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XII

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Supongo que habrá otros muchos cementerios en el mundo que estén situados sobre una colina, otros muchos en los que se pueda divisar la línea de la costa o el semicírculo irregular de una bahía. Sé que el de Portbou no es el único cementerio que tiene unas vistas así, tan magnéticas y espectaculares. Un espacio que no es sólo un lugar para la muerte, sino un espléndido mirador desde el que observar una inmensidad acotada, frente a ese mar con esquinas que es el Mediterráneo.

En España, si la memoria no me falla, no existen más que dos o tres cementerios con una localización parecida. Acostumbrados a tanta necrópolis de cemento, llena de nichos apilados en bloques de hormigón y pasillos claustrofóbicos, se agradece un lugar como este, porque supone una forma distinta de asumir o de afrontar la muerte. Un territorio que nos inspira mucha más serenidad y mucho más sosiego que otros cementerios del sur de Europa. Un camposanto en el que poder sentir cierta calma, la misma calma que surge cuando aceptamos que la muerte no es más que un proceso inscrito en la propia naturaleza y que, precisamente por eso, su ubicación no puede desligarse de los elementos naturales que la envuelven. Es al separarlos cuando lo ineludible se vuelve, también, inexplicable. Inútil y aterradoramente inexplicable, cuando deja de ser ley para convertirse en accidente, como escribió Jorge Guillén en uno de sus poemas más célebres. Lejos quedan otros cementerios que no reducen su riqueza al tamaño de sus monumentos funerarios, o a la geometría funcional con la que disponen sus nichos. Me vienen a la memoria muchos cementerios del norte de Europa, de Berlín, Copenhague o París, por ejemplo. De entre todos ellos recuerdo uno especialmente, el cementerio judío de Varsovia, ya en las afueras de la ciudad. Si resulta inabarcable no es sólo por la acumulación dispersa y desordenada de sus lápidas, sino por la forma que tiene para introducirse en un bosque y perder de vista los límites que abarca.

Un final para Benjamin Walter

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