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XIV

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El memorial de Dani Karavan, situado a la entrada del cementerio, me hizo creer durante bastante tiempo que Walter Benjamin se había suicidado arrojándose al mar. Me parece que no fui el único en pensarlo. Lo comentó el mismo Karavan en una ocasión, durante una entrevista con David Mauas, el director argentino que rodó un documental sobre las últimas horas de Benjamin en Portbou. Creía que aquel pasillo de metal que desciende por el acantilado estaba dibujando la forma que había elegido Benjamin para acabar con su vida. Eso pensé durante unos años, cuando apenas conocía lo que había sucedido realmente, si es que alguna vez sabremos a ciencia cierta lo que ocurrió durante esas últimas horas.

En ocasiones, no entraba al cementerio. Sólo subía a la colina para acercarme al memorial. De hecho, creo que no hubo un solo día en el que no visitara la obra de Karavan. A veces iba a primera hora de la mañana, cuando el pueblo comenzaba a salir de su letargo nocturno. Otras, me acercaba poco antes de que anocheciera. Lo que realmente me atraía era encontrarme allí durante esas horas intermedias que sirven de tránsito entre un estado y otro, a medio camino entre la luz y la oscuridad, como esos días en los que parece no haber amanecido completamente y todo está inmerso en una atmósfera difusa, real e irreal al mismo tiempo. Algo así como los breves instantes que separan la vigilia del sueño. El cielo plomizo, amenazando con descargar toda la lluvia del mundo, se interponía en mi forma de observar el pueblo desde arriba. La bahía era una ficción, igual que los bloques de pisos que se esparcían por la ladera, o la torre de la iglesia. La estación internacional de ferrocarril parecía formar parte de una fantasmagoría. Su tono grisáceo se mimetizaba con el paisaje, lo convertía en algo único, excepcional, como el interior del túnel de Dani Karavan.

Había visualizado ese mismo túnel en varias ocasiones antes de ir a Portbou, pero nunca imaginé lo que supondría bajar por las escaleras hasta encontrarme con el panel de cristal, poco antes de pisar las rocas en las que, con una pesadez mecánica y rutinaria, rompen las olas. A veces sólo llegamos a conocer completamente algo si nos encontramos dentro de él, aunque tanta lectura previa nos haya hecho creer que ya lo habíamos interiorizado del todo. Por mucho que hubiera visto imágenes o por muchos comentarios y explicaciones que hubiera leído, la experiencia que supuso adentrarme en aquel túnel fue mucho más intensa, más vigorosa de lo que imaginaba en un comienzo.

Antes de visitarlo, sólo contaba con unos pocos datos que había escrito en mi libreta. Cuándo se comenzó a construir, por ejemplo, o cuándo se inauguró. También una idea que leí en varios manuales, como si se hubieran copiado unos a otros: Karavan no sólo incorpora el paisaje, sino que es el paisaje el que activa la obra, porque visto desde el aire parece un pliegue que divide la montaña y la convierte en un paisaje granítico y oxidado. Esa era la descripción técnica que había leído, aunque no supiera exactamente a qué se refería. No digo que no sea una buena descripción, pero dudo mucho de que eso me bastara para entender lo que hizo Karavan. Para entenderlo, o para aproximarme al menos, era necesario estar allí, era necesario subir a visitarlo una vez al día, o varias veces, cuando la necesidad o la falta de otros planes me encaminaban nuevamente en dirección a la montaña.

Un final para Benjamin Walter

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