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CAPÍTULO 3
LA PRESENTACIÓN EN SOCIEDAD DE LOS CHICOS RUBIOS

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Sebastián y Aurek salieron de su nuevo hogar, caminando por las amplias veredas cuyos canteros estallaban con los colores de las azaleas.

El destino de la caminata era la Sociedad de Fomento del barrio, no del pueblo, como negaban sus moradores, donde serían presentados en sociedad.

—¿Desde cuándo las personas se presentan en un lugar? ¿Acaso estamos en la época victoriana? —preguntó Aurek, quien manos en sus bolsillos pateaba las hojas secas de las veredas.

—En realidad es lo correcto —dijo Sebastián—, y teniendo en cuenta que es un poblado muy pequeño, no lo veo mal. Además me permitirá conocer a la gente, que sepan lo que hago y vean que no somos dos demonios.

—Es cierto papá, sobre todo si nos cruzan de noche por la calle, ¡Es bueno que sepan que no le vamos a chupar la sangre! —Aurek solía bromear con el color casi amarillo de sus ojos que según sus propias palabras lo hacían ver como un vampiro.

—Esperemos que Buffy, la cazavampiros no viva en este pueblo —Sebastián fingió mirar alrededor de donde transitaban.

—No lo creo, viejo ¡Ya nos habría liquidado de ser así! —bromeó Aurek.

Llegaron a una especie de granero gigante hecho de madera, cuya fachada estaba pintada en un color azul muy oscuro con los parantes de madera en color verde y blanco que terminaba en una forma de ojiva.


Sebastián y Aurek se detuvieron un momento en la entrada, se miraron, se encogieron de hombros y tomaron aire hondamente. Los chicos rubios, como ya les decían en el pueblo, hicieron su ingreso al recinto, el cual era un gran salón donde la mayoría de los ciudadanos se encontraban allí reunidos.

Cacho, el presidente de la Sociedad de Fomento se encontraba con su esposa Elsa al frente del auditorio, parados sobre un cajón de madera que hacía de escenario. Con un saludo recibieron a los nuevos vecinos.

—¡Tomen asiento! —exclamó Elsa señalándoles dos lugares libres, entre las hileras de sillas dispuestas como si fuera una iglesia. Prácticamente quedaban muy pocos lugares libres.

Sebastián y Aurek se sentaron, y miraron a su alrededor, donde decenas de rostros desconocidos los observaban.

—Vamos a las órdenes del día; antes de empezar con lo de costumbre —dijo el presidente—. Quiero que le demos una cálida bienvenida a nuestros nuevos vecinos Sebastián y su hijo Malek.

—¡Aurek! —corrigió el joven.

—Bueno, eso —dijo Cacho.

Los nuevos habitantes se pusieron de pie y con su mano hicieron un saludo general, con un poco de timidez por cierto. Cuando estaban por sentarse nuevamente la mujer del presidente les dijo desde su púlpito:

—Cuéntennos un poco de ustedes, así el barrio los conoce.

—Bueno… —Sebastián metió sus manos en los bolsillos traseros de su blue jean—, yo soy Sebastián y él es mi hijo Aurek.

—¿Y ese nombre, de dónde salió? —preguntó sorprendido un hombre delgado con cara de pescado recién sacado del agua.

—Significa rubio en polaco —se adelantó a decir Elsa.

—¿Y por qué polaco? —preguntó más atrás una señora algo excedida de peso que tenía sus mejillas coloradas por intentar abrir un paquete de galletitas.

—Porque el chico nació en Polonia —respondió Cacho.

—¿Y por qué nació en Polonia? —dijo otro joven que tenía cara de dormido, pero se había despertado con el debate.

—¡Uste´callese, desorejau! —exclamó un anciano blanco en canas, quien tenía la apariencia de ser hombre de campo.

—¡Cálmese, Don Pampero! —exclamó Cacho.

—Si quieren les cuento —interrumpió Sebastián. El muchacho se sentía como sapo de otro pozo en medio de tanto debate sin sentido.

—Por favor —dijo el presidente agarrándose la cara.

—Aurek nació en Polonia debido a que su madre, que por ese entonces era mi novia, estaba embarazada de poco más de siete meses. En ese tiempo yo la acompañaba a ella en una gira con la banda de rock donde era corista.

—¿Y sigue cantando? —preguntó la señora que comía las galletitas.

—¿Quién?

—¡La mamá corista del nene! —exclamó la mujer llevándose tres galletitas juntas a la boca.

—¡Pero si será ambombada, m´hija! —exclamó Don Pampero sacando un rebenque de su bombacha bataraza—. ¿No escuchó que el gurí le está hablando de la madre cantora? —agregó el hombre quien con su ponchito al hombro y una boina en la mano, parecía salido de un dibujo de Florencio Molina Campos.

—Sí, ahora ella es una de las cantantes principales —asintió Sebastián, aguantando la tentación de risa que tenía.

—Seguí contando lo del nacimiento de tu hijo —indicó Cacho, cuya frente había empezado a transpirar.

—Sí claro. Nuestro plan con Alana, su mamá, era que no bien dieran el último recital, del cual faltaba una sola fecha, regresaríamos a Buenos Aires para el nacimiento de nuestro hijo.

—Pero, como no los quería dejar tranquilos, me adelanté —dijo Aurek con una sonrisa, contagiando al auditorio que celebró su broma.

—¡Si, haciendo lío desde bebé! —exclamó Sebastián con una risotada—. El hecho es que mientras hacíamos un tour por el este, al pasar por la zona de Varsovia, el niño decidió nacer. En la clínica donde nació, y las enfermeras y los médicos del lugar le decían “Aurek”, que significa de pelo rubio lindo.

—Bueno, vos también te podrías haber llamado así —dijo la señora que hurgaba en su paquete de galletitas.

—Sí, si hubiera nacido en Polonia, tal vez… y bueno, a su mamá y a mí nos gustó ese nombre y así decidimos llamarlo.

—¿Y qué pasó después? —preguntó el señor con cara de pescado.

—Cuando volvimos, vivimos por unos años en la Ciudad de Buenos Aires. Luego, por cuestiones laborales, siempre relacionadas con el mundo de la música, Alana debió comenzar a viajar y eso fue todo un desgaste para nuestro matrimonio. Finalmente decidimos separarnos pues la relación a distancia no funcionaba y sobre todo por lo particular de nuestras vidas.

—¿Tu mamá es la baladista Alana Wes? —preguntó una de las jóvenes, quien sostenía una pandereta adornada con cintas de raso de todos colores… y era una de las muchachas con las que Aurek había estado cantando en la plaza horas antes.

—Sí, y con su banda viaja casi once de los doce meses del año —respondió el joven.

—¡Cool! —gritó la chica. Las cintas de la pandereta que agitaba se mezclaban con su cabellera larga, tanto que le pasaba la cintura. Era ondulada y tan pero tan clara que prácticamente rozaba el color blanco.

—Sí, de ahí creo que heredé la pasión por la música —Aurek se sonrojó y metió las manos en los bolsillos.

Miró al suelo y pateó algo invisible. Levantó la mirada y la cruzó con la de la chica.

—¿Tocás algún instrumento? —preguntó otro joven con el pelo colorado y poblado de rulos.

Él también tocaba en la banda que se reunía en la plaza del pueblo, todos adolescentes de la edad de Aurek.

—Sí, la guitarra y a veces le doy a un charango que me regaló mi abuelo.

—¡Mató! —exclamó el chico de pelo enrulado—¡Ya tenemos completa la banda!

El joven chocó sus palmas en alto con la chica pandereta.

Aurek asintió en calidad de estar de acuerdo y le cedió la palabra a su padre.

—Para no aburrirlos —dijo Sebastián a los habitantes del pueblo que escuchaban el relato como si fuera una obra de teatro—, su mamá, luego de separarnos, en una de las giras conoció a un hombre, con el cual hoy tiene una nueva vida.

—¿Y ahí fue que decidiste venir acá? —preguntó Elena, con su perra Tippie al lado.

—Algo así. Yo trabajaba en un sanatorio en Buenos Aires, el cual últimamente tenía muchos problemas financieros y sabía que era cuestión de tiempo para que cerrara; así que al llegarme la oferta de una vacante para trabajar en el hospital de la ciudad que está cerca de acá; decidí aceptarla —Sebastián se oía entusiasmado con el relato, y sin darse cuenta fue contagiando al resto del auditorio—. Cuando Eli, la hermana de Mateo me comentó que se rentaba la casa que había sido de él y de Tomás no dudé en alquilarla.

—¡Ay sí! Una pareja adorable esos dos chicos, cómo se extrañan —exclamó una mujer al fondo de todo.

—Sí, hablé con ellos, solo que nunca llegué a venir a ver el lugar —dijo Sebastián.

—¿Y lo alquilaste así sin verlo? —preguntó el señor con cara de pez salido del agua.

—Sí, en realidad, la hermana de Mateo es amiga mía de toda la vida, ella me mostró fotos del lugar y de la casa, además de ofrecerme la posibilidad de alquilarla amoblada y a un precio que no existe; lo cual para nuestro caso es ideal.

—¿Por qué? ¿No tienen muebles? —preguntó Elsa.

—Mmmmm, en parte sí y no.

—¿Cómo es eso? —preguntó la mujer.

—Todo lo que había en la casa donde vivíamos había sido comprado a lo largo de los años, y el arreglo fue que Alana se quedaba con todo y yo sería el tutor de Auri.

—¡Qué terrible! —dijo la señora de las galletitas que ahora desenvolvía un alfajor— ¡No sé qué haría sin mis cosas! —agregó sorprendida y emocionada por lo que se estaba llevando a la boca.

—¡Lo que más le preocupa a uste´, es no quedarse sin alfajores ni galletas suizas! —gritó don Pampero sacudiendo su gorra y saltando sobre sus alpargatas, como si estuviera jineteando un caballo.

El acento y la tonada de paisano de campo del hombre, sumado a que no hablaba, sino que gritaba para hablar, hacía más cómica y bizarra la presentación. A pesar de ello, Los chicos rubios la estaban pasando bien y eso se notaba en sus caras… coloradas de contener algunas risotadas.

—En realidad, todo lo que es importante para mí lo tengo acá —Sebastián pasó su mano por la enmarañada cabellera de su hijo, que lo miró alegremente.

—Somos como dos hermanos, que hermanos, ¡mejores amigos! —dijo Aurek.

—¡Sí, pero los hilos te atan a mí, Pinocho! —exclamó su padre.

—Hasta los dieciocho años —dijo el joven.

—¡Hasta que yo me muera! —se le escuchó gritar a Sebastián con una risotada.

—¡Hablando de muertos, supongo que ya saben que la semana que viene tenemos que ir al velorio del “finau” Orellano Maipu! —interrumpió una vez más con sus gritos el paisano de pelo canoso.

—¿El dueño de la ferretería de la ciudad?

—El mismo, sí señor…—respondió Pampero.

—¿Murió Orellano? —Cacho se llevó las manos a la cara con visible horror.

—¡No, pero la bruja aquella le vaticinó que el jueves que viene se va a morir! —exclamó don Pampero señalando a una particular dama vestida con una amplia pollera celeste, una camisa floreada y un pañuelo que le cubría la cabeza, conocida en el barrio como “Madame Teresa”.

—¡Yo no soy bruja, soy una profesional adivina, viejo chúcaro! —exclamó la mujer de turbante.

Sebastián no aguantó la risa y explotó en una carcajada, la cual contagió a su hijo.

—¿Y ustedes de que se ríen? —preguntó ofendido el paisano, que ya se aprestaba a sacar nuevamente el rebenque de su cintura.

—De nada, Don —dijo Sebastián— ¿Pero, como va a hacer una invitación para el velorio de alguien que no se ha muerto?

—¡Ah, porque las predicciones de la Teresa son cien por cien efectivas, como el desinfectante! —respondió el cómico y malhumorado hombre de campo.

—A ver, a ver, no nos vayamos de tema —interrumpió Elsa—. Sebastián, querido, ¿vos eras doctor, verdad?

—No soy doctor, soy kinesiólogo. Así que cuando me instale y logre poner un consultorio los invitaré a visitarme,

no es que quiero que ustedes se enfermen, ¡lo aclaro por las dudas! —celebró mientras sus vecinos reían.

—Y yo seguiré yendo al colegio en Capital hasta que termine este año —dijo Aurek.

—Hay una combi que transporta a la gente que viaja al centro y a la tarde los trae, para en la plaza del barrio; yo después te paso los datos —dijo Elena, acariciando la cabeza de su perra.

—¡Gracias! —dijo Aurek muy amablemente.

—Bueno, sean bienvenidos entonces —Cacho golpeó sobre “su estrado” con un diario que tenía enrollado; como si fuera un juez con su martillo.

—¡Cuando vayan a nuestro negocio, la primera compra de pasteles es gratis! —dijo una chica que era repostera. La muchacha tenía un pañuelo rosado en la cabeza, y se encontraba sentada al lado de otra joven con el mismo aspecto.

—Seguro que le gustaron los rubios —dijo por lo bajo Elena a una mujer ubicada a su derecha, quien era manicurista en la peluquería de Elsa.

—¡Que no te quepa la menor duda! —opinó—. Lo mismo hicieron cuando Mateo llegó al barrio, ¿te acordás?

—Como no acordarme, se lo querían comer con cuchillo y tenedor al morocho —bromeó ácidamente Elena.

—¡Yo les doy un pase gratis por el abono del primer mes en “El rincón enfierrado”! —gritó un joven cuyos músculos explotaban por una remera blanca ajustada al cuerpo, quien era el dueño del gimnasio local.

—Y yo también les doy la primera consulta gratis cuando vengan a visitarme —dijo la mujer cuyos grandes aros que bailaban colgando de sus orejas, junto al pañuelo multicolor que cubría su cabeza, le daban un aspecto gitano.

—¿Usted es? —preguntó Sebastián.

—¡Es la bruja ´el barrio! —gritó don Pampero desde su lugar, como si estuviera gritando un sapucay en una peña folclórica.

Sebastián y su hijo abrieron sus azafranados ojos como dos búhos que son encandilados en la ruta por las luces de un vehículo. Se miraron y se dedicaron una sonrisa que implícitamente decía cuanto estaban disfrutando de ese circo tan ridículamente alegre.

—¡No soy bruja, y cállese un poco, viejo bruto! —exclamó la mujer.

—Ta bien... —respondió el anciano de pelo blanco que se acomodaba el ponchito en el hombro, como si fuera el loro mascota de un pirata.

—Soy Madame Teresa, la adivina del barrio —continuó diciendo con aires de divismo la mujer.

—Ah, mucho gusto —dijo Sebastián mirando a su hijo de reojo— cuando tenga mi consultorio instalado acá, la primera visita que me hagan será sin cargo también.

La gente empezó a festejar y a aplaudir y de esta forma, oficialmente los “chicos rubios” pasaron a formar parte del barrio —NO un pueblo— “Aldea del Norte”.

Los chicos rubios

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