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1.1 Tipos de fuentes

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Para la época colonial, la disponibilidad de fuentes es variada y amplia, lo que exige introducir algún criterio mínimo de clasificación. Sin aspirar a que sea la división más idónea, la distinción entre fuentes civiles y eclesiásticas puede ayudar a clasificar mejor las actualmente disponibles.

En primera instancia, entre las fuentes civiles la división mayor estaría dada por la diferencia entre fuentes administrativas centrales —que emanan de las diferentes instancias del Estado— y fuentes administrativas locales, asociadas al funcionamiento del cabildo. Entre las primeras se cuentan, por ejemplo, diversas memorias de virreyes publicadas en ediciones peruanas del siglo XIX (Fuentes, 1859), a excepción de algunas del siglo XVIII o XIX que ya fueron objeto de valiosas ediciones críticas, a saber: las del virrey Conde de Superunda (Moreno Cebrián, 1983) o las del virrey Abascal (Rodríguez Casado, 1944). En lo específicamente referido a sismos, algunas de las memorias correspondientes al siglo XVII son las de los virreyes Conde de Castellar, el Arzobispo Linán de Cisneros, el Marqués de Mancera y el Duque de la Palata, que refieren los sismos ocurridos en Lima en 1630, 1655 y 1687, respectivamente (Hanke, 1980). El uso de estas fuentes debe estar previamente tamizado a la luz de cierto orden de observaciones, referidas fundamentalmente a su verdadera autoría (Lohmann, 1959).

De los mismos virreyes emana otro tipo de fuente, a saber, su correspondencia oficial, compuesta por los documentos administrativos de variadísima índole que enviaban frecuentemente a las autoridades establecidas en la Península. Un excepcional y abundantísimo conjunto de documentos fue recopilado por el diplomático argentino Roberto Levillier en catorce tomos publicados en Madrid en la década de 1920. Gracias a ellos sabemos de las providencias que el virrey Villardompardo ejecutó para paliar los efectos del sismo que afectó Lima en julio de 1586 (Levillier, 1925, tomo X). Este tipo de fuente también se extiende a las audiencias, las que reemplazaban al virrey en caso de su ausencia o muerte. La correspondencia emanada de la Audiencia de Lima, en relación con el terremoto de 1586, obra en archivos españoles (Ortiz de la Tabla et al., 1999).

El otro gran conjunto de fuentes civiles proviene de los cabildos, instancia en que se reglamentaba la vida de las ciudades hispanoamericanas y que, para la época virreinal, conjugó numerosas prerrogativas de orden administrativo. Entre las ciudades peruanas, Lima es la que cuenta con una mejor oferta de este tipo de fuente, ya que los libros en los que se consigna el tenor de cada una de las sesiones que presidía el alcalde de la ciudad forman un corpus documental casi ininterrumpido desde el momento mismo de su fundación. Por otra parte, la feliz iniciativa del municipio limeño de publicar los libros de cabildo empezó a materializarse a partir de 1935, coincidiendo con la celebración del cuarto centenario de la fundación de Lima. Veintitrés gruesos volúmenes se editaron entre 1935 y 1963, conteniendo la transcripción puntual de cada una de las sesiones de cabildo en el periodo 1535-1637. Adicionalmente, los editores consideraron necesario elaborar dos índices generales para facilitar el manejo de los volúmenes, aun cuando se trata de herramientas medianamente útiles, pues distan de ser exhaustivos y, por añadidura, solo cubren hasta las sesiones de 1609, con lo cual ocho volúmenes se ven desprovistos de semejante instrumento. Es cierto que, antes, se publicó una edición de aquellos libros a fines del siglo XIX; no obstante, solo reprodujo las primeras sesiones de cabildo, aunque, en compensación, contuvo valiosos documentos vinculados a los primeros años de vida de la ciudad. Hemos hecho uso intensivo de los libros de cabildo, como podrá apreciarse en el catálogo histórico-sísmico que incluimos luego de esta parte introductoria.

El destino de libros similares de las demás ciudades, ha sido distinto. Algunas, como Trujillo, Arequipa o Huamanga, los conservan; otros, como los de Ica, se encuentran desaparecidos (Casa Vilca, 1935). Guillermo Lohmann trazó un panorama de todas las actas de cabildo que habían sido publicadas hasta la década de 1960, entre las que se contaban las del Cusco, Chachapoyas, Huamanga, Piura y, evidentemente, la serie limeña (Lohmann, 1969: XIV), notando la marcada tendencia hacia las transcripciones de las actas más tempranas y que correspondían al siglo XVI. Una edición de libros de cabildo no siempre depara información confiable; es el caso de los sucesivos folletos que Alberto Larco Herrera dio a la imprenta desde 1917, reproduciendo parcialmente aquellas sesiones del cabildo de Trujillo que, en su parecer, podían contener información relevante sobre varios tópicos: sociales, económicos, culturales o religiosos. El resultado es una sucesión de transcripciones truncas y de omisiones flagrantes, aunque ello no obste para hallar información interesante sobre el sismo de 1619 (Larco Herrera, 1917). Al glosar el texto de las actas originales de cabildo, Larco pecaba de la misma falta de escrupulosidad textual que evidenciaron los autores mexicanos de fines del siglo XIX.

Aun cuando su utilidad está fuera de toda duda, las actas de sesiones de cabildo sólo hacen referencia a sismos mayores y terremotos, los que generan daños en la infraestructura y, por consiguiente, mueven a la autoridad a dictar medidas inmediatas para hacer frente a los sucesos. En términos generales, el sismo leve no alcanzó cabida en esas actas.

Las fuentes eclesiásticas representan otro venero de información relevante. En este caso, si bien no existe algo semejante a una memoria de gestión, sí están disponibles las cartas que las autoridades eclesiásticas enviaban a los representantes de la Corona, más aún cuando esas cartas informan sobre los sucesos vinculados a la ocurrencia de un terremoto. Como fuente oficial también pueden contarse las actas del Cabildo Eclesiástico, la instancia que se ocupaba del manejo administrativo de la diócesis. Extractos de dichas actas las publicó a comienzos de siglo el clérigo José Manuel Bermúdez, quien hizo así conocidas las actas del cabildo de Lima entre 1535 y 1824, aunque incurrió igualmente en los consabidos problemas generados por la glosa (Bermúdez, 1903). En la década de 1930, empresa semejante se acometió en Trujillo, con la publicación de tres valiosos tomos. Aun cuando las actas de los cabildos eclesiásticos de varias ciudades sedes de diócesis (Cusco y Arequipa, por citar solo dos ejemplos) permanecen inéditas, otras han sido utilizadas ventajosamente. Texto correspondiente a mediados del siglo XVIII, el relato de Esquivel y Navia sobre el Cusco hace referencia en muchos pasajes a dichos documentos, al igual que los Anales de Montesinos (Maúrtua, 1907; Esquivel y Navia [1747-1750], 1980). Víctor Barriga compuso su valioso Terremotos de Arequipa sin consultar esas fuentes, aunque entreviendo su valor e importancia (Barriga, 1951).

No solo es interesante y satisfactorio culminar con éxito el hallazgo de las fuentes, sino también —de manera necesaria para completar las exigencias de una crítica histórica— rastrear en las motivaciones y circunstancias que condujeron a sus autores a componer sus relatos. Es el caso de la narración del deán de la catedral del Cusco, Vasco de Contreras, y del obispo de Arequipa, Diego de Ortega y Sotomayor —ambos de mediados del siglo XVII—, sobre los efectos del terremoto que sacudió el Cusco en 1650. La razón que explica su redacción la encontramos en una real cédula por la cual se ordenaba que las autoridades eclesiásticas redactaran memorias y descripciones de sus diócesis a fin de ayudar a la composición de una historia general de todas las Indias, que el rey había encomendado a su cronista mayor, Gil González Dávila.

Obras, también de tipo eclesiástico, redactadas con posterioridad, aunque de índole diferente, fueron publicadas en Lima en el siglo XIX. En la segunda mitad de ese siglo, dos obras sintetizan la acción de todos los arzobispos que habían ocupado la sede metropolitana de la Ciudad de los Reyes. En 1873, el clérigo Manuel Tovar —futuro arzobispo de Lima a inicios del siglo XX— publicó, bajo el título Apuntes para la historia eclesiástica del Perú, una obra anónima que permanecía inédita —escrita probablemente a fines del siglo XVIII— y que daba cuenta de los acontecimientos ocurridos durante el gobierno de los siete primeros arzobispos de Lima. A esta siguió la contribución del presbítero Pedro García y Sanz, titulada, también, Apuntes para la historia eclesiástica del Perú, una suerte de continuación de la anterior y que abarcaba la historia del arzobispado de Lima, comprendiendo los periodos correspondientes al octavo y hasta el decimoséptimo arzobispo. De estas dos obras se desprende información valiosa que agrega detalles a sismos ya conocidos, como los de 1609, 1678 y 1687. No es ocioso acotar que las fuentes eclesiásticas merecen un tratamiento muy especial, pues emanan de la instancia que ejerció mayor peso en la mentalidad de los habitantes del virreinato, y por ello debe diferenciarse qué es lo propiamente eclesiástico y qué aquello en lo que se expresa la dimensión política de la Iglesia católica.

Entre las fuentes eclesiásticas no es menor la importancia de los relatos que dan cuenta de la historia de las órdenes religiosas arribadas al Perú desde el momento mismo de la conquista. A tales efectos se deben mencionar las Cartas Annuas (Annuæ Litteræ Societatis Jesu), relaciones periódicas que las provincias de la Compañía de Jesús enviaban a su general sobre el estado de cosas de la orden; se trata de documentos en los que puede seguirse paso a paso la historia de la orden jesuítica. Las más antiguas vinculadas al Perú se remontan a la década de 1580; Rubén Vargas Ugarte las revisó, y seleccionó las que contenían noticias alusivas al país (Vargas Ugarte, 1951: 147). Algunas de ellas se han publicado en la segunda mitad del siglo pasado (Monumenta Peruana, 1966). Sin embargo, no existe una obra compuesta con el propósito de historiar la presencia de la Compañía de Jesús.

La sucesión de crónicas conventuales se inicia con la publicación en Barcelona de la primera crónica agustina, escrita por fray Antonio de la Calancha, y cuyo primer tomo apareció en 1638; el segundo tomo, publicado en Lima en 1653, fue dejado inconcluso por éste y terminado por su hermano de orden, fray Bernardo de Torres, quien recibió el encargo de continuarlo, continuación que publicó en Lima en 1657 (Vargas Ugarte, 1951: 150). A los agustinos siguieron los franciscanos, con la obra de fray Diego de Córdova Salinas, dada a luz en 1651, en la que se informaba sobre el desarrollo de la Provincia de los Doce Apóstoles, denominación de la provincia peruana franciscana. Para la otra provincia franciscana del Perú, San Antonio de los Charcas (hoy Bolivia), Diego de Mendoza publicó una obra en Madrid, en 1664 (ibíd.: 153). Décadas después, en 1681, Juan de Meléndez, dominico nacido en Lima, publicaba su Tesoros verdaderos de Indias.

Si bien Córdova y Meléndez consultaron y aprovecharon datos almacenados en sus respectivos archivos conventuales, los mercedarios no llegaron a componer una obra de fuste para la Colonia; solo se conoce la existencia de varios manuscritos en los que se da cuenta de la historia de su orden.

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