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XVII

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Llegué a las antiguas aduanas varios días después. Si me acerqué más tarde, no fue por falta de curiosidad, ni por preferir otros emplazamientos más cercanos. Imagino que, ya por entonces, intuía que ese lugar encerraba demasiadas cosas y que quizás aún no estaba preparado.

Subí a pie, siguiendo la carretera. De tanto en tanto echaba la vista atrás y me detenía a observar el paisaje desde algún punto elevado. A mi espalda, no sólo quedaba un pueblo, una pequeña bahía entre montañas, sino algo distinto, un sendero escondido que se escapaba por algún punto y se despedía entre vertientes y acantilados. Detrás estaba Portbou y con él un país y la historia que lo acompañaba.

El Coll de Belitres marca el punto limítrofe entre un territorio y otro. Más que una frontera es un museo de la memoria, un testimonio de primera mano que nos atrae hacia el pasado, aunque de todo aquello no queden más que unos cuantos paneles con fotografías, algunos símbolos franquistas y unos cuantos edificios ruinosos y abandonados. El mísero estado de las instalaciones, de las ruinosas oficinas que funcionaron como aduanas, de los decrépitos edificios que albergaron comercios o bares, nos volvía a remitir en última instancia a nuestra realidad más inmediata. Un presente sin memoria que ha perdido su interés en lo que sucedió hace poco tiempo, mucho menos tiempo de lo que imaginamos. Esas construcciones casi deshechas eran la consecución de un viejo vicio, el de abandonar algo para que no nos genere complicación alguna. Quizás resulte más cómodo aparentar que no se sabe nada, porque así nos ahorramos tener que dar explicaciones.

Poco antes de cruzar la frontera, justo en frente de la antigua aduana, se conserva un símbolo construido durante el franquismo, un pequeño monolito situado en la ladera de la montaña. Las piedras apiladas aún mantienen visibles una cruz. Hay algunas letras y una cifra en la base, pero no sé decir exactamente qué significan. Las piedras también se oxidan, y ese color que nace en ellas va borrando cualquier rastro anterior. A un lado del monolito, un panel nos ofrece, en cuatro lenguas distintas, la siguiente explicación: «El régimen franquista impulsó una política conmemorativa en todos los rincones del Estado español que se traducía, a menudo, en la construcción de recintos y monumentos simbólicos que rememoraban su victoria. El objetivo principal era dejar huella para la posteridad de sus supuestas gestas y erigir un nuevo imaginario colectivo que borrara el legado republicano. En el marco de esta memoria oficial franquista, entre 1939 y 1949, se instaló en el Collado de Belitres este monolito en homenaje de los caídos de la IV División de Navarra». El monolito, sigue diciendo, evoca la ocupación de Portbou y de una gran extensión de Francia el 10 de febrero de 1939 por parte de los requetés navarros. La ocupación de ese punto, en el imaginario franquista, adquirió un carácter legendario. La llegada a esa cumbre y el control militar de los Pirineos se presentó como la culminación de un hito histórico: «el exterminio de “los sectores separatistas del enemigo: Vascongadas y Cataluña”».

Puede que el imaginario actual también interfiera, aportando una cierta exclusividad en lo que a propósitos militares se refiere. Eliminar cualquier aspiración nacional de esos dos territorios era, qué duda cabe, uno de los propósitos principales del bando nacional, pero no el único, porque su intención, más allá de todo eso, era borrar la historia inmediata para implantar sus propios signos, su propia forma de contar los hechos, con toda la imaginación y todo el delirio de quien se cree en este mundo destinado a satisfacer una causa.

Por eso no conviene perder ningún dato, ninguna explicación ni ningún testimonio, porque prescindir de la historia nos conduce al abismo, nos arroja en caída libre por una pendiente de la que es imposible salir sano y salvo. Son esos datos los que nos permiten evitar que al mirar atrás, poco antes de chocar contra el suelo, ya sea demasiado tarde.

Un final para Benjamin Walter

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