Читать книгу Historia de los sismos en el Perú - Lizardo Seiner-Lizárraga - Страница 17
4.3 Las manifestaciones de la ciencia
ОглавлениеEn sus relatos sobre la historia de la ciudad de Lima, el P. Bernabé Cobo, hablando del cascajo con el que está compuesto el suelo de Lima, anotaba: “… los temblores de tierra vienen haciendo gran ruido, aun antes que lleguen, con que la gente se avisa para salir con tiempo a los patios y escombrado” (Cobo [1639], 1956, II: 300). Ello revelaba que en los limeños obraba una útil sensibilización hacia las manifestaciones previas de los sismos, aun cuando, ciertamente, se estaba aún muy lejos de resolver el problema de la causa. Para Pedro de Peralta —reconocido como uno de los más esclarecidos científicos peruanos de época virreinal—, la causa directa de los terremotos eran los fuegos subterráneos que nacían en las entrañas de la tierra (Peralta [1732], 1863, I: 204), idea que coincidía con las que se hallaban vigentes en Europa.
Horacio Capel ha trazado un sugerente panorama sobre las explicaciones que se daban, en relación con la causalidad sísmica, en la España del siglo XVIII (Capel, 1980), identificando los antecedentes de las dos principales corrientes de interpretación vigentes en ese entonces. Una de ellas era el denominado “organicismo”, idea que se sustenta en la supuesta semejanza entre los organismos vivos y el “organismo” terrestre y que permitía una comprensión satisfactoria de variados fenómenos naturales, explicados en términos de la patología humana, y cuyas raíces provenían del platonismo, luego fundido en el cristianismo a través de la obra de san Agustín (Capel, 1980: 6, 8).
Las órdenes religiosas cumplieron papel importante en la difusión de ideas neoplatónicas. Los agustinos —manteniendo la fidelidad a la obra del obispo de Hipona— se situaron en una concepción platónica, con la que se diferenciaban del aristotelismo tomista de los dominicos desde el siglo XIII. Los franciscanos se insertaron en la tradición agustiniana, la que, probablemente, influyó también en los jesuitas. Uno de estos, Athanasius Kircher, publicó en 1665 Mundus subterraneus, donde refleja claramente una concepción organicista en la que se concibe el fuego central como elemento fundamental en la discusión sobre la estructura interna de la tierra (ibíd.: 14). La difusión de su obra se aprecia en la del cisterciense español Juan Caramuel, con quien aquél tenía correspondencia y a quien había entregado un ejemplar de Mundus. Otro canal de difusión eran los propios jesuitas, pues se sabe que Kircher tuvo correspondencia con jesuitas en Madrid y México, entre quienes se hallaba José Zaragoza, profesor de matemática en el Colegio Imperial de Madrid (ibíd.: 18). Aunque aún falta determinar el modo en que llegaron las ideas de Kircher al Perú, sabemos fehacientemente que su obra fue conocida aquí: mantuvo correspondencia con el Cosmógrafo Mayor del Perú, don Juan Ramón Coninck. Además, trece tomos de sus obras se contaban en el inventario de la biblioteca personal de este último, confeccionado a raíz de su muerte, ocurrida en Lima en 1709. Coninck era originario de Malinas y llegó a nuestras tierras en el séquito del virrey Alba de Liste, y la confianza que éste depositó en el jesuita hizo que le encargara la reconstrucción de la antigua muralla que rodeaba la ciudad, abatida a raíz del sismo de 1687 (Vargas Ugarte, 1968: 197).
Paralelamente al organicismo circulaba un conjunto de ideas aristotélicas que conformaban lo que Capel ha venido en calificar de “explicación tradicional”, entendida en los siguientes términos: la Tierra era naturalmente seca, pero se humedecía por acción de la lluvia que se filtraba a su interior y que, al ser calentada por la acción conjunta del fuego en ese interior y del Sol, daba origen a un soplo o pneuma, una suerte de vapor que se exhalaba desde dentro y salía al exterior y originaba el viento, o hacia el interior y provocaba el temblor. Esto significaba que ese “viento” supuesto, “atrapado” en las entrañas de la Tierra, tenía la energía suficiente para removerla en su intento por salir a la superficie; todo lo cual revelaba semejanzas con concepciones corporales que entendían que las palpitaciones originadas en el hombre se debían a un soplo interior. Estas ideas llegaron a la España renacentista, pues una traducción de las Meteorológicas de Aristóteles se vierte al latín, en 1531, gracias a Ginés de Sepúlveda. Para 1615, la obra ya se traducía al castellano.
A la tradición aristotélica debe sumársele la tradición de la física estoica, reflejada en Quaestiones naturales, de Séneca, quien adopta la teoría neumática y concluye que la “principalísima causa de los temblores de tierra es el viento”. Séneca influye en Plinio, quien coincide con él respecto a esa causa; ambos autores fueron ampliamente conocidos y traducidos en España. Al plantear los temblores en términos de castigo divino, los hombres del Renacimiento y del siglo XVII habían retrocedido respecto a la posición mantenida por algunos pensadores clásicos, pues alguno, como Séneca, había indicado: “… no es la ira divina quien provoca estos trastornos grandiosos del cielo y la tierra” (Capel, 1980: 37-42).
En suma, el punto de partida de cualquier reflexión científica sobre el origen de los terremotos, hasta el siglo XVII, en España y toda Europa, fue la explicación clásica aristotélica-senequista (Capel, 1980: 51-73). La vieja tesis que planteaba como causa de aquellos la existencia de soplos o vientos se encontraba fuertemente arraigada en la conciencia popular. Aristóteles había defendido la idea de que el origen de los temblores de tierra era el soplo, cuando este, en vez de ser exhalado al exterior, quedaba “atrapado” en su interior. Así se explica la creencia virreinal por la cual, si se lograba facilitar la expulsión del soplo, disminuía sensiblemente el peligro; ello exigía abrir hoyos —decenas de ellos— en las ciudades. Por ejemplo: la población exigió su hechura a raíz de un sismo ocurrido en Granada, en 1778 (Capel, 1980: 73). Dicha costumbre se hallaba arraigada entre los pobladores de Lima: con ocasión del sismo de Trujillo, de 1619, también sentido en Lima, el cabildo pidió a los vecinos la apertura de hoyos en sus casas (Bachmann, 1935: 84). En el catálogo histórico-sísmico reservamos un acápite destinado a sustentar documentalmente la extendida práctica de cavar hoyos en las ciudades como forma de mitigar los efectos de un sismo.