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CAPÍTULO 9
LA LAGUNA

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Siguiendo el consejo de Mauricio, Sebastián salió del gimnasio y, viendo que todavía faltaban dos horas para que su hijo llegara, decidió ir a conocer la laguna, aprovechando además que el día estaba templado debido al sol que brillaba con toda su majestuosidad.

En su mente recorrió el mapa que su profe le había armado y al cabo de media hora se encontraba sobre el sendero que se abría entre hileras de robles, que como si fueran gigantes, custodiaban el paso de todos aquellos que disfrutaban del aire límpido de ese lugar.

En el trayecto cruzó a varias personas del barrio caminando hasta que finalmente llegó hasta otro sendero que cruzaba perpendicularmente, que lo hizo detenerse ante la magnificencia de un ojo de agua tan azul que lo dejó estupefacto.

Como si estuviera en un cuento, allí pudo apreciar lo que se asemejaba a una postal del sur argentino o de algún lugar parecido por la belleza y el esplendor de la naturaleza en estado puro.

—Esto no puede ser verdad —dijo Sebastián mirando el paisaje.

—¿Qué no puede ser verdad? —le contestó una voz que enseguida reconoció.

—¡Oleg!

—¡Qué hacés Sebas! ¿Trotando un poco?

—Sí, fui al gimnasio y Mauricio me contó de este lugar pero hasta que no lo vi con mis ojos no pensé que existiría.

—¿Viste que lindo es?

—¡Estoy fascinado!

La imagen mostraba un espejo de agua muy sereno, sobre el que se calaban una serie de pequeños muelles y que lo comunicaban con casas del mismo estilo que las del barrio, aunque un poco más grandes y más modernas.

Algunas aves que pasaban a vuelo rasante picoteando el agua marcaban el movimiento del cuadro que Sebastián estaba contemplando absorto.

—¡Reaccioná! —Olegario soltó una carcajada.

—Es que esto es realmente impresionante.

—Vení que te hago un recorrido —lo invitó a continuar el sendero que ahora rodeaba a la laguna.

—¿Y vos que hacés acá? —preguntó Sebastián mientras caminaban.

—A esta hora suelo andar por acá.

—Bien, cortás el día. —algo así —respondió Olegario.

Los dos hombres caminaban rodeando la laguna, donde Olegario le contaba la historia de cómo se había formado la misma y cómo esa zona era la más buscada por los turistas, sobre todo en épocas de calor.

—No imaginé que a los turistas que venían los dejaban meterse acá —dijo Sebastián.

—En realidad está controlado el acceso.

—¿Controlado? ¿De qué forma?

—Hay un cupo de acceso de personas a la “Aldea”. Para poder ingresar a esta zona, solo una cantidad mínima de gente puede venir, previa reserva con bastante anticipación.

—Entiendo, de esta forma preservan el ecosistema y la tranquilidad del lugar.

—Exacto, además de no molestar a la gente que vive aquí —Olegario se detuvo frente a una de las casas. La misma era una especie de cabaña gigante, hecha íntegramente de madera, con un techo de pizarra negra, y con enormes ventanales y paños de vidrio que la hacían ver como una obra maestra de la ingeniería.

—Qué casa tan linda, debe ser impresionante adentro —dijo Sebastián.

—¿Querés conocerla?

—¿Cómo?

—Te pregunto si querés conocerla.

—Sí, me gustaría —respondió Sebastián, acostumbrado a estar en un departamento de dos por dos en la Capital.

—Bueno, vení que te la muestro —dijo Olegario sacando una llave de su bolsillo.

—¿Vos vivís acá Oleg?

—Sí Sebas. En realidad tengo un departamento en la ciudad donde paso la mayor parte del tiempo; pero ahora que se acercan los días lindos, suelo venir acá.

Subieron una escalinata de madera clara que daba a un pórtico del mismo material. Las madera de colores claros se repetían en toda la fachada, por donde una serie de grandes vantanales de metal y vidrio eran los encargados de llevar luz natural a la estancia. Olegario abrió la puerta e invitó a entrar a Sebastián.

—¡Guau, alto rancho! —exclamó sonriendo Sebastián.

—Me alegro de que te guste —respondió Olegario sonriendo de la misma forma— ¿Te sirvo algo?

—Eh, sí; si puede ser un poco de agua fresca, te lo agradeceré.

—¿No querés algún jugo u otra cosa?

—No, la verdad que tengo que continuar después la marcha a casa así que solo agua.

El hall de entrada le dio la bienvenida con un cálido piso de roble de Eslavonia, a cuyos lados, una pared en tono gris claro y otra revestida con listones de roble, eran iluminadas por tenues lámparas de luces empotradas. Las mismas, resaltaban con un haz de luz una consola de chapa blanca y un jarrón de cerámica del mismo color que junto a dos cuencos de madera componían la sencilla decoración del recibidor.

Seguidamente, y caminando hacia la cocina, los amigos transitaron el comedor que era la contracara del living con el que compartía el ambiente. El mismo era una especie de salón gigante con piso de madera de listones de roble, sobre el que se apoyaba una mesa imponente hecha del mismo material, que estaba custodiada por sillas tapizadas en cuero gris.

A su lado se hallaba una biblioteca empotrada que solamente tenía algún cuadro y dos o tres adornos en color blanco. Dos lámparas colgantes con pantallas de lino gris iluminaban la mesa y convivían con una serie de spots direccionables en el techo.

Dos portamacetas metalizados, que contenían plantas de hojas verdes, daban un poco de vida al minimalista ambiente, donde altos ventanales protegidos por cortinas de gasa blanca, tamizaban la luz y otorgaban privacidad.

Sebastián se atrevió a correr uno de los paños de la cortina y se encontró con una majestuosa vista a la laguna, que partía desde el pequeño muelle que nacía en la vereda de la casa de Olegario y se perdía unos metros más adelante en el agua.

—Esto es impresionante Oleg, te felicito.

—¿Te gusta?

—Sí, el lugar tiene muy buen gusto y es acogedor, y la vista es magnífica.

Algo similar ocurría en la cocina, pintada íntegramente de blanco; siendo el ambiente que más equipado estaba. Ollas antiguas, delantales, utensilios y cajones que contenían frutas y verduras fueron algunas de las cosas que Sebastián pudo observar.

Una serie de artefactos de última generación se mezclaban con aberturas de demolición prolijamente lavadas y conectaban el interior con el exterior, dando paso a una amplia terraza de madera, la cual desde un extremo tenía vista al profuso bosque de robles y del otro tenía la magnífica la laguna.

Allí, en épocas de verano, Oleg solía juntarse los fines de semana o cuando la ocasión lo ameritaba con sus amigos, donde hacían asados y distintos cortes de carne, en una portentosa parrilla ubicada en un extremo de la terraza; a cuyo lado se hallaba un horno de barro, que cumplía las funciones de horno pizzero o de pan.

—Creo que esta cocina tiene tu espíritu, mi amigo —dijo Sebastián mientras Olegario sacaba una botella de vidrio verde que contenía agua mineral.

—¿Vos decís?

—Sí, todo lo que hay acá grita tu nombre, creo que es un resumen de tu personalidad, de las cosas que te gustan y que te hacen sentir bien.

—¿A ver? Quiero saber cómo llegaste a esa conclusión —dijo el chef, modelo y empresario, sacando dos vasos de vidrio labrado de un mueble de campo.

—Empezando por las dimensiones del ambiente, es evidente que la cocina es el lugar de la casa que más te gusta y donde más tiempo te agrada pasar.

—Es cierto —Olegario le entregó un vaso de agua que transpiraba de frío.

—Y la combinación de todo lo que es aparatos modernos, junto a lo viejo como esos cajones de madera que se ve que eran de gaseosas y ahora los usás para guardar verduras, me dan la impresión de que sos alguien sencillo, que no se complica.

—¡Apa! —exclamó Olegario—. Además de kinesiólogo resultaste un poco psicólogo.

—¡Oh no!, digo solo la lectura de mi observación.

—¿Y qué más ves acá?

—Veo que la terraza con esa linda mesa y sillas de exterior, y la parrilla que se ve la usás a menudo, dicen que te gusta mucho compartir con tus amigos, que sos cultor de la amistad. ¿Me equivoco? —Sebastián le dio un sorbo a su vaso.

—No, para nada. Y ahora que ya me conocés un poco más, una noche de estas podemos hacer algo. Un asado, pizzas, no sé…

—Yo me ofrezco a amasarte unas pizzas, y las hacemos en ese horno de barro que tenés afuera y que tiene una pinta bárbara.

—Buena idea.

—Es todo lo que te puedo ofrecer, pues para el asado mucha mano no me doy, excepto para prender el fuego —dijo Sebastián riéndose.

—Bueno, vamos que te muestro el resto de la casa —dijo Olegario, caminando con su vaso en la mano, gesto que imitó Sebastián.

Un llamado a su teléfono lo detuvo. Olegario sacó el celular del pantalón y su expresión cambió completamente.

—¡Hola! Sí Andreé, te escucho, hablá despacio. ¿Qué? ¿Y ella, cómo está? Bueno, voy para allá ya mismo.

—¿Pasó algo? —preguntó Sebastián.

—Sí, parece que Patti quiso sacar algo de la despensa, se cayó y parece que se lastimó la muñeca, así que voy al local para llevarla al dispensario de primeros auxilios.

—Voy con vos. Quizás pueda ayudar en algo.

— Bien, gracias, Sebas.

Olegario tomó las llaves de su auto, y junto a Sebastián salió como un cohete recién disparado rumbo al bistró.


—¿Cómo estás Patti? —preguntó Olegario al llegar a su negocio.

—Bien, Oleg, no es para tanto —Patricia tenía una bolsa de hielo en la muñeca y Andreé se la sostenía.

—¿Puedo verla? —Sebastián le tomó suavemente la mano que mostraba la muñeca de la joven con una creciente hinchazón.

—¿Qué te pasó?

—Me subí a la escalera para bajar la caja de edulcorante y perdí el equilibrio, y cuando iba cayendo me alcancé a apoyar con la mano.

—¡Maldita vida sana! —exclamó Sebastián con una sonrisa—. ¿Te duele si hago esto? —preguntó mientras le doblaba la mano.

—No.

—¿Y si hago esto? —le rotó la muñeca hacia un lado.

—¡Ay, la puta madre, ahí si me duele! —se quejó la joven.

—Lo imaginé por la hinchazón. Tenés un esguince —dijo Sebastián.

—¿Y eso es malo?

—Es mejor que quebrarse, pero por unos días vas a tener que estar quieta, tomando calmantes y luego seguramente habrá que hacer recuperación. Vamos que te llevo al dispensario —dijo Sebastián.

—No Sebas, ya estás haciendo demasiado, y es mi responsabilidad —se apresuró a decir Olegario.

Sebastián miró a su amigo y haciendo caso omiso continúo con su tarea.

—Dejame a mí, yo me voy a entender mejor con el médico que la atienda, y vos acá vas a ser de más ayuda para Andreé y los cocineros.

Olegario asintió.

—Supongo que tenés razón, llevate mi auto y teneme al tanto de todo. Patti, avísame cualquier cosa que necesites, estás en buenas manos.

—Lo sé Oleg, quedate tranquilo que te aviso —dijo la joven dándole un beso en la mejilla a su jefe.


Pasó poco más de una hora cuando Sebastián regresó al bistró, el cual tenía una importante cantidad de público. Olegario y Andreé se veían ajetreados en el salón, mientras que los cocineros trataban de sacar lo más rápido posible los pedidos, muchas veces llevando ellos mismos los platos a las mesas.

—¿Y, Sebas? ¿Cómo está Patti? —preguntó Olegario.

—Está bien, se hizo un esguince y la muñeca se le hinchó bastante más. Le dieron un medicamento, tiene que ponerse hielo y por dos semanas no podrá esforzar la mano, por lo que la mandaron a su casa y le hicieron este certificado.

—Lamento que esté así, más tarde la voy a llamar.

—Sí, ahora no te lo recomiendo porque con la dosis que le dieron seguramente ya estará durmiendo, me tomé la libertad de llevarla a su casa. En un par de días habrá que empezar rehabilitación y como es tarea de un kinesiólogo ya arreglé con ella para que vaya a casa por la tardecita, luego que yo vuelva del sanatorio.

Olegario lo miró y le dedicó una mirada de agradecimiento. Se acercó al rubio y lo abrazó.

—Gracias, Sebastián, en verdad sos un gran tipo.

—¡No es para tanto! Es lo menos que podía hacer. ¿Y cómo están ustedes acá? Se los ve bastante atareados.

—Sí, parece a propósito —dijo Andreé haciendo equilibrio con una bandeja—, ni bien se fueron ustedes empezó a caer gente.

Y el lugar en verdad desbordaba de público, lo cual no era normal para un día de semana a esa hora, sin embargo, Olegario tenía un equipo de gente competente trabajando para él, a lo que se sumaba que era un muy buen líder y un gran compañero con el que los empleados podían contar para lo que fuera. En medio de la charla y del ruido de platos sobre bandejas, una cabellera tan rubia como la de Sebastián apareció en el umbral de la puerta.

—¡Hola, chicos! —saludó Aurek al entrar.

—¡Hola, Auri! —dijo su padre yendo a su encuentro. Le dio un beso en el pelo —¿Qué hacés acá?

—Bajé de la combi y te vi —respondió su hijo mirando con asombro a su papá.

—¿Por qué me mirás así?

—¿Esa es la ropa deportiva? ¿Todavía estás entrenando?

—¡No, es una larga historia! —dijo su padre—. La versión resumida es que Patti se esguinzó y por unos días no viene —mientras hablaban se corrían para darle paso a Oleg y Andreé que iban y venían, puesto que al accidente de la encargada, además se sumaba que otro de los mozos estaba de vacaciones.

—¿No querés que te dé una mano acá? —le preguntó Sebastián cuando en uno de sus viajes Olegario pasó por al lado de él.

—No Sebas, ya hiciste bastante. A propósito, ¿qué te debo?

—¿De qué hablás?

—Tuviste gastos me imagino, o tu tiempo, no sé.

—Nada, en absoluto; olvidate.

—¿Qué te parece si te ayudo con algo, al menos hasta que tengas todas las mesas atendidas? —le preguntó Aurek, mirando a su padre que asentía dado que seguía entrando gente al lugar.

—Es una buena oferta, Oleg —dijo Sebastián—. Auri trabajó el verano pasado en el restó de un amigo, cubriendo las licencias por vacaciones de la gente, así que conoce bastante el movimiento.

—¿En serio? —preguntó Olegario—. ¿Te animarías?

—Por mi parte no tengo problema —dijo Sebastián.

—¡Bueno, prometo liberarlo temprano, Sebas! —Oleg inspiró profundamente y soltó el aire como si se quitara un peso de encima.

—Mañana es el día del maestro y no tengo clases papá; así que tampoco tengo que levantarme temprano.

—Está bien, bueno, chicos, que les sea leve. Oleg, acá te dejo las llaves del auto y Auri, no hagas cagadas —Sebastián le dio un beso a su hijo y caminó hacia la salida.

—¡Calmate viejo! —exclamó Aurek mientras se calzaba el delantal que había dejado Patti. Luego fue al encuentro de Andreé quien le explicaría el movimiento del lugar.

Sebastián salió del local con su andar derecho y su paso largo y moderado rumbo a su casa; con la intención de bañarse y continuar con sus tareas hogareñas cuando Olegario, saliendo detrás de él lo detuvo. Lo sujetó del brazo.

—Esperá, esperá un poco.

—¡Esto ya parece una rutina ensayada o un déjà vu! Hoy ya tengo provisiones así que no me vayas a dar un desayuno como el que me diste anoche, por favor —Sebastián rio.

—Solo quiero darte las gracias por todo —Olegario dijo esto con una mirada tan sincera y profunda que Sebastián, se sintió intimidado, una vez más.

—Por nada, y en todo lo que pueda ayudarte, contá conmigo —Lo abrazó tiernamente.

Pero no fue cualquier abrazo. Esta vez tuvo un significado distinto.

Cuando se soltaron se miraron fijamente.

Ambos se veían abrumados.

Se sentían diferentes.

No sabían que estaba pasando.

—¡Bueno, no me mires de esa forma que voy a terminar partiéndote la boca de un beso! —bromeó Sebastián.

—Que boludo —dijo Olegario en voz baja. Un rubor que había nacido en el cuello se extendió por todo el rostro—. Cuando terminemos acá, lo llevo a tu casa a Auri.

—Te lo voy a agradecer, y avísame cuando estén por salir así los espero.

—De acuerdo —respondió el chef regresando a su local.

Sebastián cruzó la calle y al llegar a la vereda de la plaza pateó unas hojas secas. Caminaba despacio, con las manos en los bolsillos de su campera deportiva, en medio de la tarde que ya empezaba a caer. Desde detrás de la puerta de vidrio —al igual que la mañana que Sebastián desayunó con él— el dueño del bistró lo observó alejarse, hundido en vaya a saber que pensamientos que volaban dentro de su cabeza, hasta que Andreé llamándolo, lo volvió a la tierra.

Los chicos rubios

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