Читать книгу Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo - Linda Lael Miller - Страница 15

Capítulo 11

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JOSH se detuvo ante la casa de Anna. El día anterior, el traslado del ganado no había acabado hasta la puesta del sol. Cuando llegó a casa, sólo había deseado caer en la cama y dormir.

Sus labios se curvaron en una sonrisa. Había estado medio muerto sobre la silla de montar, pero la noche que había pasado con Stacie merecía eso y más.

Josh nunca había estado con una mujer con tanta capacidad para dar y recibir placer.

Aunque hacía poco que se conocían, entre Stacie y él se había formado un vínculo de confianza. Una confianza que les había permitido explorar sus cuerpos con un atrevimiento y una pasión poco habituales al principio de una relación. Esperaba que ella no sintiera remordimientos. Él no sentía ni el más mínimo.

Bostezó y miró su todoterreno. Se había levantado temprano y uno de sus vaqueros lo había dejado en el pueblo. Llevaba un juego de llaves extra en el bolsillo, así que podía recoger su vehículo y volver al rancho sin molestar a nadie.

El problema era que no le apetecía hacerlo. Quería ver a Stacie. Quería hablar con ella. Sobre todo, quería asegurarse de que se sentía a gusto con lo ocurrido entre ellos. Tras la llegada de Seth, les había sido imposible hablar en privado.

Miró la casa. Se preguntó si eran imaginaciones suyas o había luz en la parte de atrás. Josh iba a echar un vistazo cuando se abrió la puerta delantera. La mujer que se había adueñado de sus sueños salió al porche con cuatro grandes cajas blancas en los brazos.

Estaba concentrada en cerrar la puerta, una maniobra complicada con las manos llenas.

Josh fue hacia ella. Aceleró el paso al ver que las cajas se ladeaban. Corrió escalera arriba cuando las dos cajas superiores se le escapaban. Estiró los brazos y las atrapó antes de que cayeran al suelo. «Buena parada, Collins», pensó.

—Josh… —la voz de Stacie lo sacó de su momentánea abstracción—. ¿Qué haces aquí?

—He venido a recoger el todoterreno —respondió él. Se miró los brazos—. Y a salvar estas cajas.

Stacie sonrió y Josh, aliviado, se relajó. No sabía por qué había temido sentirse incómodo al verla de nuevo. Se trataba de Stacie, una mujer que le gustaba… y mucho.

—Siento que hayas tenido que venir hasta aquí.

—Yo no —dijo él, pensando que estaba bellísima con la luz del amanecer—. Me ha dado la oportunidad de verte de nuevo.

—Sí, bueno… —un leve rubor tiñó sus mejillas.

—¿Adónde vas?

—Al Coffee Pot —contestó ella—. Merna me compra bollos de canela de martes a sábado.

Él captó la satisfacción de su voz, pero se obligó a no darle demasiada importancia. Stacie había dejado claro que se marcharía de Sweet River a finales de verano, para buscar su edén.

—No sabía que trabajaras para Merna.

—Hay muchas cosas de mí que no sabes —soltó una risita—. Si me devuelves mis cajas, me pondré en marcha. Merna insiste en que entregue los bollos a las siete en punto.

—Te acercaré —Josh señaló su todoterreno—. Cargaré con las cajas e incluso puede que te invite a un café.

Josh temió que Stacie fuera a rechazar la oferta, porque titubeó un segundo. Pero luego esbozó una sonrisa resplandeciente y fue hacia el coche.

Stacie supo que ocurría algo extraño en cuanto abrió la puerta del Coffee Pot. Para ser las siete menos diez de la mañana de un martes, el café estaba a rebosar. Normalmente a esa hora sólo había un par de abuelos sentados junto a la ventana, jugando a las damas. Ese día todas las mesas estaban ocupadas por jubilados de ambos sexos jugando a las cartas.

—Gracias a Dios que has llegado —Merna corrió a saludarlos con la cafetera en la mano—. Todo el mundo está pidiendo bollos de canela.

Stacie sintió una cálida satisfacción. Sus bollitos de trigo integral habían tenido mucho éxito. Por eso Merna le había pedido que empezara a hacer distintas variedades de panecillos y magdalenas en fase de prueba.

Trabajar para el Coffee Pot era fantástico. No sólo probaba nuevas recetas, sino que además le pagaban por hacer lo que más le gustaba.

—¿Por qué hay tanta gente? —preguntó Stacie, mientras Josh llevaba las cajas al mostrador.

—Campeonato de cartas —dijo Merna—. Ha empezado a las seis y media.

—¿Tan pronto? —Stacie no pudo ocultar su sorpresa. Siempre había pensado que la gente se jubilaba para poder dormir hasta más tarde.

—Por aquí casi todo el mundo se ha pasado la vida levantándose antes del amanecer —la voz de Merna reflejó el aprecio que sentía por sus clientes—. De hecho, estaban esperando en la puerta cuando llegué, a las seis.

—Deseando probar los fabulosos bollos de canela de Stacie, sin duda —Josh le guiñó un ojo.

—Los bollos, ay, cielos, hay que ponerlos en platos ahora mismo —Merna se volvió hacia una mujer que salía de la cocina—. Shirley, ¿puedes ayudarme a servir todo esto?

—Echaré una mano —se ofreció Stacie.

—Tú ya has hecho tu parte haciéndolos.

—No ha sido problema —sonrió Stacie—. Me encanta la repostería.

—Sí, pero por culpa de los bollos, Josh y tú habéis tenido que madrugar. Recuerdo los tiempos en que mi Harold aún vivía. La mañana era nuestro momento favorito para hacernos cariñitos.

Las palabras flotaron en el aire un momento. Stacie rezó para no ponerse colorada.

—Josh no ha pasado la noche conmigo, Merna —dijo Stacie con voz templada, teniendo cuidado de no dar importancia al comentario. Por lo que sabía la gente, Josh y ella no eran más que conocidos. Y quería que siguiera siendo así.

Josh ya era conocido en el pueblo como el vaquero al que una chica de ciudad había hecho morder el polvo. Stacie no quería ser la segunda.

Josh se tomó su tiempo mientras aparcaba ante casa de Anna. Stacie había estado distinta en el camino de vuelta: reservada y esforzándose por mantener la conversación en un plano general.

Había notado el cambio en su actitud cuando Merna comentó que habían dormido juntos. A Josh no le gustaba que la gente cotilleara, pero era inevitable en un pueblo pequeño. No podía hacerse nada para impedirlo.

—Gracias por traerme —dijo Stacie con el tono agradable que solían utilizar las mujeres para librarse de un hombre—. Será mejor que entre.

Bajó del coche sin darle la oportunidad de que le abriera la puerta.

Él bajó también. Puso la mano en su brazo y sintió la calidez de la piel desnuda. Ella se detuvo y la mirada de anhelo que vio en sus ojos le dio esperanzas de seguir teniendo alguna posibilidad.

—¿Quieres venir conmigo al partido de béisbol del sábado? —Josh no recordaba la última vez que se había sentido tan inseguro, pero siguió adelante—. Sweet River juega contra Big Timber. Será un buen partido.

Le pareció ver un destello de interés ante la mención del béisbol, pero se esfumó tan rápido que pensó que tal vez lo había imaginado.

—Gracias por la invitación —Stacie jugueteó con su reloj de pulsera—. Pero no creo que sea buena idea.

Él se sintió como si hubiera recibido un puñetazo en la boca del estómago. Se dijo que no debía aventurar conclusiones. No sabía qué no era buena idea: si el partido de béisbol, el día de la semana o salir con él.

—¿Es por mí? —preguntó, obligándose a seguir sonriendo—. ¿O es que no te gusta el béisbol?

Ella titubeó y él adivinó que iba a rechazarlo.

—En nuestra primera cita decidimos que no era buena idea salir juntos —dijo Stacie.

—Es cierto.

Josh no sabía a qué se debía el brusco cambio de opinión. Ella había sugerido que tuvieran una aventura, se preguntó si también se estaba retractando de eso.

Lo que vio en sus ojos le sirvió de respuesta. Sin duda, ella tenía derecho a cambiar de opinión. Pero eso no significaba que él lo entendiera.

Mientras la acompañaba al porche empezó a hablar de la sequía que estaban experimentando en la zona. Habían hablado del tiempo la primera vez que estuvieron juntos en el porche. Parecía apropiado retomar el tema esa última vez.

—No entiendo por qué no quisiste ir con Josh, teniendo la oportunidad —dijo Anna—. Es un fanático del béisbol.

Stacie caminaba junto a Anna por la acera, deseando que su amiga dejara el tema. En los últimos cuatro días habían hablado de eso demasiadas veces.

—Este fin de semana no está en el pueblo, ¿recuerdas?

—Pero no estaría en Billings si hubieras aceptado su invitación —señaló Anna—. Habría esperado hasta el jueves que viene, aprovechando que se celebra la subasta de ganado.

—No tuve otra opción —dijo Stacie, exasperada—. Nuestra relación empezaba a convertirse en noticia de portada en el pueblo. No quería que la gente rumoreara, sobre todo después de mi marcha, que no había podido satisfacerme, igual que no pudo satisfacer a Kristin.

—Pero…

—Me dijiste que no le hiciera daño —recordó Stacie a su amiga—. Eso es lo que intento.

—¿Dijo Josh que le molestaran los cotilleos? —preguntó Anna, pensativa—. ¿O que no quería volver a salir contigo?

—No —Stacie apretó los dientes y contó hasta diez—. Fue decisión mía.

—¿Fue porque temías que rompiera contigo?

—Por Dios santo, Anna, déjalo ya —pidió Stacie. Su amiga debería entender que estaba haciendo lo mejor para Josh. Si él no le importara, le daría igual hacerle daño—. Cambiemos de tema. Háblame del equipo de béisbol de Sweet River.

Desde que tuvo edad para agarrar una pelota, Stacie había adorado el pasatiempo favorito de América. Aunque no tenía talento natural para los deportes, siempre había sido una espectadora apasionada.

—El equipo es mixto, lo que está muy bien —explicó Anna—. Se compone de antiguos jugadores de instituto y de universidad de esta zona. El pueblo los apoya muchísimo. Hoy juegan con su gran rival: Big Timber.

Stacie comprendió que el estadio estaría a rebosar. Eso reforzó su convencimiento de haber hecho bien al rechazar la invitación de Josh. Sin embargo, habría sido divertido ir con él. A Anna no le interesaba mucho el béisbol, pero cuando Stacie había mencionado que le gustaría ir, se había ofrecido a acompañarla.

Cuanto más se acercaban al estadio, más gente veía. Anna, a pesar de llevar años lejos de allí, conocía a casi todo el mundo. Y Stacie descubrió que ella misma tenía su club de admiradores.

—Te lo juro —dijo Anna después de que otra persona las detuviera—, ¡tus bollos de canela se han convertido en lo más demandado del pueblo!

Stacie había pasado tantos años sin que nadie alabara sus dotes culinarias, que adoraba los cumplidos.

—Me alegra que a la gente le guste lo que hago. Agradezco mucho a Merna que me haya dado la oportunidad de hacer lo que más me satisface. Sweet River tiene suerte de contar con un café tan agradable.

—Espero que siga teniéndolo —comentó Anna, críptica.

—¿Qué quieres decir?

—Se rumorea que Merna va a venderlo y trasladarse a California.

—No me lo ha mencionado —dijo Stacie. Aunque ella no estaría allí cuando pusieran el café en venta, le disgustó la noticia. Sabía lo que significaba el café para la comunidad. No era sólo un sitio donde comer algo, sino un lugar de reunión y relación para los lugareños.

—Tal vez se lo quede Shirley —aventuró Stacie—. Ella lo dirige cuando Merna no está.

—Sería la sucesora lógica —afirmó Anna—. Pero puede que no tenga el capital. O que no quiera asumir toda la responsabilidad.

—¿Por qué lo vende Merna? ¿Es porque necesita dinero?

—He oído que la hija de Merna, que vive en California, está divorciándose y quiere tener a su madre cerca de ella.

—Me cuesta creer que no me haya dicho nada.

—Tal vez no ocurra —dijo Anna con despreocupación—. No se puede decir que la gente haga cola para comprar negocios en Sweet River.

—Supongo…

—No te preocupes, estoy segura de que pasarán al menos dos meses más. Tendrás trabajo hasta que te marches.

Stacie comprendió que Anna había malinterpretado su preocupación. No estaba pensando en sí misma. Le preocupaba lo que ocurriría con Al y Norm, que jugaban allí a las damas todas las mañanas. Y con las señoras que iban a almorzar los jueves y luego se quedaban a jugar una partida de bridge. Los niños también se quedarían sin lugar donde ir a la salida del colegio.

—Hace buena tarde para un partido.

Stacie se dio la vuelta. Tardó un segundo en reconocer al pastor Barbee. Con camiseta azul y gorra de béisbol, no se parecía nada al hombre que daba sermones desde el púlpito cada domingo. Su esposa también estaba muy informal con un chándal azul claro.

—Pensé que vendrías con Joshua —la señora Barbee miró a su alrededor como si esperase la mágica aparición del vaquero.

—He venido con Anna —Stacie miró a su amiga. Anna sonrió, alzó la mano y agitó los dedos.

—No os metáis en problemas, chicas —aconsejó el pastor Barbee con voz sonora.

—Que tengas suerte encontrando a Joshua —dijo la señora Barbee cuando ellas se alejaban.

—Así es la vida en un pueblo —dijo Anna. Ambas rieron y siguieron caminando hacia el estadio.

—No me puedo creer que Lauren no haya querido venir —dijo Stacie, cada vez más animada.

—Dudo que Lauren haya ido nunca a un partido de béisbol, a juzgar por su infancia —bromeó Anna—. Es algo demasiado vulgar para su padre.

Por lo poco que había dicho Lauren sobre su padre, Anna debía de tener razón. Las dos veces que Stacie había visto al respetado investigador y profesor de universidad, él había sido cortés pero tan intenso que casi daba miedo. Desde luego no era el tipo de hombre que podía imaginarse comiendo perritos calientes y bebiendo cerveza en un partido de béisbol.

—Tal vez Lauren lo pruebe algún día —Stacie enlazó su brazo con el de Anna y apretó suavemente—. Me alegro de que hayas venido conmigo.

—Ahí está —dijo Anna, tras dar la vuelta a una esquina.

Stacie sintió una oleada de nostalgia. El estadio le recordó al de su instituto, con sus asientos de madera. La única diferencia era que los que veía estaban pintados de color azul.

—Vamos a por algo de comida —sugirió Anna.

Acababan de terminarse los perritos calientes cuando Anna empezó a quejarse de dolor de estómago. Tras dos viajes de urgencia al aseo, una vieja amiga se ofreció a llevarla a casa en coche.

Stacie había insistido en acompañarla, pero su amiga se había negado en redondo. Así que antes de que empezara el partido, Stacie se encontró en la parte superior de las gradas, sola.

Tomó un sorbo de cerveza helada y echó un vistazo a su alrededor, asombrándose al comprobar a cuánta gente reconocía. Estaba echando un vistazo al banquillo del Sweet River cuando vio a Josh.

Se quedó sin aire y se preguntó qué hacía él allí. Aunque intentó desviar la mirada, no pudo. Él no la había visto, así que se tomó su tiempo estudiándolo. Estaba al extremo de una grada, hablando con un hombre mayor.

Igual que muchos de los admiradores del Sweet River, Josh lucía una camiseta azul. La prenda acentuaba el ancho de sus hombros. Ella no pudo evitar recordar cómo se habían movido los músculos de su espalda cuando lo acariciaba.

Tragó saliva para librarse del peso que le atenazaba el corazón. Los últimos cuatro días, sin verlo ni hablar con él, habían sido insoportables. Pero había decidido que era necesario mantener las distancias. Si siguieran viéndose, todos los considerarían una pareja. Las expectativas de los lugareños aumentarían, para desmoronarse cuando ella volviera a la ciudad. No iba a permitir que el pueblo se riera de Josh o rumoreara que era incapaz de satisfacer a una chica de ciudad.

Sin embargo, no haría ningún mal ser cortés y saludarlo. Se había medio levantado cuando vio a Wes Danker volver del puesto de comida seguido por dos chicas guapas. Una de ellas tenía una melena oscura y rizada y una sonrisa deslumbrante. La otra era una rubia muy bien dotada.

Misty.

Stacie se sentó, sintiendo el amargor de la bilis en la boca. Se preguntó si Josh había llamado a la rubia cuando ella rechazó su invitación. Tal vez por eso había regresado de Billings. Quizá Misty fuera la nueva aventura de Josh.

Sintió el pinchazo de algo tremendamente parecido a los celos. El perrito caliente se transformó en un pesado ladrillo en su estómago.

Wes señaló los asientos vacíos y Josh se hizo a un lado para dejarles pasar. Stacie notó que Misty se ponía la última, para sentarse junto a Josh.

—¿Está ocupado ese asiento?

Stacie dejó de mirar a Josh y vio a Alexander Darst en el pasillo. En vez de llevar pantalones cortos o vaqueros y camiseta, como la mayoría de los espectadores, su primera «pareja» llevaba pantalones de vestir y una camisa. La única concesión que había hecho a la informalidad del evento era dejarse la corbata en casa.

—Está libre —sonrió Stacie.

—No estaba seguro de si llegaría a tiempo —Alex se sentó junto a ella—. Me he liado con el trabajo en el despacho.

—Hoy es sábado.

—Era el único día que tenía libre el cliente —Alex se encogió de hombros.

Stacie no supo por qué se sorprendía. Su hermano trabajaba los fines de semana. En Denver, muchos de sus amigos trabajaban sesenta horas a la semana casi por rutina. Stacie comprendió que una de las cosas que le encantaba de Sweet River era su ritmo tranquilo. Para su sorpresa, la clase de lugar que antes la volvía loca se había convertido en un estandarte para ella.

—¿Te gusta el béisbol? —le preguntó a Alex.

—No especialmente. Pero cada una de estas personas es un cliente en potencia. Decidí que ya era hora de salir y socializar. ¿Qué me dices de ti?

—He venido con mi amiga Anna. Pero ha empezado a encontrarse mal y ha tenido que irse. Me encanta el béisbol, así que me he quedado.

—Por suerte para mí —dijo él, sonriente.

Stacie se preguntó cómo podía haber pensado que era guapo. Aunque era obvio que le cortaba el cabello un buen estilista y que sus pantalones de vestir eran a medida, sus rasgos eran demasiado perfectos y estaba muy delgado.

También tenía el irritante hábito de hablar sin descanso. Escuchó su parloteo durante ocho entradas, mirando de vez en cuando a Misty y a Josh. Pero cuando Misty apoyó la cabeza en el hombro de Josh, Stacie decidió no volver a mirar.

Apretó los labios y sacó una hoja de papel y un bolígrafo del bolso. Aunque el partido estaba a punto de acabar, empezó a anotar los strikes, carreras y errores cometidos.

—¿Qué haces? —preguntó Alex.

—Registrar las estadísticas —dijo ella entre dientes, resistiéndose al deseo de mirar a Josh y a Misty—. Mis hermanos solían jugar al béisbol y mi padre llevaba los libros para el entrenador. Me enseñó a hacerlo.

—Tu padre y tú debéis de estar muy unidos.

Ella captó el deje de envidia en su voz y, de repente, comprendió que era verdad. Su padre y ella habían estado muy unidos. Hasta que él decidió dirigir su vida—. Lo estábamos…, es decir, lo estamos.

—Tienes suerte —dijo él—. Mi padre tenía expectativas que yo no conseguía cumplir.

Stacie miró a Alex. La tristeza que vio en sus ojos la sorprendió.

—Apuesto a que ahora se enorgullece de ti.

—Quería que me dedicase a la abogacía empresarial —dijo Alex—. Yo, en cambio, quería vivir en una ciudad pequeña y hacer un poco de todo.

—¿Cómo acabaste aquí? —Stacie no recordaba si se lo había dicho en su «cita».

—Vinimos a Montana de vacaciones cuando era niño. Me encantaron las montañas y los grandes espacios abiertos. Cuando acabé la carrera, intenté hacer lo que él esperaba de mí. Trabajé en Chicago y luego me trasladé aquí.

—¿Qué te parece vivir en Sweet River? —Stacie esperaba escuchar una ristra de alabanzas.

—Un poco decepcionante —dijo él, en cambio.

—¿Por qué? —preguntó Stacie.

—La gente de esta zona es cauta —hizo una pausa, como si quisiera elegir bien sus palabras—. Muchos prefieren viajar a Big Timber para solucionar sus asuntos legales a acudir a un desconocido.

Stacie frunció el ceño. Entendía lo que Alex decía, pero no tenía sentido.

—Llevo aquí menos tiempo que tú, pero todo el mundo me ha parecido más que acogedor.

—Seguramente porque una de tus amigas es de aquí —señaló Alex—. Además, ¿no estás saliendo con un lugareño?

—Él y yo éramos…, somos amigos —Stacie no dio más explicaciones. No le parecía bien hablar de Josh con ese hombre—. ¿Estás planteándote regresar a Chicago?

—No —dijo Alex—. No. Estoy seguro de que el negocio mejorará con el tiempo —afirmó, casi como si quisiera convencerse a sí mismo.

Alex parecía sincero y Stacie deseó poder ayudarlo de alguna manera.

—¿Has pensado en… no sé, vestirte de manera más… informal? —suavizó la sugerencia con una sonrisa.

—¿Ir a la oficina en vaqueros y camiseta? —Alex se estremeció—. No podría. No sería nada profesional.

—No me refiero a la oficina —dijo Stacie—. Sino a esto, un evento deportivo. Uno no lleva pantalones de vestir y zapatos italianos a un partido, al menos si quiere encajar en el ambiente.

—Supongo…

—Y otra cosa, Clipper es la barbería que hay en la calle Mayor, a un bloque del Coffee Pot. Pruébala. Si frecuentas los locales de aquí, es posible que ellos también apoyen tu negocio.

Casi esperaba que Alex se riera de sus sugerencias. Sin embargo, él pareció considerarlas seriamente.

—Te gusta esto —dijo él, por fin.

—¿Qué?

—Te gusta estar aquí, en Sweet River.

—Claro. Es un lugar fantástico.

—¿Has decidido quedarte? —la miró con curiosidad—. Sé que la vez que salimos juntos estabas deseando volver a Denver, pero pareces haberte aclimatado.

—He…

El chasquido de un bate rasgó el aire y Stacie y Alex se pusieron en pie con el resto de la multitud. Era la novena entrada, Sweet River bateaba y llevaba una carrera de desventaja. Con un corredor en base, era la oportunidad del equipo de casa para obtener la victoria.

—¡Corre, corre! —gritó Stacie.

Los corredores hicieron su trabajo. Cuando el bateador llegó de nuevo a su base, la multitud rugió y Stacie empezó a dar botes, abrazando a toda la gente que tenía alrededor. Cuando Alex la abrazó, ella le devolvió el abrazo. Se sentía en la cima del mundo hasta que vio a Josh mirándola con expresión de incredulidad y asombro.

Errores del corazón - Un hombre enamorado - Alma de hielo

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