Читать книгу Un final para Benjamin Walter - Álex Chico - Страница 18
XI
ОглавлениеEsperé hasta el uno de noviembre para visitar el cementerio. Supongo que esa demora fue el resultado de una especie de superstición literaria. Pensaba que una visita justo ese día me iba a permitir sumar una mayor intensidad a lo que pudiera encontrarme una vez que estuviese dentro. Imagino que así fue, porque conservo un buen número de notas en mi cuaderno.
Las vistas de la bahía eran cada vez más espectaculares a medida que avanzaba por el camino que bordea la montaña. Me detenía de vez en cuando y miraba lo que quedaba bajo mis pies: el paseo marítimo, la combinación de viejas y nuevas construcciones, las pequeñas embarcaciones varadas en la costa, la torre de la iglesia. Veía un pueblo sitiado por las últimas montañas del Pirineo y por el mar que comenzaba a ensancharse hacia Francia.
No me cuesta traer de vuelta ese escenario. Apenas necesito revisar las notas o las fotos que debí tomar mientras subía. Es algo que consigo actualizar en el presente sin excesiva dificultad. Hay lugares que se nos quedan fuertemente grabados en nuestra memoria, una serie de imágenes que guardamos en nuestro interior y nos acaban sirviendo como fe de vida. Cerramos los ojos y eso que vemos nos desplaza a otro sitio distinto, un recuerdo que reaparece con tal intensidad que, por un momento, logra separarnos del punto exacto donde nos encontramos, como si hubiéramos cobrado el don de la ubicuidad. Eso es lo que sucede cuando mezclamos memoria e imaginación. Las imágenes se disparan con tanta fuerza que conseguimos estar en todas partes. Aunque sea por una mínima fracción de tiempo.
En Portbou no hay solo un cementerio, sino dos. Uno religioso y otro laico. Me lo había comentado Xavier, a quien conocí una tarde en la terraza del Juventus, uno de los pocos hoteles, si no el único, que abre en invierno. Se encuentra en una pequeña calle, aunque en el callejero aparece como avenida. Frente a él, un solar abandonado que sirve de aparcamiento. La avenida desemboca en el paseo marítimo, como casi todas las calles del pueblo.
Xavier fue una de las primeras personas con las que hablé en Portbou. Era un hombre jovial, amable, empático. Para alguien que viaja solo y que intenta trazar una composición del lugar en el que se encuentra ese tipo de reuniones son casi una bendición. Se trata de un favor mutuo, porque siempre hay quien desea explicarte cosas que, sin un interlocutor entregado, acabarían por olvidarse. Un trato justo y una transacción muy sencilla a la que suele prestarse quien elije viajar sin compañía alguna. La conversación fluye con facilidad, de manera extremadamente natural, con la seguridad de estar explicando algo que al otro le parece indispensable. Todo cuenta, cualquier mínimo detalle, cualquier recuerdo. Todo es un material valioso, porque cada evocación, por insignificante que parezca, tiene una importancia superlativa. Cada dato que se añade o cada evocación que se trae de vuelta nos sirven para entender mejor lo que tenemos delante. Una memoria viva que no aprendemos en las páginas de un libro, sino ahí mismo, en el sitio exacto donde se entrecruzan lo narrado y el lugar donde sucede, una de esas simbiosis que cuando ocurren tienen algo de invocación y encantamiento.
Los recuerdos de Xavier se agolpan, se mezclan unos con otros. Comenzó hablándome del cementerio laico y con él retrocedió a sus juegos de infancia, a una fosa común fuera del cementerio en donde se juntaban algunos niños del pueblo para desenterrar huesos. Un juego macabro y una lección inmejorable de biología. Dudo que exista un pasatiempo más eficaz para que un niño comience a comprender lo que significa la muerte. Hoy esas fosas están a salvo, pero la memoria de aquellos juegos perduraba en Xavier. También el acceso al cementerio laico, al que solo podía llegar campo a través. Ahora ambos cementerios están conectados, antes no. En otro tiempo el cementerio laico quedaba fuera del camposanto. Ese era el lugar al que destinaban a los proscritos, a los apóstatas y masones, a los suicidas. Un arrabal de la propia muerte en el que, me explicó Xavier, estaba enterrado su tío, por su decidido anticlericalismo. Me pregunto qué clase de ideas pueden gestarse en un niño que visita a un familiar cuyos restos no forman parte del cementerio común, sino de otra clase de eternidad, una eternidad expatriada, marginal, un segundo destierro que le arroja aún más lejos que el resto de cadáveres. Quizás por eso visité el cementerio laico en primer lugar. Supongo que subí allí directamente por cumplir una especie de tributo, de homenaje. O tal vez porque la historia de Xavier era nueva, y la novedad, cuando está a nuestro alcance, siempre es un buen reclamo.
Observo ahora unas cuantas fotografías que tomé mientras caminaba por los pocos pasillos del cementerio laico. Las lápidas tienen inscritas símbolos masónicos, dibujos de escuadras y compases cruzados. A su lado, algunas flores y piedras. Todos esos emblemas les proporcionan una existencia distinta, una alegoría de la vida y de la muerte que escapa por algún lado y se dispara hacia un sitio diferente, mucho más recóndito y extraño. Aún más desplazados, más fuera del mundo, como si quedaran sujetos a una duda que no puede resolverse y nos hicieran creer que su espíritu, o lo que quede de ellos, consigue vagar por un lugar remoto, no ausentes del todo, sino manteniendo una presencia difusa, fantasmagórica, etérea, como fosas cavadas en el aire. Bastan unos pocos símbolos para disparar nuestra imaginación, unas pocas inscripciones para difuminar los límites que separan una existencia de otra. Y aunque a mí siempre me haya resultado muy difícil aceptar la posibilidad de una vida ultraterrena, reconozco que revisando esas fotografías y leyendo nuevamente los nombres ahí inscritos me sobreviene algo parecido a la fe, a la esperanza. No una esperanza o una fe que tengan que ver forzosamente con otra vida. Me refiero a una especie de confianza en el ser humano, en su capacidad para crear imágenes que le sirvan de consuelo, en la imaginación que despliega para afrontar aquello que no comprende del todo. Una esperanza que radica en la fabulación, en el mito, en esas leyendas que explican lo inexplicable y nos mantienen un poco más vivos, asumiendo la ficción y la mentira como una fórmula para ser algo mejores de lo que realmente somos. Para alargarnos y extendernos sin final, porque es imposible concluir lo que no tiene origen, lo que carece de un principio concreto, definido, inapelable.
Estar frente a esas tumbas y detenerme en ellas ahora, en la pantalla del ordenador, es una constatación de eso mismo. La prueba de que si algo hemos aprendido durante tantos años es a perpetuarnos de otra forma. Una manera más humana y también más frágil de no desaparecer del todo, porque ahí reside uno de los cometidos más exclusivos del ser humano, en su voluntad casi obsesiva de evitar que las cosas se evaporen sin que nadie lo note. Como esas lápidas que veo justo en este momento, como los apellidos inscritos sobre el mármol y la piedra: Lloveras, Brugués, Basach, Valls. Alguna de ellas, no sé cuál, es la del tío de Xavier.