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Capítulo 1
Se perfila el ambiente
En la biblioteca del museo Guimet

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La invitación especifica que la conferencia prevista «a las 9 de la noche, en el museo Guimet, por los señores Guimet y De Milloué sobre danzas brahmánicas» se efectuará «con la participación de la señora Leod, quien interpretará:

»1. La invocación de Siva.

»2. La princesa y la flor mágica.

»3. Danzas guerreras en honor de Subrahmanya».

Esta primera aparición pública, que quedará en la memoria de todos, es realmente una novedad.

ÉMILE GUIMET

Es hijo de un industrial que hizo fortuna con la invención de un azul marino artificial. Émile Guimet nace el 2 de junio de 1836 en Lyon. De su padre hereda el gusto por las ciencias, mientras que su madre, pintora de talento, le inculca el amor por el arte. El viaje que realiza a Egipto, en 1865, le abre las puertas de la arqueología, la filosofía y las religiones antiguas. De esas revelaciones nace «una locura por adquirir», un ardiente deseo de comprender los objetos de arte y una triple búsqueda, «el bien, la verdad y la belleza». En 1837 ingresa en la Sociedad de estudios japoneses, chinos, tártaros e indochinos, llevando a cabo el Primer Congreso Internacional de Orientalistas, organizado por Léon de Rosny (1837–1914). Tres años más tarde, Émile Guimet se marcha a Japón en compañía del pintor Félix Régamey. Ambos adquieren «trescientas pinturas religiosas y seiscientas estatuas divinas» que constituirían el núcleo de su Museo de las Religiones. De vuelta a Francia, después de una estancia en China y en la India, Guimet puede organizar, gracias a sus adquisiciones, una sala de exposición de «las Religiones del Extremo Oriente» en la Exposición Universal de 1878. Ese mismo año organiza el Congreso Provincial de Orientalistas de Lyon, donde toma la decisión de construir un museo oriental, el cual se inaugurará un año después. En el interior del edificio, emprende el acondicionamiento de una biblioteca especializada en historia de las religiones y la creación y ubicación de una escuela de lenguas orientales.

Muy pronto, Guimet se da cuenta de los límites que tendrá su ambicioso proyecto si se queda en su ciudad natal. El 9 de enero de 1883 propone al Estado francés la donación y el consiguiente traslado de sus colecciones a París, a un museo idéntico al construido por Jules Chatron. El 20 de noviembre de 1889, el presidente de la República, Sadi Carnot, inaugura el nuevo edificio. Dentro de su «fábrica de ciencia filosófica», Émile Guimet organiza conferencias dominicales en las que participan grandes personajes del orientalismo. La biblioteca, en forma de rotonda del museo, se convierte rápidamente en uno de los centros de moda del París intelectual de principios de siglo. Es entonces cuando baila Mata-Hari, el 13 de marzo de 1905.

Después de la muerte del fundador en 1918, el museo Guimet evoluciona lentamente bajo la concepción de la museología moderna. El esteticismo y la arqueología van sustituyendo a la simbología religiosa.

Habrá que esperar hasta finales de 1980 para que el deseo primero y principal de Émile Guimet sea finalmente respetado.

La rotonda del primer piso quedó convertida en templo hindú para la ocasión. Siva, dios de la danza cósmica, creador del mundo, y Subrahmanya, dios de la guerra, reinan desde el fondo. Las columnas acanaladas, adornadas por cariátides, están envueltas en guirnaldas de flores. Los pétalos tapizan el suelo mientras la luz temblorosa de los candelabros añade aún más misterio. Una orquesta inspirada en «melodías hindúes y javanesas» interpreta una música especial para el evento.

En el centro se encuentra Lady Mac Leod, de pie, apenas envuelta en un velo de color claro; a sus pies, cuatro mujeres sobriamente vestidas de negro, como brotes vehementes de su carne de marfil.

Una única pieza de tela recubre las más delicadas curvas de su cuerpo sinuosamente exquisito, envolviéndola como si de una corola floral se tratara, como los pétalos suntuosamente extendidos de una flor de loto. La cintura estrecha remarca su vientre. Sus senos, tapados por dos conchas de metal incrustadas de pedrería y fijadas en la espalda por delicados cierres, como si quisieran inquietar al cielo. El cabello, oscuro y resaltado por una diadema. Collares, pulseras y brazaletes completan la panoplia de la bailarina.

Baila apartada del mundo, perdida en un universo que no es de nadie más que de ella. De una manera muy particular, de una forma que se asemeja casi al acto de reptar. Y conseguirá sorprender la imaginación, que es precisamente lo que pretende.

La bella Lady Mac Leod arrastra lentamente a los espectadores estupefactos con sus ondulaciones lascivas, con el busto echado hacia atrás y el vientre sobresaliente.

Hay que reconocer que Émile Guimet lo hizo francamente bien en esta «evocación de los cultos sagrados de los pueblos asiáticos».

Entre las paredes recién enceradas y los colores todavía brillantes de la nueva biblioteca destacan dos embajadores, algunos políticos y personajes del mundo intelectual; al final, una retahíla de periodistas convocados para el acontecimiento.

La danza sagrada, realzada por los comentarios del maestro de ceremonias, subyuga poco a poco a un auditorio ya encantado.

Finalmente, cuando ella se funde en una desnudez que no sólo se insinúa, los privilegiados espectadores que asisten al espectáculo enmudecen.

No es un éxito, es el triunfo total. En ella se alaba a la «mujer oriental» en su totalidad. Es hermosa, es cierto. Exhala todos los encantos y los misterios de Oriente. Pero aún consigue más. Restituye, mediante la danza, los ritos ancestrales y la sabiduría secular de la lejana Asia. Un periodista entusiasta escribe, sorprendido:

No ignora las virtudes de Vishnu, ni las fechorías de Siva, ni los atributos de Brahma. Al atractivo mágico, al encantamiento de una bailarina, consigue unir la ciencia teológica de un brahmán[2].

En La Vie parisienne, una publicación algo más prosaica, puede leerse:

Lady Mac Leod, es decir, Mata-Hari, la bailarina hindú voluptuosa y trágica, baila desnuda en las salas donde se la solicita. Va vestida un con traje de bailarina simplificado al máximo y, al final, incluso simplificado del todo.

El escenario está listo. El nombre también: Mata-Hari. Émile Guimet, poco escrupuloso y menos especializado de lo que se podía esperar en la época, pero sin duda encantado por la bailarina desde su recital en el salón de la Sra. Kiréevsky, permite que lo utilicen. El patronímico, aunque javanés, es pasaporte suficiente para la ejecución de pseudodanzas hindúes en el sanctasanctórum del orientalismo francés. De la India, Mata-Hari no toma prestada más que la voluptuosidad. Voluptuosidad de las imágenes de piedra y de los cuerpos de mujeres de formas vegetales y fecundas.

En París, los símbolos adquieren acentos más carnales y Lady Mac Leod puede así demostrar su talento. Sus triunfos en el escenario atraen rápidamente a un sinfín de admiradores. Como son ricos, cubren rápidamente a la ninfa de joyas y flores, pero sobre todo, de dinero y honores.

Los caminos que llevan a la gloria hacen buena pareja con las camas solícitas de la fortuna. Mata-Hari no será para la posteridad ni más ni menos que una espía. Lo demás proviene todo de la imaginación y de lo superfluo.

Paradójicamente, Mata-Hari, que seguramente hubiera merecido estar en el panteón de las grandes mujeres enamoradas, asume contra sus deseos la imagen opuesta, la de una espía de altos vuelos.

Su gusto por hacer y rehacer autobiografías según las circunstancias y cierta tendencia a la mitomanía le añadieron, sin ninguna duda, aún más misterio. Y así, hasta el trágico último acto.

2

Los diálogos, puntos de vista, réplicas, debates y otras citas de este libro no son en absoluto inventadas. Se pueden leer íntegramente consultando las fuentes de información citadas al final de la obra, en la Biblioteca de Francia o bien consultando los archivos de bibliotecas especializadas. Para dar más facilidad a su lectura y para una mejor comprensión, se han integrado en el texto. Las citas (verídicas, pero a la fuerza incompletas), intentan relatar una verdad cercana a la realidad de los hechos.

El caso Mata-Hari

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