado de Piñeyro”, afirma y al despedirnos nos revela el misterio: “El secreto de un asado: paciencia y tener tiempo; apurado, nada. Se hace a la cruz, con buena leña, de eucalipto. Hay leña que es buena para llama, pero no para brasa. Es necesario mantener una llama constante, con palos pequeños, empezar de lejos e ir llevándolo de a poco hasta el fuego. Esto se hace a ojo, manejando el fuego; tenés que estar tranquilo. La gente tiene que esperar hasta que el asado esté hecho, no se puede hacer un asado con horario”, concluye.

Afuera, la helada poco a poco se derrite bajo la amabilidad de un rayo de sol.

Desconocida Buenos Aires. Historias de frontera

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