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IX

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Hay estaciones que se parecen a catedrales, aunque sean catedrales ya abandonadas. Su única función es la de albergar por unos cuantos minutos los vagones de un tren fantasma. El viaje, entonces, deja de ser un simple tránsito y se convierte en una lectura de símbolos, en una reconstrucción de vestigios y de huellas. En esas estaciones no sólo esperamos la llegada de un tren, sino la vuelta de un pasado remoto, lejano. Es en ese instante, durante el tiempo de espera, cuando sentimos un frío casi glaciar. Surge el miedo ante la perspectiva de perder una combinación de trenes, el miedo a vernos allí para siempre, hasta el final de los días, desplazados en una estación que se mantiene a duras penas, casi a punto de venirse abajo. Pienso en la estación de Portbou, en la de Cerbère, y en otras muchas estaciones perdidas en algún punto del mapa. En la de Monfragüe, por ejemplo. Una estación que está en el origen de mis primeros viajes, cuando volvía a Plasencia desde Barcelona, después de atravesar toda la península. Aún guarda esa imagen espectral, como sacada de otra época. Su origen no lo sitúo en las últimas décadas del siglo XIX, sino más lejos aún. En un tiempo ya clausurado, aunque todavía se detengan algunos trenes procedentes de Madrid. Los edificios que rodean la estación están deshabitados. Poco queda de los trabajadores que debieron ocuparlas, o del trajín que imagino en tiempos anteriores. Ahora no es más que un apeadero aislado entre montañas.

Hay estaciones que son bellas como puntos de partida y otras que lo son como metas. Existen algunas que son bellas de las dos formas, como origen o destino de un viaje. Me viene a la memoria la Estación Central de Praga. O la de París-Saint-Lazare. Lugares de tránsito que van de uno a otro lado, en los que no importa en qué tramo del trayecto hayamos caído en ellas. Siempre imprimen algo especial, algo único, extraordinario. Sin embargo, hay otras estaciones que no sabemos dónde situar exactamente, si como punto de partida o como un lugar de llegada. Estaciones que conservan una belleza distinta, fuera de toda codificación. No nos sirven como destino, tampoco como inicio de algún viaje. De esa forma construyen su propia epopeya: haciendo de su estatismo una extraña forma de huida. Como si, al detenerse, también avanzaran.

Un final para Benjamin Walter

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