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VIII
ОглавлениеFigueres y Perpignan han sustituido a Portbou y a Cerbère. Ambas se van trasformando en un recuerdo cada vez más lejano. Dos puntos neurálgicos prácticamente abandonados, dos vestigios de un pasado remoto, dos manchas desfiguradas entre collados y senderos, dos sombras. Eso es lo que son. Sobreviven gracias a un ancho de vía, pero en cuanto ese ancho de vías desaparezca, en cuanto ya no exista la obligación de cambiar de trenes, todo lo que está a su alrededor desaparecerá para siempre. Por eso me vino a la mente aquella frase de W. G. Sebald. La construcción de esas edificaciones escondía en su interior un terrible peaje. Una trampa. Quién podía imaginar que el progreso, o lo que se creía como progreso, traería el germen de su propia destrucción. Muchos regalos se envenenan con el paso del tiempo, y sin embargo seguimos dejándonos llevar por el entusiasmo, por ese delirio de lo nuevo, aunque lleve inscrito en algún pliego oculto el acta de su propia defunción.
Aún es pronto para saber qué ocurrirá con Portbou o con Cerbère. O quizás sea demasiado tarde y apenas existan posibilidades de enmendar lo sucedido. Sólo el tiempo podrá explicarnos algo. No obstante, es el presente quien nos llama. El único al que podemos acceder a pesar de todo. No existe más certeza que esa. Y mi presente, justo en el lugar donde me encontraba, se reducía a una terraza por la que no pasaba nadie. Absolutamente nadie. Tenía razón Teresa y tenían razón algunos de los habitantes de Portbou con los que charlé durante aquellos días. Alguien se había inventado un pueblo para luego abandonarlo.
No creo que Sebald pensara en la estación internacional de tren de Portbou. Ni siquiera sé si alguna vez visitó el pueblo. Sin embargo, sé que su lectura hubiera encontrado allí un lugar idóneo, porque Portbou era uno de esos edificios que al llegar a cierto tamaño estaba condenado a su propia destrucción.