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CAPÍTULO 2
LOS CHICOS RUBIOS

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—¡Hola! ¿Hay alguien aquí? —preguntó Sebastián golpeando la puerta de una casa de madera, pintada en color azul.

—¡Sí, ya voy! —se escuchó una voz de mujer que respondió desde el interior de la vivienda.

—No hay apuro —respondió Sebastián mirando a su alrededor.

Mientras esperaba, Sebastián contempló la pintoresca casa, una especie de cabaña de madera pintada en un color cerúleo, que estaba flanqueada por dos ventanales de madera en color blanco sucio, resguardados por celosías en un tono turquesa.

Bajo los mismos, unos pintorescos maceteros de madera natural exhibían a manera de cascada, plantas de geranio en cuyas guías explotaban flores en color fucsia, blanco y rojo. Y al igual que todas las cabañas del barrio, tenía su respectivo cartel en madera tallada que identificaba a los moradores: “Casa de Elena y familia”.

Al cabo de unos minutos, una mujer que tendría unos sesenta y tanto de años, quien portaba una vaporosa cabellera rubia abrió la puerta de la casa.

—¡Hola! ¿Vos sos el nuevo vecino?

—Así es, soy Sebastián, un gusto.

—El gusto es mío querido, soy Elena —dijo la mujer dándole un beso en la mejilla —¿Venís por las llaves?

—Sí, me dijeron que las tenía usted.

—Sí, esperame que las traigo.

Mientras aguardaba, Sebastián se quedó en la vereda y se puso a mirar a su alrededor. Todo ese entorno le era nuevo, puesto que era un animal de ciudad y se sentía totalmente fuera de su ambiente.

—Acá están —La mujer apareció blandiendo un juego de llaves.

Detrás de ella, apareció ladrando un can golden retriever, de pelaje tan claro como el del cabello de su dueña.

—¡Qué lindo perro! —exclamó Sebastián al ver el animal.

—¡Perra! —gritó su dueña—. Se llama Tippie.

—Ese nombre me suena… ¿como Tippie Hedren? —Sebastián se rascó su enmarañada cabellera.

—¡Sí! Veo que has visto las películas de Alfred Hitchcock —se apresuró a decir Elena en tanto invitaba a Sebastián a dirigirse a la casa donde se mudaría.

—Sí, me acuerdo del nombre de la actriz porque protagonizaba la película Los pájaros. ¿Por eso le puso el nombre a su perra?

—Ya te contaré la historia, pero por lo pronto soy fanática de las películas de ese hombre —dijo su vecina, mientras subía por la escalinata que daba al pórtico de entrada a la casa—. ¿Venís solo?

—No. Vengo con mi hijo, pero lo perdí en la esquina de la plaza, cuando vio a unos chicos cantando baladas y un repertorio musical bastante variado.

—Ah sí, se juntan ahí después del colegio y los fines de semana; a veces los turistas que visitan el barrio les dejan algún que otro billete de propina —la mujer hablaba mientras metía la llave en la cerradura de la puerta de calle.


La casa a pesar del tiempo que llevaba deshabitada, se encontraba en condiciones impecables. Si bien había un poco de olor a encierro, al ir abriendo las ventanas y las puertas del lugar, Sebastián se encontró con un verdadero hogar y recordó las palabras de Mateo, quien se había casado con Tommy, el dueño de esa casa y que ahora vivían en Italia, cuando le describió la sensación que tuvo cuando entró a la casa por primera vez:

Lo que más me impresionó cuando conocí “Aldea”, fueron las edificaciones que iba observando, si bien no eran iguales, mantenían un estilo donde predominaban la madera y el vidrio. Las construcciones emergían entre frondosas arboledas que ya no se limitaban solamente a eucaliptos, sino que ahora sumaba robles añosos y pinos antiquísimos.

En el suelo, como un manto mágicamente colorido, se podían observar macizos de flores de distintos colores, como cyclámenes en colores blancos y rosados, algunas violetas africanas y fresias. El aroma de estas me acompañó en la entrada al pueblo. Como si ya no fuera suficiente espectáculo de la naturaleza, en los jardines anteriores de algunas casas, una explosión de azaleas rosadas que comenzaban a florecer te daban la bienvenida.

Si no fuera porque me encontraba en mi auto y el navegador marcaba que estaba en Buenos Aires, hubiera pensado que estaba en algún otro lugar, ya sea del sur del país o del norte de Europa.

Otra curiosidad que me llamó la atención fue ver en una determinada esquina a algún joven tocando la guitarra acompañado de otros chicos y chicas tocando una armónica, una pandereta y distintos instrumentos de aire que le daban una atmósfera más acogedora al territorio, combinando distintos ritmos que iban del rock romántico, pasando por la bossa nova, algunas baladas y terminando en una suerte de indie— folk americano. Cuando me detuve por un segundo a observarlos y escucharlos, los jóvenes lejos de intimidarse invitaban a los visitantes ocasionales del lugar a que se unieran al coro.

Continué la marcha según las indicaciones que había recibido hasta llegar a una casa que era una especie de chalet y cabaña combinados —hecho de madera pintada de blanco— con el techo de tejuelas de color pizarra y también con un jardín delantero repleto de plantas con flores que explotaban de un color blanco purísimo. Entre el jardín y la vereda propiamente dicha de la casa, un cartel de madera blanca, colgaba de un poste del mismo color indicando de quien era esa cabaña: “Casa de Tomás”, cartel que seguramente tendrás que cambiar, salvo que te interese dejarlo así, concluía el recuerdo del relato de su amigo Mateo.

La voz de la vecina que estaba abriendo las ventanas sacó de su ensimismamiento a Sebastián. Mientras recibía las indicaciones de la mujer, quien le pasaba la información de donde estaban los interruptores, las llaves de paso, las térmicas, etc., continuó mirando a su alrededor y no podía dejar de asombrarse del exquisito lugar que su querido amigo le había rentado.

El interior del lugar contrastaba perfectamente con lo que había en el exterior: una amplia estancia que empezaba con un living que funcionaba como recibidor, con paredes blancas y techos de madera natural con profundas vetas que se sostenían sobre fuertes vigas del mismo material. En un extremo, y casi contra una ventana, se hallaba un escritorio de madera recuperada, que junto con un sillón de oficina y unos estantes con papeles y libros formaban un estudio de trabajo que en su momento el dueño de casa había montado para trabajar desde allí.

Un viejo equipo de música descansaba sobre un cajón de madera que seguramente supo albergar algún tipo de mercancías en la antigüedad, y ahora se había reconvertido en un mueble de apoyo. El resto del mobiliario que se podía apreciar a simple vista era una combinación de moderna rusticidad con algunos objetos recuperados en ventas de remate. Las combinaciones de colores claros con algunos toques de tonalidades azules, le daban al ambiente de la casa un estilo costero.

No se trataba una vivienda grande ni ostentosa, pero era definitivamente el hogar de una persona que siente amor por sus cosas.

—¿Estás bien? —le preguntó la mujer, viendo que el recién llegado se había quedado en silencio.

—Sí… es que no puedo creer el estado increíble en que está la casa, Mateo me dijo que la habían dejado con todo el mobiliario y que usemos lo que quisiéramos, pero nunca me imaginé algo tan exquisito como lo que estoy viendo —La expresión de Sebastián era de sorpresa.

De grata sorpresa.

—Eso fue obra de Tommy, él es el dueño original de la cabaña —recordó Elena con una sonrisa—. Él se mudó acá cuando tenía veinte años. La decoró y la ambientó a su gusto y el primer día que Mateo visitó la casa, se quedó con la misma expresión en la cara que vos —La mujer terminó de abrir las ventanas y se quedó un momento en silencio.

—Justo estaba recordando eso... —suspiró Sebastián, quien conocía muy por encima la historia de los anteriores habitantes de la vivienda: dos hombres llamados Tomás y Mateo.

Elena de pronto volvió a la realidad y lo invitó a Sebastián a recorrer el resto de la “cabaña de Tomás”.

—Vení que ahora te muestro la habitación principal y las dependencias —dijo con un gesto.

Caminaron unos metros y Sebastián la segunda sensación de estar en un de lugar mágico: se encontró con un amplio dormitorio de paredes grises en un tono muy claro. Una confortable y amplia cama, flanqueada por dos alfombras de lana en color crudo eran los protagonistas del espacio que a manera de escenario, se destacaban un cálido piso de pinotea, pintado de blanco. A su lado, las mesitas de luz eran dos piezas desiguales, rescatadas del galpón de antigüedades del barrio, y prolijamente recicladas. Sobre las mismas se encontraban dos lámparas de aspecto industrial que oficiaban de veladores y a un lado, un placard en madera blanca, ocupaba una de las paredes de la habitación. Frente a la cama, dos amplios ventanales calaban una pared revestida íntegramente en madera sobre la que se apoyaba un banquito hecho de lenga y revestido con algún tipo de piel.

En el ángulo opuesto de la habitación se encontraba un cálido rincón de lectura: un sillón de color suela al que Elena como si fuera una decoradora llamó egg. Una banqueta para apoyar los pies hicieron que Sebastián no pudiera resistirse a probarlo y se acomodara como si estuviera en una biblioteca.

El esquema de la habitación se completaba con un baño donde el protagonista era un gran espejo originario de Bali.

—¿Cómo sé que ese espejo viene de Indonesia? —preguntó el hombre frunciendo el entrecejo.

La mirada intransigente de su ahora vecina fueron la respuesta al rubio papá que sin decir nada y metiendo las manos en los bolsillos siguió recorriendo el lugar.

El estilo se repetía en la habitación de huéspedes y terminaba con la cocina. Allí, iluminada por cuatro ventanales que dejaban ver un bosquecito, y con una mesa de campo, un mueble trinchante y una serie de tarros y sifones antiguos, sobresalía con la apariencia de una antigua cocina de campo.

Por una puerta de madera y vidrio se accedía al patio, que inicialmente era una pérgola que daba paso a un colorido jardín silvestre, al igual que el resto de las cabañas del poblado.

—Bueno, esta es la casa, espero que la disfrutes, ya que está llena de buenos momentos —declamó la vecina tomando un portarretrato que descansaba sobre un mueble.

—¡Qué linda foto esa! —Sebastián sonrió con la fotografía que contenía el marco.

Allí se veían tres personas: dos hombres y un niño, los tres sonriendo.

—Esta foto se la sacaron Tomás y Mateo el día que adoptaron a Luciano —Elena sonrió y meneó la cabeza a los lados.

—Sí, conozco algo de la historia —dijo Sebastián con una sonrisa tierna—. ¿Luciano era el nieto del vendedor de diarios del barrio que había quedado huérfano, verdad?

—Así es —Elena le hizo una caricia al cuadro que sostenía y lo depositó nuevamente donde estaba—. Lo adoptaron como sus padres, luego los chicos se casaron y al poco tiempo se fueron a Europa por trabajo. ¿De dónde los conocés a Tommy y Mateo?

—Soy amigo de Elisa, la hermana de Mateo, ella fue quien me pasó el contacto.

—Entiendo, ¿vas a trabajar por la zona?

—Sí, del Sanatorio de la ciudad me contrataron para trabajar por dos años y quizás pueda instalar un consultorio acá; por eso cuando me enteré de esta propiedad y sobre todo que venía de alguien conocido, no dudé en alquilarla.

—¿Sos médico?

—No, soy kinesiólogo —respondió Sebastián orgullosamente.

—¡Qué bueno tener un médico cerca! —celebró la vecina—. A propósito ¿no traen elementos de mudanza? —Elena miró hacia la vereda y solo vio el auto.

—Pocas cosas, la mayoría las traemos en el auto, de todas formas la casa está amoblada —Sebastián torció levemente sus labios, y su tono sonó apagado.

—¿Pero no tenés muebles o cosas así? —quiso saber la curiosa mujer,

—La verdad que no. Todo lo que tenía, cuando me separé hace mucho tiempo ahora es propiedad de la mamá de mi hijo —comenzó diciendo en el mismo tono de voz. Sebastián se llevó las manos a los bolsillos traseros del pantalón y bajó la mirada. Pateó algo en el suelo y levantó nuevamente su rostro—. Siempre que nos hemos mudado vivimos en departamentos de alquiler, y la verdad que con mis ingresos, apenas me alcanza para mantenerme a mí y a mi hijo.

La vecina miró hacia el suelo y su rostro mostró preocupación.

—Ah, entiendo... —dijo cruzándose de brazos.

—No se ponga mal, Elena. Lo más valioso lo tengo conmigo —Sebastián miró en dirección hacia donde venía su hijo, corriendo con las mejillas coloradas.

El adolescente se detuvo frente a ellos.

—¡Hola! —saludó mientras se reponía de la carrera. Apoyó sus manos sobre las rodillas y tomó aire. La cara colorada, el pelo alborotado y la evidente agitación de Aurek fue su carta de presentación.

—¡Qué chico tan lindo! —Elena le apretó las mejillas, lo cual ya era moneda corriente para el adolescente— ¡Ay, sos igual a tu papá! —gritó cuando dio cuenta del parecido en los dos hombres que tenía frente a sí.

—Sí, es verdad —dijo el joven tratando de zafarse de las manos de la mujer.

—Ella es Elena, nuestra vecina —dijo Sebastián.

—Un gusto, yo soy Aurek, pero me dicen Auri.

—¿Cómo dijiste? —la mujer acomodó sus lentes que casi le caen al escuchar el nombre del joven.

—Me dicen Auri.

—¡No! Tu nombre.

—Mi nombre es Aurek.

—¿De dónde salió?

—Es un nombre polaco, hace referencia a Los chicos rubios.

—¡Ah! —dijo la mujer sin entender nada—, en fin, ustedes los que vienen de la ciudad son muy extraños...

—Eso es cierto —replicó el muchacho.

Elena se quedó observando a Aurek y Sebastián, como si los estuviera analizando para hacerles un retrato. Frunció el entrecejo, apretó los labios a su derecha y entrecerró los ojos.

—A ustedes a partir de ahora los voy a llamar “Los chicos rubios” —dijo seriamente.

Sebastián soltó una sonrisa, y la mujer continuó hablando.

—Sería un buen nombre para ponerle a la casa, digo ya que tendrán que cambiar el cartel de la entrada.

—Es un buen nombre ese —Sebastián soltó una carcajada, algo que la pintoresca vecina no tomó muy bien.

—Bueno, los dejo que se acomoden y cualquier cosa que necesiten estoy al lado; en la puerta de la heladera está mi número de teléfono y recuerden que esta noche tenemos reunión en la Sociedad de Fomento.

—De acuerdo Elena, no faltaremos.

Mientras la mujer se alejaba, Aurek y Sebastián cruzaron miradas.

—¿Qué es eso de la reunión? —preguntó el menor de Los chicos rubios.

—Nuestra presentación en sociedad o algo así —dijo Sebastián meneando la cabeza. El hombre sacó una coleta que llevaba en su muñeca y se ató el pelo—. Auri, ayudame a bajar los bolsos del auto y te sigo contando...

Padre e hijo comenzaron a bajar las cosas que formaban parte de su patrimonio que no eran más que bolsos con ropa, algunos elementos ortopédicos del trabajo de Sebastián, efectos personales, y un pequeño charango que junto a su bicicleta y a su padre eran el más preciado tesoro de Aurek.

Entretanto se terminaban de acomodar, el teléfono de Sebastián sonó.

—¡Hola, Eli! —Sebastián sonrió al responder a la videollamada que le hacía su amiga.

—¡Hola amicci! ¿Cómo estás? ¿Ya te instalaste? —quiso saber Elisa del otro lado de la pantalla.

—Estamos en eso —Sebastián movió el teléfono y le mostró como estaba el interior de la casa—. ¿Ves algo de lo que estoy enfocando?

—¡Sí, se ve bien!

Aurek se asomó al teléfono de su papá.

—¡Hola, Eli! —saludó agitando una mano.

—¡Hola, Auri! ¡Qué grande que estás! ¿Te gusta tu nueva casa?

—Sí, es muy linda y el barrio también me gustó.

—Me alegra oírlo.

Sebastián siguió recorriendo la cabaña como si fuera un camarógrafo.

—La verdad Eli, que la casa está impecable, está muy bien mantenida y exquisitamente decorada.

Ah, eso fue mérito de Tomás, puesto que la casa es de él —Elisa suspiró—. Tommy se fue a vivir a los veinte años al pueblo, cuando sus papás lo echaron por su condición sexual al pobrecito —El tono de voz de Elisa sonó triste.

—Algo me contó brevemente —mencionó el rubio papá con cierta curiosidad —lo que no entendí bien fue la historia de cómo tu hermano terminó casándose con Tomás y viviendo acá.

Ah, es una historia digna de un cuento de hadas —dijo Elisa más repuesta— seguramente cuando vaya a visitarte te la contaré, o si hablás con ellos les podés preguntar, pero resumiendo Mateo conoció a Tomás en un viaje a Europa.

—¿Sí? —preguntó Sebastián.

Sí. Mateo había ido por negocios de la empresa y Tomás por turismo, y por esas vueltas de la vida se conocieron en la zona de Notre Dame a mediados, cerca de donde hubo un intento de atentado que por suerte no fue.

—¡Qué historia! —exclamó Sebastián. El hombre se había sentado en la escalinata de entrada a la casa, mientras su hijo iba y venía con las cosas que bajaba del auto.

—El hecho es que en medio de todo ese revuelo, sin saber nada el uno del otro, se conocieron y desde entonces están juntos. Tommy vivía en la casa donde vivís ahora, y en su momento Mateo viajaba mucho a quedarse con él hasta que finalmente se casaron.

—¿Y me contaron que adoptaron un niño?

—Sí, en el medio de toda su historia, conocieron a Luciano, un nene que quedó huérfano de su abuelo el cual, estando muy enfermo, les pidió a los chicos que se hicieran cargo del pequeño si él llegaba a irse.

—Y ahora está en Italia con ellos… —dijo Sebastián.

—Sí, luego de casarse y adoptar al nene, Mateo se asoció con un italiano amigo de nuestra familia y dado el volumen de los negocios que hacían y que viajaba frecuentemente, obligó a que se fuera allá. Pero por lo pronto llevan una vida relinda.

—Que hermosa la historia Eli, es loco que habiendo sido amigo tuyo desde chico no la conociera del todo…

—Suele pasar, andamos todos a las corridas últimamente. Bueno, yo te llamaba para saber si estaban bien y si necesitaban algo.

—Por lo pronto estamos bien, yo empiezo en mi nuevo trabajo la semana que viene así que me quedan unos días para adaptarme, conocer el lugar y hacer sociales.

—¡Buenísimo! Y cuando estés instalado, te vamos a visitar con Pablo y las nenas.

—Sí, me gustaría mucho verlos. Y si hablás con Mateo, avisale que está todo bien por acá.

—Hablando de eso, me dijo que cualquier cosa que necesites, le mandes un mensaje y él te llama vía Skype.

—Seguramente lo llamaré por alguna cosita, pero bueno, por lo pronto acá está todo bien.

—¡Me alegro mucho! Vas a ver cómo te va a cambiar la vida ese lugar, si no fíjate en Mateo el milagro que hizo...

—Lo hizo no solo el lugar, sino la persona que conoció... —dijo Sebastián pensativo.

Quién te dice que allí no te pasa lo mismo —Elisa sonrió.

Sebastián ladeó la cabeza a la derecha.

—¿Conocer una persona?

Sí, obvio zonzo. ¡Capaz que hasta terminás conociendo un flaco copado como mi hermano! —soltó la muchacha con una carcajada.

—Sos loca. A propósito de conocer gente, esta noche tenemos la presentación en sociedad con Aurek…

—¿La qué?

—La presentación en la Sociedad de Fomento del barrio, ¿podés creer?

Ah sí, Mateo pasó por eso también —exclamó Elisa con una risotada—. Le dicen presentación, pero en realidad es una especie de careo que les hacen a los que recién llegan. Te averiguan vida y milagros, así que estén preparados vos y Auri. De todas formas, y hablando ahora en serio, quien te dice que en el barrio no conocés a alguien que te cambie la vida como a mi hermano.

—Mirá Eli, si termino con una historia tan linda como la de Mateo, no me importa si es un hombre o una mujer —declamó Sebastián con una sonrisa, sin imaginarse el peso que en el futuro tendrían esas palabras.

Es verdad —dijo la mujer en tono reflexivo—. Bueno corazón, que sigas bien y les mando un beso grande a vos y Auri.

—¡Te mando un beso! —gritó Aurek, llevando una caja llena de libros.

—¡Otro! —exclamó la hermana gemela de Mateo.

Mientras desconectaba su teléfono de la llamada, Sebastián se quedó observando a su hijo.

—¿Adónde vas a poner todos esos libros?

—¡Esperame que baje la caja y te digo! —exclamó Aurek tomando un poco de aire.

—¡Guau! ¡Acá hay libros que te leía cuando eras chico, y estos son de mi época de adolescente! —suspiró Sebastián mientras observaba algunos de los libros clásicos que más amaba: La isla del tesoro, Sandokán, Sherlock Holmes, El poema del Cid y así varios títulos que iba repasando mientras sacaba los ejemplares de la caja que había depositado su hijo en el piso.

—Este lo volvería a leer —dijo Aurek, tomando el ejemplar de La rebelión de Atlas que su padre le había regalado tiempo atrás.

—Es uno de mis favoritos también, Auri.

—¿Y este? —dijo en relación a un libro algo ajado y con las tapas de cartón visiblemente deterioradas.

Islas en el golfo, es un libro de Hemingway que cuando seas más grande te recomiendo lo leas.

Así, con cada libro, y luego con cada objeto que sacaban de las pocas cajas que formaban su equipaje de mudanza, padre e hijo fueron rememorando distintos momentos de su vida.

Algunos felices, otros no tanto; pero siempre con un amor y un respeto tan profundo que como un hilo invisible unía entre sí a los “chicos rubios”.

Los chicos rubios

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