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XVIII

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Me cuesta, aún hoy, describir el estado actual de las aduanas, aunque las haya visitado en varias ocasiones y vuelva a mirar las fotos una y otra vez. Hay algo que siempre resulta indescriptible en ese tipo de lugares abandonados a su suerte, completamente olvidados. Edificios que siguen en pie como por inercia y en los que nadie se atreve a intervenir por temor a que caiga sobre él un mal augurio. No hay necesidad de invertir en ellos, ni voluntad para reformarlos, y al mismo tiempo tampoco se tiene el valor para demolerlos. Son esos rincones que parecen a medio camino entre dos tiempos, relegados a su propia suerte en una tierra de nadie. Sobreviven a duras penas, sin que sepamos por qué motivo. Simplemente siguen ahí, como una especie de aviso o de presagio, como si quisieran esperarnos antes de despedirse para siempre.

Los edificios de la aduana estaban llenos de grafitis, de firmas pintadas con espray, de iniciales que recordaban el paso de otros visitantes que encontraron en esas ruinas un lugar idóneo para inscribir sus propios signos, como un jeroglífico caótico o un mensaje en clave. Aún quedaban en pie algunas indicaciones: souvenirs en la Porte de France, el letrero de un bar que debió servir como área de descanso, un pequeño cartel de la policía francesa, algunas banderas españolas sobre las ventanillas. Los cristales, en su mayoría, estaban rotos, aunque las puertas continuaban cerradas con llave. Pude observar lo que había en el interior de esos edificios, pero era imposible acceder a ellos. Encontrarme allí era como situarme en medio de una exposición al aire libre, salpicada de instalaciones que alguien, no sabemos quién, no nos permite tocar.

Todo parecía formar parte de una naturaleza muerta: las sillas que aún guardaban la posición del último funcionario que las usó, los archivadores metálicos cerrados, como custodiando unos informes que aún no pudieran ser descatalogados, los trozos de cartulina sobre las mesas, el cartel que anunciaba el cambio de moneda, los conos volcados hacia el suelo. Un cementerio burocrático enclavado en mitad de ninguna parte. Un lugar abandonado, sin función alguna, completamente inservible desde que en 1993 se firmara el Tratado de Maastricht. Europa eliminó sus aduanas y permitió el libre tránsito. Un avance, sin duda, en lo que a la relación de territorios se refiere. Una espléndida noticia que nos hacía confiar en un continente un poco más unido y cohesionado, en el que no importaba tanto el lugar de origen, sino la pertenencia a un proyecto común, a una idea global, sin localismos ni aranceles. Sin embargo, todas las historias tienen sus propias sombras, sus propias grietas, aunque pasen desapercibidas y permanezcan ocultas entre un clima de euforia general. Por todo hay que pagar un peaje, hasta por lo más simple. Todo tiene una contraprestación que puede nublar el éxito conseguido, al menos en algunos lugares concretos. Uno de ellos era Portbou.

Hablé con Teresa sobre todo esto. Estábamos sentados en un bar del Passeig de la Sardana, a media tarde. Comenzaba a anochecer, pero aún no había oscurecido del todo. Durante esas últimas semanas de 2014, el clima era templado, moderadamente agradable. No hacía frío, así que podía aprovechar alguna de las terrazas que continuaban abiertas durante el otoño. Incluso por las noches, si es que encontraba algo abierto y conseguía retrasar durante una hora más mi vuelta al hotel.

Nadie cuestionaba que esa Europa sin fronteras había supuesto un avance, una muestra de progreso. Hablo de la posibilidad de cambiar de país sin tener que cumplir con el tedioso ritual de enseñar un pasaporte, liberándonos por fin de esa molesta sensación de haber cometido un crimen mientras mostramos a la autoridad de turno nuestras señas de identidad. La libre circulación no sólo facilitaba las cosas, también era un ejemplo de progreso moral, por llamarlo de algún modo. Sin embargo, cualquier suceso está lleno de matices, de lecturas dispares, de interpretaciones y de vivencias que a menudo se nos escapan. Porque esa liberalización del territorio jugó en contra de Portbou, convirtiéndola en uno de esos daños colaterales que deben sacrificarse por el bien de un conjunto mucho más amplio. Nadie había reparado en la repercusión económica o en el impacto social que podía tener en ciertos lugares. La eliminación de las aduanas había despoblado a Portbou. Desaparecían las fronteras, los trayectos de trenes, los viajeros. Y con ellos se iban también los trabajadores. La policía encargada de las aduanas, los guardias civiles, los funcionarios…, a todos se les había fijado otro destino en donde resultaran mucho más útiles que en un puesto que no necesitara ninguna vigilancia. A La Jonquera o a Barcelona, por ejemplo.

Por si fuera poco, hay que sumar algo que tampoco invita al optimismo. La estación internacional de ferrocarril tiene los días contados. Portbou subsiste gracias a un ancho de vía que también está condenado a la desaparición, porque el nuevo trazado recupera un trayecto más lógico, el de La Jonquera. Que en su origen pasara por el Coll de Belitres fue por un capricho del gobierno francés. Puede que hubiera algún motivo de estrategia militar, no lo sé. Lo más razonable es que ese trayecto del ferrocarril hubiera trascurrido por La Jonquera. Sin esa decisión un tanto sorprendente, tal vez Portbou no hubiera sido más que una pequeña cala de pescadores, una bahía tranquila en una esquina del Mediterráneo.

Con el nuevo ancho de vías y la elección de otro recorrido para conectar ambos países, la estación va abandonando su proyección inicial. El tráfico de larga distancia con parada en Portbou desapareció. Actualmente el único que funciona es un intercités de la SNCF, un tren convencional que procede de París. Dudo que lo mantengan durante mucho más tiempo. La alta velocidad del TGV o del AVE opera por el interior. Ahora ese trayecto se mantiene principalmente para trasladar mercaderías pesadas, incluidas las que pudieran entrañar algún riesgo, como el trasporte de productos químicos. Tal vez, si en algún momento el corredor mediterráneo se pone en marcha, Portbou pierda también ese tipo de mercaderías. Alejarán de sus fronteras el peligro que suponen esos productos. Al desplazarlos hacia otro lugar, el pueblo quedará un poco más retirado del mapa.

Teresa parecía saberse de memoria las cifras del censo de Portbou, que había ido descendiendo sin parar desde 1988. La situación no había variado en los últimos años. Todo lo contrario. El número de habitantes se precipitaba en caída libre. Si exceptuamos un minúsculo repunte en 2005, no hay ningún solo dato desde 1988 que dé la vuelta a una estadística en continuo descenso. A veces, la diferencia entre un año y otro era tan sólo de un habitante menos. Otras, la pérdida se elevaba a más de cien. Si me fijo en la última estadística, el asunto no mejora: en 2015 hay censados 47 habitantes menos que en 2014. En cifras globales, tomando otra vez 1988 como punto de referencia, Portbou había pasado de 2019 habitantes a 1167. Casi mil personas de diferencia. Sin olvidar que más del setenta por ciento de esa cifra lo compone gente de una edad avanzada, lo que convierte a Portbou en el pueblo con la media de edad más alta de toda Cataluña. Obviando a bastantes franceses que viven allí por razones puramente económicas. Su relación con el pueblo sólo se reduce a la posibilidad de tributar menos. No necesitan integrarse. Mantienen pequeños guetos y eso les basta.

Lejos quedaban los cinco mil habitantes del pueblo. Tan lejos que su recuerdo resulta incómodo, porque recordar todo eso parece la constatación de una especie de fatalidad, como si la vida del pueblo sufriera un destino anticipado de antemano, tal vez desde el momento en que alguien puso la primera piedra de la estación internacional de ferrocarril. Lo peor es que nadie puede prever hasta cuándo va a durar ese descenso de habitantes. Parece imposible controlar la caída, porque es tanto el empuje que arrastra que ese desplome resulta vertiginoso, absolutamente descontrolado, incapaz de detenerse hasta que no haya alcanzado a su último habitante.

Un final para Benjamin Walter

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