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CAPÍTULO 7
CROISSANTS Y CAFÉ CON LECHE LOS MATECITOS DE SEBASTIÁN MI PRIMER AMIGO

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—Esto está exquisito —dijo Aurek mientras le daba una mordida a uno de los croissants que su padre había colocado en la tostadora. Era de mañana y los chicos se aprestaban a desayunar.

—Sí, es verdad, están muy buenos —Sebastián le sirvió un tazón de café con leche a su hijo mientras él se preparaba unos mates.

—Bueno, ya tengo las cosas listas papá; me voy a tomar la combi.

—¡Esperame Auri que te acompaño hasta la parada!

—¡Pero es muy temprano, viejo! Además, hasta el lunes próximo no trabajás, ¿Por qué no aprovechás a dormir un rato más?

—¿Y perderme a mi pequeño niño subirse a la combi en su primer viaje a la ciudad?

—¡Ah, sos imposible! Está bien. Vamos —gruñó Aurek.

—¡Sí! —Sebastián agarró el mate, llenó el termo con agua caliente y lo colocó debajo de su brazo.

—¿Vas a caminar con ese equipo encima?

—¡Sí, por supuesto! Solo tomé dos mates, así que mientras voy con vos aprovecho para ir tomando algunos matecitos.


Los chicos rubios caminaban rumbo a la plaza, la maña na estaba algo fresca, aunque el sol que empezaba a asomarse, muy tímidamente comenzaba a calentar el aire. Sebastián caminaba tomando unos mates y su hijo bufaba.

—No estamos en Uruguay para que andes con el termo bajo el brazo, papá —gruñó.

—Ya lo sé. ¿Desde cuándo sos tan prejuicioso? —preguntó su padre riéndose.

—No es prejuicio, es que es una nueva vida y no quiero que los vecinos piensen que somos raros.

—¡Ja! ¿A qué vecino te referís? ¿A la mujer de turbante, al hombre pez o a nuestra vecina que le pone nombres de personajes de películas de Hitchcock a sus mascotas?

—Me cagaste —Aurek estalló en una carcajada.

—Tomate un mate —le ofreció su padre.

—Mejor no papá.

—¿Por?

—Porque no quiero tomar encima del café con leche, y además la combi tarda casi una hora hasta la capital y no hace ninguna parada para ir al baño...

—Creeme que te entiendo, heredaste de mí la vejiga de un pajarito! —Sebastián rio.

Más allá de la broma, notó que su hijo se veía algo tenso. El rubio papá bajó los decibeles y le preguntó casi como en una confesión:

—¿Te molesta que hayamos venido tan lejos?

Aurek miró a su papá y sonrió. Era la sonrisa que se le escapaba cuando entendía que a Sebastián le preocupaba su bienestar. El adolescente era la arteria que cubría el corazón de su papá, y conocía del esfuerzo que el rubio inmaduro hacía por darle la mejor vida posible, y era algo que agradecía todos los días.

—No viejo, no estamos tan lejos de la civilización después de todo. Son cuarenta kilómetros que hay hasta la Capital, así que no es tanto.

—Me da la impresión que estás molesto, Auri... ¿De verdad no te jode hacer este viaje todos los días?

—No, nada que ver. Aprovecharé para dormir o leer; además son solo tres meses hasta que terminen las clases.

Estaban a pocos metros de la parada del transporte escolar. Sebastián se detuvo un momento y miró a Aurek. Sus ojos brillaban. A veces le costaba procesar que su chiquito pensara como todo un hombre, que entendiera como era la vida y que a pesar de todo, nunca se quejara o pusiera objeción alguna. Como cada vez que pasaba esto, su corazón comenzaba a galopar y los ojos se le humedecían. Sabiendo que estaba a punto de quebrarse, solo pudo pronunciar una frase.

—Gracias por comprender.

Aurek rodeó con sus brazos a su padre, y este le besó la coronilla.

—Lo importante es que estemos juntos, papá, lo demás no importa.

—Te quiero Auri —dijo Sebastián sin dejar de besarle el pelo.

—Yo también. ¡Pero ahora soltame que me están mirando todos!

—¡Mi hijo me quiere! —gritó Sebastián con una carcajada, mirando a la gente que se acercaba a tomar el transporte con destino a la Capital.

—¡Chau pá! —dijo el muchacho de melena dorada mientras subía al vehículo.

La pequeña camioneta blanca dio la vuelta a la plaza y tomó el camino de salida del barrio que desembocaba en la autopista. Sebastián se quedó mirándola hasta que se perdió en el horizonte, mientras tomaba un mate. En esa observación vio una cara conocida. El hombre que la noche anterior le había obsequiado un desayuno, y su amistad, se encontraba en su negocio, sacando unas mesitas a la vereda. Sin dudarlo cruzó la calle y se aproximó hasta él.

—¡Buen día Oleg!

—¡Ah! ¡Buen día, Sebastián! ¿Cómo estás?

—Bien, vine a acompañar a Auri a tomar la combi. ¿Querés un mate?

—¡Uy, sí! —exclamó Olegario aceptando el mate de manos de Sebastián—. A esta hora es lo mejor que me puede pasar, vamos adentro que acá hace frío —agregó mientras sorbía la bombilla de la pequeña calabaza revestida en cuero.

Entraron al local que aún estaba vacío y Oleg le devolvió el mate vacío.

—También quería agradecerte por el desayuno, los croissants estaban exquisitos. Los calenté en la tostadora y a Auri le encantaron.

—¿Y a vos?

—A mí también —respondió Sebastián.

—Me alegro. Que rico está este mate, ¿qué tiene?

—¡Ah! Es una yerba nueva que tiene hierbas del litoral y lemongrass.

—Con razón tiene un gustito a limón —respondió Olegario.

Sebastián detuvo su mirada y observó el local que poco a poco empezaba a tomar vida de la mano de su nuevo amigo.

—¿A esta hora arrancás?

—No, en realidad arranco más temprano, solo que a esta hora abrimos el local.

—¿Más temprano? —preguntó sorprendido Sebastián.

—Sí, me levanto, salgo a correr, luego voy a entrenar al rincón, vuelvo a casa; me baño y me vengo para acá.

—¿El rincón?

—Sí, el gimnasio.

—¡Ah! Ya me acuerdo ¡El rincón enfierrado! —Sebastián rio— ¿Y cuándo desayunás?

—¿Me estás cargando? Yo desayuno acá.

—Cierto. Bueno, te doy un mate más para no dejarte rengo y me voy.

—¿Ya? Quedate un rato más y desayunamos juntos. Andreé, Patti y los cocineros no vienen hasta dentro de una hora así que no me vendría mal compañía mientras hago algunas cosas acá.

—Siendo así. Sebastián se sentó sobre unas banquetas altas y apoyó sobre la barra el termo y el mate, que iba y venía de su mano a la de su amigo chef.


Luego de casi una hora que permaneció en el bistró de su amigo, el celular de Sebastián sonó avisando que había llegado un mensaje y eso lo devolvió a su rutina.

El WhatsApp enviado por Aurek decía: ya llegué.

—Bueno Oleg, ni cuenta me había dado de la hora; vos vas a empezar con el movimiento acá así que me estoy yendo —Sebastián se calzó el termo bajo el brazo, y con la misma mano levantó el mate en carácter de despedida.

—¿Qué vas a hacer hoy? —quiso saber Olegario.

—Por lo pronto, quiero desarmar los bolsos con la ropa y acomodarlos; después seguramente iré a caminar y conocer el barrio y después quizás me anote en el rincón.

—Ese es todo un plan.

—Sí, quiero llevar una vida sana y ordenada, y dado que hasta la semana que viene no empiezo en el hospital, aprovecharé para ambientarme y contagiarme del ambiente de pueblo.

—Cuidado. No te contagies mucho del espíritu de acá —dijo seriamente Olegario.

—¿Por?

—Porque no me gustaría que cambiaras tu forma de ser. Sos alguien distinto al resto de las personas y eso te hace especial.

Sebastián se quedó mirando a su interlocutor, y a diferencia de la noche anterior, ahora ya no se sentía incómodo o intimidado.

Se sintió en familia.

Se sintió valorado por ese hombre de apariencia perfecta que le había prestado el oído desinteresadamente.

Sintió que era algo para alguien, después de mucho tiempo.

—Es la primera vez que alguien me dice eso; Oleg. Trataré de no cambiar entonces —respondió con la misma seriedad.

—Tampoco te pongas tan serio, che... —bromeó Olegario.

A Sebastián se le escapó una risa.

—¿De qué te reís?

—Me causa gracia escuchar a alguien decir ¡che! con acento parisino...

—¿Ahora te estás burlando? —Olegario le arrojó el repasador que tenía en su hombro.

—¡No, no! ¡Para nada, franchute! —exclamó Sebastián atajándose con las manos, con una tentación de risa que contagió a su compañero.

Cuando se calmaron, un último diálogo caló fuerte en los dos hombres.

—¿Sabés algo, Oleg?

—¿No, qué?

—Sos el primer amigo que hice acá en la Aldea.

—¿Ah sí?

—Sí.

—Bueno, me siento honrado entonces. Puedo decir entonces que sos el segundo rubio más rubio amigo que tengo en el barrio...

—¿Y cómo es eso?

—El primer amigo que tuve acá fue Tommy, y ahora vos.

—¡Sí! ¡Ya podemos armar nuestra propia logia Delta Nu! —rio Sebastián.

—Que aparato que sos...

Sin darse cuenta, el dueño del bistró francés había tomado un vaso de vidrio al que le había estado pasando poco más de cien veces un paño de algodón que estaba sobre la barra.

—Bueno, me voy a ir porque si no a ese vaso lo vas en convertir en arena de tanto pasarle ese trapo. No te quito más tiempo, ¡chaucito! —exclamó Sebastián saliendo del local.

—¡Au revoir! ¡Y gracias por la compañía! —se despidió Olegario.

—Gracias a vos por escucharme, anoche y ahora; en verdad sos muy copado...

—¡Ah! ¡Veo que ya no me decís más que tengo mala onda ni nada de eso! —respondió con una risa el hombre de pelo castaño.

—¡Adiós Oleg! —Sebastián cerró la puerta al salir y le dedicó una última sonrisa tan blanca como el azúcar de los recipientes que se hallaban sobre las mesas del restaurante.

Cruzó la plaza, y caminando a un paso lento pero firme, fue observando los negocios. Al llegar a una especie de pequeño centro comercial se detuvo a ver las vidrieras de los negocios que mantenían el mismo estilo que las casas de madera, solo que pintados en distintos colores, entre los que se destacaba una pastelería. Allí se encontraban las dos chicas de pañuelo rosa en la cabeza que había conocido la noche anterior en la Sociedad de Fomento. Con ceñidos delantales del mismo color que sus pañuelos, se movían como si fueran robots coordinados para complementarse. Incluso parecían estar suspendidas en el aire detrás del mostrador que exhibía sus mercancías.

Al lado de la pastelería había una librería digna de cualquier ciudad importante, y casi llegando a una esquina había un pequeño bar semejante a una cantina irlandesa, que funcionaba como punto de encuentro. En el extremo opuesto, el famoso puesto de diarios del difunto Don Manuel, había sido renovado por sus nuevos dueños, manteniendo el estilo que el abuelo de Luciano había sabido darle.

Negocios de ropa se intercalaban con tiendas de regalos, la estafeta postal, un mercado de verduras orgánicas, una carnicería, y más allá una panadería.

Continuó caminando, y a poco más de cuadra y media de llegar a su casa, se detuvo en un pequeño bosquecito, el cual era un lugar de descanso parecido a una plaza. Se sentó un momento sobre un tronco caído que había sido tallado para darle forma de banco, y desde allí observó como el pueblo que no era un pueblo, se movía en cámara lenta.

Su mirada se detuvo frente a un árbol que le habían dicho que tenía más de cien años al que miró como si fuera un gigante dialogando con un elfo. Levantó su mirada a la copa del roble y suspiró:

“¿Me acostumbraré a vivir aquí?”.

Los chicos rubios

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