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CAPÍTULO 1
UN NUEVO HOGAR

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El auto se detuvo en la salida de la autopista, justo donde un puente cruzaba en forma perpendicular a la misma. No había cartel o señal alguna que indicara si Sebastián estaba en la ruta correcta. El navegador del vehículo indicaba que se encontraban cerca de su destino y solo marcaba un camino “no asfaltado” como única alternativa viable, por lo que el hombre decidió adentrarse en la aventura.

—¿Estaremos bien? —preguntó su hijo Aurek. Viajaba sentado en el lugar del copiloto y llevaba un mapa desplegado en las manos.

—No lo sé, la gallega del gps se quedó callada y no hay otras indicaciones más que el camino en color gris que deberíamos tomar. ¿Qué dice tu mapa?

—A ver... —dijo el joven que estaba más concentrado en cantar el estribillo de una canción de los Smash Mouth que sonaba en la radio.

—¿Y bien? —preguntó Sebastián.

Mientras aguardaba la respuesta, se quedó con la mirada fija en un punto del paisaje. Pensó en esa nueva vida que estaba por empezar y la ansiedad junto a los nervios lo invadieron. Trató de restarle importancia.

Cuando volvió a la realidad y mientras su joven hijo continuaba dando vueltas el mapa para orientarse, Sebastián aprovechó el descuido para tocar el tablero de la radio y cambiar de estación. Sintonizó una radio de frecuencia modulada. El tema “Dos días en la vida” sonaba en su estribillo y el joven papá no dudó tararear la letra y golpetear con sus manos en el volante, generando que su hijo le dedicara una mirada de sorpresa.

—¿Qué te pasa que me mirás así? ¡Es un tema clásico! —Sebastián exclamó como si estuviera en un concierto—. ¡Y además, aplica perfectamente al momento, estamos en el medio de la nada, sin saber para dónde ir, igual que en la película de Thelma y Louise!

—Papá —dijo Aurek que en líneas generales terminaba siendo más maduro que su padre—, no estamos en el medio de la nada para empezar. Hicimos cuarenta kilómetros desde la Capital Federal por la autopista y ahora estamos en un desvío, no es tan grave.

—¡Ya lo sé, pero suena lindo pensar que estamos en medio del desierto, perdidos y que un sheriff con setenta alguaciles aparecerán para tratar de detenernos! —el papá movía las manos como si estuviera viviendo la película.

—Ahí vamos de nuevo —suspiró el joven—. Sacó un papel mal doblado del bolsillo posterior de su pantalón jean, y se puso a cotejarlo con lo que decía lo que intentaba ser una hoja con las indicaciones del lugar al que viajaban.

—¿Ese es el planito que hizo Elisa?

—El mismo —respondió Aurek.

Mientras discutían sobre los detalles cartográficos, Sebastián se quitó las gafas de sol que le daban la imagen de ser un piloto de un avión de guerra, más que un hombre de treinta y siete años que viajaba con su hijo de dieciséis, hacia el lugar que se convertiría en su hogar por los próximos años.


Aurek apoyó el rudimentario mapa sobre el volante de madera del viejo Ford Mustang GT 390, que su padre había heredado de su abuelo. Usando como mesa el tablero del vehículo, ambos se pusieron a examinar el mapa, hecho por la mejor amiga de Sebastián y hermana del dueño de la propiedad, el día en que se reunieron para firmar el contrato de alquiler.

Luego de analizarlo como si se tratara del plan de ataque de un submarino nuclear, y de compararlo con lo que les indicaba el navegador del vehículo, los chicos concluyeron que lo mejor era tomar el camino sugerido por Elisa.

—¡Bueno Auri, tomemos ese camino! —Sebastián levantó su mano y señaló hacia el horizonte, como si fuera el capitán de un navío que divisaba tierra.

Puso primera marcha en la caja de cambios de su auto clásico, y el potente motor del vehículo verde oliva rugió como un león aprestándose a correr a su presa. Ajustó sus gafas aviadoras y subió el volumen de la radio donde ahora sonaba la canción “En la ciudad de la furia”.

Así, padre e hijo salieron rumbo a su destino.


Desde la bifurcación donde se habían detenido doblaron a la izquierda, cruzaron sobre un puente y allí comenzaron a transitar por un camino de una mano y otra opuesta como sentido de circulación.

En la medida que fueron avanzando, su derrotero se fue poblando de eucaliptos a ambos lados, que los acompañaron todo el trayecto hasta llegar al barrio donde se encontraba la casa que habían rentado por el plazo de tres años.

El ambiente poco a poco cambió por completo.

El aire fresco que entraba por la ventanilla del vehículo estaba aromatizado por las hojas de los árboles y otras especies los hicieron sentir como si estuvieran entrando a otro mundo. Ya no estaba la pesadez del aire de la ciudad ni la locura de los coches en la autopista; en cuestión de minutos todo se redujo a un silencio que solo era interrumpido por la música a alto volumen de los chicos y por el sonido de pájaros que sobrevolaban el lugar.

—¿Por qué me apagás la radio? —preguntó Sebastián.

—Escuchá —dijo su hijo.

—No escucho nada, salvo el motor del auto.

—Por eso te digo, sentí que profundo es el silencio, solamente se escuchan algunos que otros pájaros.

—Guau, parecés un maestro zen —ironizó el papá.

Un sonido de aves que pasaban a vuelo rasante sobre las partes más llanas del lugar dieron un toque acriollado al paisaje, que de por sí daba la sensación de ser algún bosque europeo.

—Ese sonido, ¿serán teros?

—Parecen —dijo Sebastián— ¡De todas formas, no me bajaría por nada del mundo para verificar si lo son!

—¡Ah! ¿Todavía te dura el miedo por los teros, viejo? Aurek lanzó una carcajada.

—¿Miedo a qué?

—¡Al tero de tu tío Eldo!

Sebastián ladeó su cara a ambos lados.

—¡Bicho de mierda! —graznó—, yo solo había salido a conocer el patio del tío, y ni me imaginé que un tero que tenía de mascota te picaba peor que un escorpión...

Así Sebastián recordó la visita a la casa del anciano hermano de su padre, donde tuvo la desgracia de cruzarse con un pájaro que el dueño de casa había domesticado como si fuera un perro, y como tal cumplía la función de ser el guardián del hogar y corría a picotazos a los que desconocía, honor que había tenido el papá de Aurek en su momento.

—A propósito, ¿de dónde sacó ese nombre tu tío?

—No era nombre, era un sobrenombre —dijo Sebastián.

—¿Sobrenombre? Y yo que pensé que estaba jodido con el mío.

—El pobre viejo se llamaba Eneo, pero se hacía llamar Eldo —respondió Sebastián conteniendo la risa.

—¿Me estás jodiendo, papá?

—No hijo —El hombre estalló en una carcajada que lo hizo apoyar su cabeza sobre el volante.

—¿Se llamaba así y se puso ese sobrenombre? ¡Es un crack! —exclamó Aurek contagiándose la carcajada de su padre.

—Como ves, no sos la oveja negra de la familia; hay nombres más jodidos que el tuyo, mi pequeño retoño de pelo amarillo —Sebastián con una risa le revolvió la enmarañada cabellera a su hijo, quien trataba de zafarse del molesto amor de su padre.

—Lo que no llego a sacar es ese olorcito —dijo Aurek—. ¡Es como el olor que tenés vos después que te bañas!

—¡Yo sé, yo sé! ¡Son flores de azahar de limoneros y de naranjos! Debe haber algunos frutales o cítricos por la zona, y ese otro olor creo que es como de glicinas, si no me falla el olfato.

—¿Cómo las que hay en la casa del abuelo?

—Algo así —dijo Sebastián.

El paisaje, la tranquilidad y los olores fueron sorprendiendo a los visitantes, tal como se lo había advertido Mateo que les sucedería cuando visitaran el lugar por primera vez.

El encanto fue aumentando hasta que luego de transitar un par de kilómetros por el camino bordeado de naturaleza llegaron al cartel de bienvenida del barrio. Se apreciaba que era de madera tallada, similar al quebracho colorado, y recibía a los visitantes con la leyenda:

Aldea del Norte, esto es un barrio y NO un pueblo.

Se detuvieron al costado del camino para tomarle una fotografía al simpático letrero que a la vez contrastaba con el paisaje, salido de una postal de algún lugar de los Alpes suizos.

—¿Qué estás mirando, pá? —preguntó Aurek

—Estoy mirando a ver si aparece La novicia rebelde —su padre sonreía mirando el paisaje que los rodeaba.

—¡Qué boludo! Vení, acércate que quiero que nos saquemos una selfie con el cartel de fondo.

—¡Dale! —su padre se acomodó la abultada y casi rastafari cabellera.

Al verla a simple vista parecía como si un panal de abejas le hubiera caído en la cabeza, volcándole litros de miel que resplandecían con el sol que le daba de lleno.

—¿Así estoy bien? —preguntó mientras se peinaba con los dedos.

—¡Sí, pá! Esta foto va a ser tendencia en mis redes —dijo Aurek haciendo varias tomas, una de las cuales terminó posteada en una de las redes sociales del joven, mostrando a todos sus contactos el lugar que se convertiría en su hogar.

Una pareja de personas mayores, vestidos con ropa deportiva, se acercaron caminando por un sendero al costado de camino. Los chicos los habían cruzado un rato antes.

“Buenas tardes, ¿Están perdidos o de visita?”, preguntaron.

—¡Lo primero! —Se apresuró a responder Sebastián—. En realidad estamos mudándonos y nos detuvimos a sacarle una foto al cartel de bienvenida. Es una obra de arte y la frase es muy simpática.

—¿Ah, vio que lindo? —respondió la mujer, que siempre tenía el mismo repertorio para todos aquellos que llegaban al barrio—. Lo talló un artesano del barrio, Don Eustaquio.

—Me causó gracia la leyenda del cartel —mencionó Sebastián.

—¿Cuál leyenda?

—Que es un barrio y no un pueblo.

—Ah, eso es porque vienen muchos porteños o turistas que llegan perdidos y creen que esto un pueblo y empiezan a quejarse de que no hay asfalto, policía, supermercados grandes, etcétera.

—Entiendo —aceptó Sebastián—. Pero es un lugar muy bonito por lo poco que pude apreciar.

—Y muy seguro ¿A quién vienen a visitar joven? —preguntó la señora.

—En realidad nos estamos mudando, alquilamos la casa de Tomás Prado. Somos amigos de la familia de su esposo, Mateo.

—¡Ah sí! —dijo el hombre que caminaba junto a la mujer—, vas a lo de Tommy. Nos avisó que vendrían nuevos inquilinos a la casa.

—¿Sabrían indicarme cómo llegar? —pidió Sebastián.

—Sí claro, la casa está a unas cinco cuadras derecho por esta principal y después doblás a la izquierda dos cuadras. Te vas a dar cuenta porque tiene un cartel con el nombre.

—¿Con qué nombre?

—Con el nombre de él, ¡hombre! ¿Cuál más? —exclamó el anciano como si fuera un tenor de la ópera—. Acá cada casa tiene el nombre de sus dueños, es una forma más fácil de identificarnos, además somos un barrio de pocas casas y todos nos conocemos. Lo que sí ahora habrá que cambiarle el cartel, digo, para poner el nombre de sus nuevos moradores —concluyó mirando a su esposa, quien asintió con la cabeza.

Sebastián y Aurek se miraron y sonrieron pícaramente, algo que el matrimonio mayor no tomó muy bien. Al notar la actitud de los ancianos, Sebastián se disculpó.

—Perdónennos, pasa que siempre vivimos en departamento y nunca imaginamos que en un pueblo las casas tenían el nombre de sus propietarios.

—Lo imaginé —dijo el señor—. Ustedes tienen pinta de gente de ciudad. Lo mismo le pasó a Mateo la primera vez que visitó el lugar. Y a propósito, esto no es un pueblo, es un barrio... —agregó en tono solemne.

Lo cierto era que si bien los pobladores le decían barrio, era un pequeño pueblo que hacía unas décadas había sido refundado por personas que se querían alejar del ruido de las urbes sin tampoco dejar de tener un rápido acceso a las comodidades y servicios que brindaban las ciudades que se encontraban a su alrededor.

Para el caso, la más cercana estaba a unos cinco kilómetros de “Aldea” —como la llamaban los moradores— donde se encontraba toda la concentración del movimiento de la zona, y lugar al que los vecinos del barrio llamaban “la ciudad”. Era habitual escucharles decir: “vamos a la ciudad a hacer trámites”, cuando en realidad significaba viajar unos pocos kilómetros por la autopista.

Aldea del Norte era también un punto turístico.

Una serie de bosques se habían formado años atrás, cuando uno de los primeros habitantes de la zona se encargó de plantar cientos de especies arbóreas. Esto lo convirtió en una suerte de “pulmón verde” que atraía turistas y visitantes de fin de semana a relajarse y disfrutar del aire puro, además del ojo de agua que se encontraba casi donde se terminaba el barrio y que los habitantes llamaban “La laguna”.

—A propósito, me llamo Sebastián y él es mi hijo Aurek. “¡Mucho gusto!”, dijo el matrimonio al unísono.

—Yo soy Elsa y él es mi marido Cacho —la atenta mujer señaló al señor que estaba a su lado.

—Yo pensé que sería Steve Mac Queen el que bajaba de ese auto, parece el de la película Bullit —exclamó Cacho mirando azorado el vehículo verde oscuro que parecía una joyita de colección.

—¡Ah, esta es la saeta verde! —Sebastián se pasó una mano por la nuca y la otra la llevó al bolsillo trasero de su jean roído—. Es un autito que tenía guardado mi abuelo en su garaje, y poco antes de morir me lo regaló así que lo cuido como si fuera mi segundo hijo.

—Se nota, porque lo tenés impecable. ¿Motor V8? —preguntó Cacho.

—Sí, con 320 caballos de velocidad.

—¡Un caño! —exclamó el hombre, metiendo su calva cabeza por la ventanilla del vehículo.

—¡Cacho, por favor controlate! —bramó su esposa.

—Sí, sí. Pasa que no se ven autos como este por acá...

—¡Qué pelo hermoso que tienen chicos! —dijo Elsa cambiando de tema—. En mi peluquería raramente veo un color tan rubio y con un color así como ese —La mujer tocaba con su mano derecha un mechón del pelo de Sebastián y con la izquierda otro de la blonda cabellera de Aurek.

—Es un gusto conocerlos, ya se los había dicho antes, pero creo que el auto y nuestro cabello acapararon su atención —repuso Sebastián mientras intentaba zafar de los dedos de la mujer que a manera de peine jugaban con el pelo color miel de los recién llegados.

—¡Qué nombre raro tenés! —exclamó de golpe Cacho mirando al hijo de Sebastián.

—¡Y que jovencitos que son! ¡Cuando los vi pensé que eran hermanos, me hizo acordar a Tommy y su hermano Juanse cuando vivían en el pueblo!

Y si bien parecía una obviedad, no cabía duda de que eran padre e hijo, pues Aurek era una copia de su padre, y a pesar de ser de dos generaciones distintas, al verlos juntos uno podía fácilmente confundirse y pensar que eran hermanos.

Sebastián, con sus treinta y siete años encima, era un hombre promedio de un metro ochenta, de contextura delgada y algo musculada.

Su piel, era de un color entre blanco y rosado muy pálido y sus ojos de un color verde muy, muy claros —casi llegando al color amarillo en el círculo cromático—, lo que daba la impresión de que si uno lo llegaba a cruzar de noche, pensaría que era un vampiro o el demonio de algún programa de televisión. El pelo, tal como lo había observado Elsa, era rubio, casi como el color de la jalea real, el cual al contacto con el sol desparramaba destellos dorados en todos los sentidos. La llamativa cabellera era una mata espesa que definía la personalidad de este hombre, vestido con pantalones blue jean rasgados y algo ajustados, una remera blanca y zapatillas de la misma tonalidad.

Aurek por su parte vestía ropa más bien holgada: una remera en color oscuro de su grupo musical favorito sobre la que llevaba una camperita con capucha, un jean algo gastado y zapatillas converse de color negro.

Salvo por la diferencia edad, y por el hecho de que “Auri” era un poco más bajo y que llevaba el pelo tan largo como podía manejar, eran dos clones con gustos musicales diferentes.

—Nos suele pasar lo de confundirnos y lo que la gente dice al saber mi nombre.

—¿Qué origen tiene tu nombre, querido? —preguntó Cacho rascándose la cabeza.

—Tiene origen polaco —respondió el joven.

—¿Saben hablar en polaco? —Cacho se veía curioso.

Dzien dobry —dijo Sebastián.

—¿Qué significa? —preguntó Elsa.

—Buenos días —respondió Sebastián—. Y también está Do widzenia, que significa “Hasta luego”.

—¿Y no entiendo? —preguntó Cacho.

—¡Nie rozumiem! —exclamó orgullosamente Aurek.

—¿Pero se puede poner un nombre así? —preguntó con curiosidad la mujer.

—En realidad, nací por causa del destino en Polonia —dijo el muchacho.

“¿Y cómo terminaron en Buenos Aires?”, preguntó el matrimonio mirándolos como si fueran una rareza.

Sebastián tomó aire como si fuera a examinarlo un médico, y con un tono que era mezcla de reflexión y alegría les contó acerca del natalicio de su “pichón”.

—Por aquel entonces, su mamá, quien es cantante de una banda; se encontraba de gira dando un recital cerca de Varsovia. Aún le faltaba casi un mes y monedas para nacer, pero el pequeño decidió venir al mundo en Europa, justo un día antes de nuestro regreso a Argentina.

—Y vos también sos cantante, ¿querido? —Elsa frunció el entrecejo y se cruzó de brazos esperando la respuesta.

—¡Oh, no! En ese tiempo yo estudiaba y tenía el tiempo y el dinero para acompañar a Alana en sus giras. Pero luego del nacimiento de Auri, y de haberme recibido me dediqué a trabajar en mi profesión como kinesiólogo, o como algunas personas llaman también, como fisioterapeuta.

—¡Ah! ¡Ya entendí! ¿Vas a trabajar en el hospital que está en la ciudad cerca de acá?

—Sí Elsa, empiezo el lunes que viene.

—Volvamos al tema del nombre de tu nene que no me quedó muy en claro —preguntó con curiosidad Cacho, rascándose la cabeza con una vara de eucalipto que portaba como arma de defensa para alejar a los perros que se les arrimaban con intenciones poco amigables.

—Les cuento la historia: cuando este pichón de mamut nació —comenzó diciendo Sebastián, abrazando a su hijo tan querido quien se reía—, tenía el pelo bien amarillo y las enfermeras lo llamaban Aurek, que es una variante de Aurel, nombre que significa “niño de pelo rubio”. Si bien era raro, nos gustó por lo que significaba y por el amor con que esas mujeres que ayudaron a su mamá a traerlo al mundo lo “bautizaron”. Así, que luego de hablarlo con su madre decidimos ponerle ese nombre.

—¡Qué lindo! —dijo la mujer agarrándole uno de los cachetes de la mejilla a Aurek—. ¿Y tenés un segundo nombre?

—Sí, pero prefiero manejarme con el primero.

—¿Cuál será? Igual tenés un nombre lindo, cortito y al pie.

—Sí, será lindo, pero no es fácil llevarlo —dijo el muchacho.

—Peor estoy yo pibe —dijo Cacho.

—¿Por?

—¡Porque me pusieron de nombre Fulgencio Toribio, por eso me puse de sobrenombre “Cacho”! —El hombre soltó una risotada.

—Bueno, no me siento entonces tan solo en esa batalla. A mí suelen decirme “Auri”, pero no sé si es peor el nombre o el sobrenombre.

Elsa sonrió y el sonido del cronómetro que traía colgando del cuello le recordó que debía continuar la caminata.

—Bueno, si necesitan algo, háganlo saber. Las llaves de la casa las tiene Elena, la vecina de al lado de la casa; y los esperamos esta noche en el salón de la Sociedad de Fomento que hay reunión y de paso los presentaremos en sociedad. ¡Un gusto de conocerlos!

—¡Genial! —dijo Sebastián sonriendo.

“¡Do widzenia!”, exclamó el matrimonio mientras se alejaba.

“¡Nie mówie po polsku!1”, respondieron los rubios, riendo.

Y mientras el matrimonio entrado en años continuaba la marcha como dos granaderos, los recién llegados quedaron mirándolos.

—Auri, esto va a ser muy interesante… —Sebastián miraba a la pareja que se alejaba traspasando el cartel de bienvenida.

—Sí que lo va a ser... —afirmó su hijo.

—¿Así se habrá sentido la Doctora Quinn cuando llegó al oeste? —Sebastián regresaba al auto junto a su hijo.

—¡Ahí vamos de nuevo con las series de televisión! —exclamó Aurek.

—¡Es cultura también nene! No me respondiste la pregunta —Sebastián solía ponerse serio cuando se trataba de algo tan dramático como algunos de los antiguos programas de teve que solía mirar junto a su por entonces bebé.

—Seguramente que sí papá. En tu caso podrías llamarte

“Doctor Lynch, el hombre que cura” —bromeó el joven.

—Ya te dije que no soy doctor, soy kinesiólogo.

—Pero la gente igual te dice doctor. Entonces te cambiaría el nombre a “Sebastián, el fisioterapeuta que te saca las contracturas” —soltó Aurek con una risotada.

—Ese me gusta más, creo que voy a considerar tu sugerencia, solo que no sé si conseguiré que me hagan un cartel de madera con tan largo nombre.

—¿Hablás en serio? ¿Después del letrero que acabamos de ver te quedan dudas? —demandó Aurek mientras se colocaba el cinturón de seguridad.

—Es verdad, observación muy pelotuda la mía. ¿Estás listo?

—¡Listo! —gritó Aurek levantando los brazos como si estuviera en la bajada de una montaña rusa.

En la radio del feroz vehículo comenzaron a sonar los acordes metaleros de “You Give Love A Bad Name”, interpretados por la banda de Bon Jovi, la favorita de Sebastián, quien no dudó en subir el volumen al máximo y emprender la marcha hacia lo que se convertiría en su hogar por unos años.

Como si estuviera tocando la batería, Aurek golpeteaba con sus manos el tablero de madera del auto en tanto que su padre rockeaba la canción emulando a su ídolo. Así, con música que retumbó en todos los rincones del bucólico poblado, llegaron los dos hombres de cabellera del color de la miel y ojos como piedras de citrino.

1 Significa “No hablamos polaco”.

Los chicos rubios

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