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XIII

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Después de aquella visita durante el primero de noviembre, subí varias veces al cementerio, a los dos cementerios. Solía quedarme un buen rato sentado en las escaleras, mirando el mar sobre el tejado y los cipreses, que parecían dividir el agua en dos mitades. Estar allí no era muy distinto a encontrarse en un barco que realza su perfil en el horizonte, como si hubiera estado navegando durante siglos. A la izquierda, los acantilados trazaban ese espacio difuso que separa un país de otro, una tierra de nadie entre dos aguas. Siempre que recuerdo mi paso por el cementerio de Portbou, me viene a la memoria un poema de Charles Simic. Se titula “Cementerio sobre una colina” y parece escrito allí mismo. Cada vez que lo releo surge en mí esa necesidad por ubicar el territorio del poema en alguno de los pasillos del cementerio o sobre alguna plataforma en la que pudiera divisar el mar debajo. Es el mismo viento de enero que aparece en el poema, las mismas lápidas y la misma mala hierba, son los mismos árboles que se inclinan hasta casi romperse, las mismas hojas muertas que voy pisando mientras trato de recomponer las mismas ramas que caen al suelo.

Sin duda, uno de los paisajes más bellos en los que he estado nunca, como dicen que le ocurrió a Hannah Arendt cuando visitó el cementerio. Buscaba los restos de su amigo Walter Benjamin. Se lo explica a Gershom Scholem en una carta: «Es un cementerio en terrazas, excavado en la roca; a los ataúdes los depositan en nichos abiertos, en los muros de piedra. Es uno de los lugares más fantásticos y más bellos que he visto nunca».

Por ese motivo estaba yo también en Portbou. Esa era razón por la que me había pasado unos cuantos meses leyendo sus libros, mientras planificaba una visita al lugar donde, según la versión que conocemos, acabó con su vida. Por eso solía subir al cementerio, para encontrarme más cerca de alguien que ya no estaba. Me cuesta creer que bajo las piedras haya algo, ni sedimentos ni vestigios, ni siquiera huesos. La tumba debió cambiar tantas veces de sitio que es casi imposible imaginar que los restos sigan ahí, tanto tiempo después. En realidad, poco importa. Tal vez lo verdaderamente importante esté en el lugar que se erige ahora, el pequeño dolmen que sobresale de la tierra, las piedras que se acumulan y que dejan constancia de otras visitas, o la placa de mármol en la que aparece un fragmento de su libro Tesis de filosofía de la historia: «No hay ningún documento de la cultura que no lo sea también de la barbarie».

Pienso en esa frase y me digo que sí, que es cierto, que no existe ningún documento, ningún archivo o registro, incluso ningún cementerio que no nos hable del despotismo y la barbarie. Por eso importa poco que bajo esas mismas piedras aún perduren los restos de Walter Benjamin. En el fondo, lo relevante es que exista un lugar que active nuestra memoria y nos haga recordar por qué alguien como él acabó allí su vida. Algo que me recuerda también a la tumba de Antonio Machado en Collioure. Ignoro si el estado alemán ha pedido alguna vez la repatriación de los restos de Benjamin, siguiendo los pasos de algunos políticos españoles que aún se empeñan en recuperar los restos de Machado, como si esa recuperación solo consistiera en trasladar unos huesos de un sitio a otro y olvidaran por el camino los motivos que les condujeron a morir en un lugar que no era el suyo.

Encontrarme frente a la tumba de Benjamin era encontrarme también frente a otras tumbas. La de Machado en Collioure o la de Bertolt Brecht en el cementerio de Dorotheenstädlicher Friedhof de Berlín, en donde me entretuve hace unos años buscando las tumbas de Hegel y Heinrich Mann. Pienso en Lourmarin y en su pequeño cementerio situado a las afueras del pueblo, al que se accede siguiendo un camino de tierra que pasa casi inadvertido desde la carretera. Ahí sigue Albert Camus, aunque no sé por cuánto tiempo, porque en repetidas ocasiones han intentado trasladarlo al Panthéon, junto a otros escritores insignes de la república francesa. Posiblemente un pequeño pueblo de la comarca del Luberon, en la Provenza, hable más de él o lo explique mejor que una especie de circuito turístico que parece sepultar por segunda vez a un ser humano.

Por eso importa poco que la tumba de Walter Benjamin siga guardando sus restos. Lo que realmente debe llamar nuestra atención es esto: que ahí no solo reposa lo que queda de un hombre, sino la suma de restos y de personas que alguna vez huyeron de la barbarie.

Un final para Benjamin Walter

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