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CAPÍTULO 6
CONOCIENDO LA “ALDEA”

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Mientras se dirigía a buscar a su hijo, Sebastián pensaba en la genial actitud de su nuevo amigo de acento francés; lo había conmovido profundamente su preocupación por él y por su hijo y eso lo hizo esbozar una sonrisa.

—¿De qué te reís? —preguntó Aurek al verlo llegar.

—De nada, pasa que Olegario cuando salía me dio esto para que tengamos algo para desayunar mañana.

—¡Que buena onda!

—Sí, pensé lo mismo. ¿Y hablando de eso, qué onda acá? —preguntó Sebastián viendo como los chicos de la banda tocaban, mientras la joven de la pandereta miraba a Aurek como un gatito mira un tazón con leche.

—Ya terminan de tocar y mañana voy a venir con mi charango.

—Sí, y a revolear la pandereta… —bromeó su padre por lo bajo.

—¿Qué decís?

—Ah, no me digas que no te diste cuenta de cómo te mira la chica de pelo blanco…

—¿Lo decís por Marisa?

—¡Ah, veo que ya hasta sabés el nombre! ¡Sí, te mira como el coyote al correcaminos cuando lo tiene cerca!

—¡Basta, papá! —bufó Aurek.

—Está bien, está bien, vamos a casa —dijo Sebastián levantando los brazos—, yo me voy adelantando y te dejo que te despidas de los chicos.


Aurek alcanzó a su padre, quien iba cruzando muy despacio lo poco que faltaba de la plaza. Mientras caminaban deslizó su brazo por la nuca de su papá.

—¿Estás bien? —quiso saber.

—Si, ¿Por qué lo preguntás?

—Porque estás muy callado.

—Debe ser que estoy un poco cansado, muchas emociones para un solo día —dijo Sebastián.

—¿Qué pasó allí adentro?

—¿Dónde?

—En el bistró, cuando me fui.

—¡Ah, nada! Oleg me invitó a tomar café y hablamos un poco de nuestras historias.

—¿Pero de que hablaron? Porque es raro que ahora no estés mirando a ese gato como se pelea con aquel perro en la esquina, o peor aún, que no opines sobre el hombre con cara de pez de la reunión o de la adivina con el turbante en la cabeza —Aurek sonreía, abrazado de la espalda de su papá. Intuía que algo le ocurría.

—Hablamos de todo un poco, pero nada nuevo, supongo que la buena onda que tuvo con ese gesto, no me lo esperaba —Sebastián detuvo la marcha y su mirada lucía perdida.

—Entiendo —Aurek se veía asombrado por el comportamiento de su padre.

Pasó un lapso que no fue ni un segundo, cuando Sebastián volvió al planeta y mirando a su hijo exclamó:

—¿Qué te parece hacer? ¿Dejamos que se sigan peleando o vamos y pateamos al perro y le tiramos agua fría al gato?

—¡Ese es mi papá! —exclamó Aurek levantando los brazos.

—Pensé que Darth Vader era tu padre —Sebastián imitó la voz del personaje de la Guerra de las Galaxias, y haciendo un sonido gutural agregó —: “I am your father”

—¡Si te dejás crecer el pelo, vas a terminar haciéndote los peinados de la princesa Leia, papá! —fue la inmediata respuesta de Aurek con una carcajada.

—¡Qué pendejo atrevido! —se quejó Sebastián, tirándole de uno de los mechones a su hijo.

Habiendo retomado la marcha, Los chicos rubios continuaron el tour por el barrio, como si estuvieran de visita en algún país extranjero.

—Hablando de otro tema, tengo información top secret —Aurek fingía ser un agente secreto.

—Quiero saberlo todo —Sebastián puso actitud de James Bond.

—Preguntame, a ver, ¿qué querés saber del barrio...? —Lo desafió su hijo.

—A ver... —dijo Sebastián— ¿Qué es ese edificio de allá? —preguntó en referencia a una especie de estación de trenes de estilo inglés remodelada.

—Es la biblioteca.

—No parece una biblioteca.

—¿Cómo debería ser para vos una biblioteca? —preguntó Aurek ladeando la cabeza y tratando de comprender, una vez más, que pasaba por el cerebro de su padre.

—No sé, distinta… ¡no como eso! —exclamó su papá señalando con el dedo índice hacia el edificio.

—Ustedes los adultos tienen una visión muy limitada del mundo, papá. Sucede que antiguamente esa era la oficina del tren que pasaba por acá. Y cuando en los ´90 el tren dejó de pasar, a los edificios que eran propiedad del ferrocarril los reconvirtieron para darles otros usos, en este caso, una biblioteca.

—¡Ah! ¿Y qué más hay?

—Bueno, en aquella parte de la plaza hay un palomar que nunca tuvo palomas, y la estatua que está a su lado nadie sabe de quién es, pero allí está. Algunos dicen que la robaron de otro pueblo, pero es una leyenda —declamó Aurek mientras su padre empezaba a pensar realmente que en cualquier momento el conejo blanco, el sombrerero o la mismísima Alicia pasarían frente a él.

—¿Y qué hay de ese reloj? —preguntó.

—Ese es el reloj que no da la hora —dijo Aurek seriamente.

—¿Cómo que no da la hora?

—Cuando lo pusieron por primera vez, olvidaron que atrás llevaba un mecanismo, y como lo habían pegado con cemento a la pared, ya no lo pudieron sacar más. Pero esa no es la única atracción.

—¿Ah no?

—No. Mirá, aquella es la fuente de aguas danzantes que no es una fuente de aguas danzantes.

—¿Y eso por qué? —preguntó Sebastián.

—Porque no tiene agua, ¿por qué va a ser? —respondió su hijo.

—Entiendo, ¿y esa música? —preguntó al escuchar que las melodías de “Can´t falling in love” bañaban el ambiente y le daban un toque lúdico y divertido al ambiente.

—Viene de aquella usina de música, ¿la ves? —Aurek señaló una especie de cabina telefónica gigante donde su compañero de banda, “rulos”, oficiaba de DJ.

La música inundaba vía Bluetooth, unos pequeños parlantes que pendían de las farolas del barrio. Esta especie de cortina musical hacía más ameno el lugar. Era habitual a esa hora ver grupos de jóvenes que se congregaban en la usina, para ver como mezclaba temas el joven músico, y ahora amigo de Aurek.

—¿Y eso de allá? ¿Es una casa también? Es bastante grande —continuó interrogando Sebastián a su hijo como si le tomara un examen.

—¡Oh no, esa es una iglesia!

—¿De qué religión? No parece una iglesia.

—Como es el único edificio en el barrio, lo utiliza toda la comunidad, el sacerdote local hizo un convenio con los representantes religiosos de la zona y se reparten los días.

—¿Cómo que se reparten?

—Sí, los domingos por la mañana, lo usan los católicos; por la tarde, los evangélicos; los lunes, los budistas; los martes, los judíos, los miércoles es de los musulmanes, el jueves de los ortodoxos y el viernes de los irreligiosos. El sábado, no hay religión.

—Esperá un poco ¿los irreligiosos? —Sebastián rio.

—Son los que no practican ningún culto y que suelen juntarse con otros practicantes de la “no creencia” —Aurek hablaba muy seriamente y su papá lo miró inquisitivamente.

—¿Me estás jodiendo? —No pudo evitar reírse.

—Para nada —respondió su hijo como si fuera un experto en creencias— ¿Continuamos con el paseo?

La caminata continuó por las calles que se encontraban iluminadas como si fuera Navidad. Tanto los árboles como las farolas que se erigían a una distancia equidistante, estaban cubiertas por tiras de luces diminutas. En las calles circulaban automóviles conducidos por turistas que salían de los últimos negocios que quedaban abiertos. Otros se iban rumbo a la ciudad, que se encontraba a pocos kilómetros de allí y era el lugar donde se encontraban los hoteles y lugares con mayor capacidad para recibir personas.

En el barrio la única posada que había era un complejo de cabañas que se llamaba: “Posada del Roble Caído”, cuyo nombre era en homenaje a un árbol que era patrimonio del barrio y que llevaba más de cincuenta años en el suelo.


En tanto continuaban marchando como si condujeran un contingente de turistas, los rubios seguían hablando del paisaje y lo que veían. En un punto de su caminata, Sebastián se detuvo a leer un cartel, hecho en madera como todos los que se veían en el barrio, y se sorprendió al ver en el mismo el dibujo de una flecha, que indicaba un camino a seguir, y la leyenda:

“A la estancia ´e don Pampero, avise si va a entr´a”

Como tratando de interpretar lo que decía, Sebastián torcía la cabeza, buscando entender el mensaje.

—¡A la estancia de Don Pampero, avise si va a entrar! —exclamó Aurek imitando la voz ruda y el acento del hombre de campo, quien por su tonada y forma de hablar, evidentemente era oriundo de la zona del litoral argentino.

Un auto viejo que pasaba por el camino se detuvo, y una voz conocida les habló desde el interior:

—¡Ni se les ocurra ir para allá! —exclamó el presidente de la Sociedad de Fomento.

—¡Cacho! —dijo Sebastián.

—¡Ese viejo es más chúcaro que la mierda! —siguió clamando el hombre desde su auto, en tanto su esposa sentada como copiloto asentía.

—Solo mirábamos el cartel, y nos causó gracia.

—Sí, lo puso para advertir a la gente que no vayan a hincharle las pelotas.

—¿Y por qué irían a verlo? —preguntó Aurek.

—Porque algunos turistas cuando ven el cartel piensan que es una estancia turística y van a conocerla...

—¿Y? —preguntó Sebastián.

—¡Que no es ninguna estancia, es un rancho piojoso que se cae a pedazos! —dijo Elsa incorporándose a la conversación.

—No me imaginé que tuviéramos vecinos “de campo” acá...

—En realidad, está a un par de kilómetros de acá el ranchito, pero lo que pasa es que tiene mucho campo alrededor, el viejo con la ayuda de unos peones aún lo trabaja —continuó diciendo Elsa.

—Bueno, chicos, los dejamos que sigan su recorrido, nosotros nos vamos para casa —dijo Cacho, poniendo en marcha su auto.

—¡Buenas noches! —respondieron los rubios.

Aurek y su padre se quedaron un momento más sacándose una selfie con el cartel.

—Evidentemente, habrá que visitar el campo de Don Pampero —dijo Sebastián.

—¿Estás crazy viejo? ¡El “gaucho” nos va a cagar a escopetazos si nos ve llegar!

—Jaja, lo decía en broma. Aunque debo decirte que muero por conocer el rancho, solo por curiosidad...

—¡Lo voy a llenar ´e plomo, desorejau! —gritó Aurek imitando al paisano, mientras que retomaban el paso rumbo a su cabaña.

Los chicos rubios

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