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El consolidador , una utopía satírica

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En 1705, Daniel Defoe publica la obra que nos ocupa, cuyo título completo es: The Consolidator: or, Memoirs of Sundry Transactions from the World in the Moon. Translated from the Lunar Language, By the Author of The True-born English Man. Lo hemos traducido como El consolidador, o memorias de diferentes sucesos ocurridos en el mundo de la Luna. Traducido del idioma lunario por el autor de Un inglés auténtico.

Se trata de un extenso relato satírico en el que el autor mezcla componentes de la novela de aventuras, del panfleto y del informe científico. El título no solo pretende la inmediata identificación con el nombre de Defoe (“el autor de Un inglés auténtico”) sino que hace evidente su intención satirizante a través de la palabra “Transactions”. Al respecto, Mark Jordan señala el juego de palabras que subyace a este término:33

Defoe utiliza la palabra tanto en el sentido coloquial de “acontecimiento” o “evento” como en un sentido más especializado de “informe (o apunte) filosófico”. Incluso si este segundo sentido más específico no es percibido de inmediato por los lectores contemporáneos (aunque el complemento “en el mundo de la Luna” sugeriría el segundo sentido de “transactions”), luego de leer unas cuantas páginas se haría evidente, entre otras cosas, que El consolidador es la descripción de nuevos inventos y novedosos artefactos mecánicos y que, de un modo jocoso y paródico, algunos fragmentos son similares en contenido y tono a escritos científicos entonces corrientes, como los informes

filosóficos de la Royal Society. El juego de palabras de Defoe se volvería, entonces, evidente. (pp. 6-7, la traducción es mía).

Un lector familiarizado con los escritos de la época podrá notar de inmediato que la obra de Defoe dialoga no solo con todo un contexto político conocido por sus contemporáneos, sino también con una producción científica y filosófica que estaba incidiendo profundamente en las formas de la percepción. Entre algunas de las obras más visiblemente aludidas están, por un lado, tratados científicos como los Principia de Isaac Newton (1687), Nuevos experimentos físico-mecánicos: Notas sobre la elasticidad del aire y sus efectos, de Robert Boyle (1660) o El descubrimiento de un Nuevo Mundo de John Wilkins (1638). Por otra parte, relevamos que hay una clara referencia a relatos novelados sobre viajes lunares, como el de Francis Godwin, El hombre en la Luna (1638) y el de Cyrano de Bergerac, Historia cómica de los Estados e imperios de la Luna (1657). Finalmente, se mencionan los trabajos de Francis Bacon, Thomas Hobbes y John Locke, entre otros.

El protagonista del escrito de Daniel Defoe es comerciante y viajero, y su narración está enmarcada por la presentación de un contexto cambiante en el mapa de las relaciones europeas: el imperio Ruso –afirma el narrador– se refina y sus cortesanos se educan. Este escenario entiende que algunos aspectos culturales están íntimamente vinculados con estrategias políticas; para el Emperador ruso el aprendizaje tiene como correlato el beneficio de poder sentarse a negociar en igualdad de condiciones ante las más poderosas cortes europeas. Paralelamente esta “educación del gusto” crea necesidades en los actores mayormente implicados, las que impactan en la ampliación de los mercados para un comercio siempre presto a complacer los pedidos más diversificados y sofisticados de bienes y –en consecuencia– ensanchar los perímetros de sus rutas comerciales.

La contrapartida de esto y de las analogías que seguirán a lo largo de todo el relato parece sugerir –como adelantamos más arriba– que si Inglaterra no ordena sus asuntos internos puede perder terreno y oportunidades ante el surgimiento de jugadores cada vez más sagaces en la partida que distribuye las tajadas derivadas de la especulación mercantil. Las caravanas del Emperador de Rusia “llegan [a China] dos o tres veces al año, casi tan numerosas y poderosas como las que van de Egipto a Persia”, afirma el narrador, quien se propone –entonces– proporcionar al lector un panorama preciso de lo hallado en el curso de un viaje a China, ese país remoto hasta el cual este emperador hace llegar sus expediciones comerciales. China tenía un gran prestigio en la Europa dieciochesca por cuanto se creía que sus habitantes poseían grandes habilidades técnicas y una sabiduría poco común, que se hacían evidentes en la factura de sus productos: la East India Company, fundada en 1612, ya operaba activamente con productos chinos en la época en que escribe Defoe y, si bien no había podido establecer una sede en ese territorio, importaba a Inglaterra principalmente té, porcelanas y sedas.(9) En su libro The Chinese Taste in Eighteenth-Century England,(10) David Porter ilumina precisamente el aspecto de la percepción que tenían en los habitantes de la Inglaterra del siglo XVIII de los territorios del lejano Oriente, motivada en gran parte por el creciente tráfico mercantil en la zona, disputado a holandeses, franceses y portugueses:

Los compradores ingleses del Siglo XVII estaban […] infatuados con los artículos chinos y de estilo chino, aunque se mostraban divertidos, perplejos o turbados por la sensibilidad estética forastera que los objetos representaban.

Aunque el fenómeno aquí mencionado no era totalmente inédito, éste se relacionaba con un mapa mundial cambiante ante nuevos territorios descubiertos y la multiplicación de las rutas marítimas y comerciales, los que pusieron mayormente en evidencia un poder y un dominio territorial que el Imperio Chino detentaba con anterioridad a la presencias imperiales europeas que pretendía disputarlos; Porter indica que

A lo largo de los Siglos XVI y XVII, los escritores ingleses jamás olvidaron que estaban lidiando con un imperio que controlaba un enorme tráfico con Europa del Este y un tercio del mundo conocido, y no con un espacio atrasado, vulnerable y “orientalizado” a la espera de ser conquistado y controlado. (5-6)

Porter, que analiza especialmente la incidencia de nuevos valores estéticos estimulados por los productos chinos en el gusto de la población inglesa a lo largo del siglo XVIII, relaciona estrechamente el fenómeno

con la expansión de la actividad comercial y su diseminación allende las fronteras, y los consiguientes debates acerca del lujo, el consumo, el refinamiento y el gusto que produce. (17)

Es también a partir de este particular contexto de creciente revalorización de una sofisticación y un refinamiento orientales que cobra interés el hecho que, al bucear en los orígenes del magnífico desarrollo de los saberes en ese extenso país del Este, el narrador halle que los mismos no han sido generados ahí sino que fueron implantados por una civilización mucho más avanzada que no pertenece a este mundo. El recurso no es nuevo, en efecto, ya a fines del siglo XVI Godwin, en El hombre en la Luna –la obra que mencionamos anteriormente y que puede considerarse intertexto y pretexto de la de Defoe–(11) había imaginado un intercambio entre los seres de los territorios terráqueos y lunares, sugiriendo en su fantástico relato –y basándose en cuentos populares del siglo XII– que algunos niños lunarios considerados defectuosos o perversos eran enviados a la tierra, donde crecían y se mezclaban con la población terráquea:

(…) quienes manifiestan una disposición malvada o imperfecta son enviados lejos (ignoro por qué medios) a la Tierra y cambiados ahí por otros niños, antes de que tengan la capacidad u oportunidad de hacer algún mal entre ellos.

En Godwin –y podemos inferir que también en Defoe– las características psicológicas, físicas y espirituales de quienes habitan lugares ubicados más allá del espacio sublunar pueden considerarse más perfectos porque no afectados por las perversiones morales y cognitivas asociadas con la Caída. En la novela de Godwin los habitantes de la Luna poseen –como es de suponer en un texto escrito en las últimas décadas del siglo XVI– un entendimiento superior y privilegiado ligado a un conocimiento científico cuyos poderes están vinculados esencialmente con la alquimia y la magia y no con el tipo de racionalidad supuesta en la era postbaconiana. En Godwin el viajero finaliza su extraordinario periplo en China, que es donde comienza la azarosa aventura del narrador de Defoe y en ambos casos resuenan los relatos de misioneros y comerciantes que llegaban a Inglaterra describiendo el complejo ambiente cultural y político del país de Oriente.

Al hallarse en China, el viajero de Defoe toma conocimiento de descubrimientos tan prodigiosos que la consideración de los mismos obliga a rever la valoración que sus contemporáneos pueden tener de su modernidad científica y los adelantos conseguidos:

todo lo que solemos denominar “invento moderno” –reflexiona– no solo está bien lejos de poder considerarse como tal, sino que se halla muy alejado de la perfección que ellos han alcanzado.

El Imperio Chino y la singularidad de su ciencia, entonces, comenzarán a perfilarse como una experiencia asombrosa que se sitúa en un espacio epistémico que comparte con el otro mundo, el lunar. Es desde ese lugar en el que los saberes son más refinados y controlados que el mundo de lo maquínico aparece como una extensión adecuada para condicionar y corregir los impulsos destructivos del animal humano. Las máquinas son entes reformadores y sus intervenciones tienen un efecto inmediato en el terreno de la moral que repercute en el mejor gobierno de la cosa pública. La asimilación de los instrumentos para el mejoramiento de las conductas sociales parece indicar un viraje nuevo en la imaginación de las utopías que aspiren a diseñar una República Moral Perfecta que, a decir de J.C. Davis, son aquellas que pretendían resolver el problema colectivo

no aumentando la gama ni la cantidad de las satisfacciones disponibles, sino por una limitación personal del apetito de lo que existía para cada grupo e individuo. Se insistía en el deber, la lealtad, la caridad y la virtud, practicados por cada individuo como requisito para la regeneración de la sociedad. (40)

Para alcanzar esa sociedad más perfecta de la que proviene un conocimiento emancipado, el protagonista utiliza una máquina voladora que denomina consolidador. Con la descripción de la misma se detona la alegoría que promueve una lectura más encorsetada de la aventura lunar y deja poco espacio al vuelo fantástico en la creación de otros mundos. La aeronave en cuestión está hecha de plumas, 513 para mayor precisión. Al respecto, Riccardo Capoferro(12) comenta que:

La apariencia de esta improbable aeronave marca el comienzo de la alegoría […] Las plumas del consolidador son 513 y todas tienen las mismas dimensiones físicas excepto “una pluma [que es] extraordinaria”. El funcionamiento del consolidador se asemeja luego con el del Parlamento en una secuencia de alusiones que evocan la historia de Inglaterra en los cincuenta años precedentes. Por ejemplo, el narrador señala que las plumas elegidas con descuido fueron la causa de que la nave se estrellara y que el rey, que viajaba hacia la Tierra, resultara decapitado (una alusión a la ejecución de Carlos I). (2010: 180)

El lunario con quien primero hace contacto nuestro protagonista resulta ser un filósofo (evidente alter ego de Defoe),(13) que de inmediato lo pone en contacto con objetos desconocidos, que detentan insólitos poderes; en primer lugar, se describe un lente capaz de agrandar las imágenes lejanas, tanto que, desde la Luna se puede observar sin dificultad lo que ocurre en la tierra hasta en los más ínfimos detalles de la vida diaria.

Defoe no oculta su intención satírica y utiliza un acudido recurso en este tipo de literaturas, que es el de posar la mirada sobre las prácticas corruptas, el incumplimiento de las leyes, las guerras violentas y las confrontaciones políticas de Europa en general y de Inglaterra en particular, desde un lugar con una reputación moral y ética que se haya construido narrativamente como indiscutible. Es decir, el mundo ficcional debería estar moldeado de manera tal que su solo modo de interacción socio-política y cultural se erija para el lector como contrapartida suficiente para poder calibrar los contrastes con las disparidades en las sociedades terráqueas. Casi de inmediato, sin embargo, el lector percibe que aquí la mención de las máquinas y de los instrumentos extraordinarios son dispositivos presentados con el mero fin de ilustrar las controversias políticas y religiosas del momento, al margen de una integración sólida al servicio de la ficción. Es precisamente sobre este punto que Riccardo Capoferro observa que la obra de Defoe carece del “sofisticado aparato de verosimilitud que caracteriza esa otra gran sátira alegórica que es Los viajes de Gulliver” (2009: 212) y advierte más que acertadamente que:

En la medida en que el subtexto político se vuelve determinante, la alegoría pierde su apariencia de realismo, pues carece de una verosimilitud consistente.

Por lo que cabría admitir que

La representación del consolidador en la Luna se vuelve, en otras palabras, instrumental para algo diferente. (2009: 215)

Desde un ángulo no muy diferente, John Richetti sospecha que “La sátira de El consolidador fracasa por su evidente literalidad. Quien opina es el autor y, después de un rato, comenzamos a cansarnos del asunto” (110). El marcado acento panfletario, que remite a un contexto muy próximo a la enunciación y conocido por sus lectores, dificulta la mayoría de las veces la comprensión de los comentarios a la recepción del siglo XXI, sobre todo cuando el narrador alude a determinados personajes solo por su inicial y convierte en ardua –y estéril– la tarea de su reconocimiento, o menciona hechos devenidos hoy tangenciales en el análisis de determinados acontecimientos históricos. Finalmente, la acumulación de imágenes de igual tenor que el narrador proporciona a modo de ejemplificación hace que las conclusiones resulten previsibles, y esto resta interés desde el punto de vista narrativo, también porque la crítica manifiesta deja poco lugar al humor, que suele ser un ingrediente atractivo en las inversiones satíricas. Su biógrafo Thomas Wright había notado ya en 1894 que “Es probable que para nosotros el principal interés de El consolidador es que ha sido una obra de la que Swift extrajo muchas de las ideas a las que posteriormente dio entidad en su Gulliver” (112). Algo más lapidario al respecto, aunque no falto de razón, Adam Roberts asevera que la obra resulta ser:

un producto poco característico de este tan brillante y entretenido autor; es inusual en el sentido –aclara– que está saturado de referencias satíricas y alegóricas contextuales, hasta acercarse al estado de absoluta ilegibilidad. (2006: 80)

Me parece importante destacar, por otra parte, un aspecto relacionado con una actitud ambigua del narrador con respecto a la administración de los saberes. Por un lado, él apoya con entusiasmo los supuestos descubrimientos científicos de chinos y lunarios, pero, al mismo tiempo, estos no se presentan como adquisiciones recientes, sino más bien como algo heredado de tiempos remotos. Este enfoque piensa la investigación científica no como un ejercicio privilegiado que ocupe una posición de avanzada, de cara al futuro y a la innovación permanente (según el espíritu que animaba la Royal Society), sino más bien como una actividad afanada en una revisión atenta y cuidadosa de los saberes recibidos.

Al respecto, cabría también notar que el avance civilizatorio, para Defoe corre parejo a un manejo más armónico de las cuestiones políticas y sociales, y estas no pueden estar disociadas de espíritus y mentes éticamente centrados; esta particular perspectiva es la que está en la base de la visión que ilumina cada uno de los adelantos en el saber que el viajero descubre en tierra china o de las máquinas de las que más adelante toma conocimiento en la Luna. Por otra parte, la posición que el narrador de Defoe asume con respecto al conocimiento es solidaria –como es de imaginar– con el lugar que el autor ocupó en los debates generados en torno a la Querella de los antiguos y los modernos, que tanto dividía las aguas entre los intelectuales de su época. Sobre este punto en particular, Narelle L. Shaw trae el ejemplo de los comentarios que el narrador hace respecto de la circulación de la sangre. Poco menos de un siglo antes, en 1628, William Harvey había revolucionado el modo en que el saber médico concebía el flujo sanguíneo dando a conocer sus investigaciones al respecto, generando una controversia que seguía vigente en el momento en que se publica el escrito de Defoe. Shaw advierte que:

junto con las cuestiones referidas a los inventos de la pólvora, la imprenta y la brújula, la que concierne al descubrimiento de la circulación de la sangre constituye un aspecto importante de los argumentos respecto de los saberes antiguo y moderno.

El narrador se muestra reticente en pronunciar la aceptación de lo descubierto por Harvey, evidenciando una postura que halla su eco en otros escritos de Defoe, en los que, recuerda Shaw:

Había concebido la posibilidad que el movimiento de la sangre ya había sido descrito por los antiguos pobladores de Tiro y de Egipto, pero sugirió que ese conocimiento se había luego perdido cuando los romanos conquistaron a esos pueblos eruditos. (395-396)

Es decir, para Defoe no habría nada nuevo en lo demostrado por Harvey o por los pensadores alineados con la recientemente fundada comunidad científica, lo que ellos hacían era solo una variante de algo que había sido soterrado o descartado en el decurso de la historia de la humanidad, nada que un estudio más cuidadoso de las bibliotecas del pasado no pudiera rescatar. Es en este sentido que habría que interpretar el comentario del narrador cuando advierte que no hay nada que los europeos puedan catalogar de novedoso o moderno ante el valor y cuantía de los descubrimientos chinos, aunque deberemos aceptar unas páginas más adelante que estos distan de ser tan originales o inéditos como habíamos supuesto.

Hemos dicho anteriormente que para el narrador resulta necesario pensar una sociedad científicamente sólida siempre que el entorno sea políticamente estable y moralmente representativo de los mandatos de un cristianismo reformado. Esta conjunción de factores se manifiesta cuando analizamos la descripción de las tres máquinas más complejas que el viajero encuentra en tierra lunar, la máquina de pensar o silla de la reflexión, el elevador y el concionazimir, podemos ver que todas, de manera directa o indirecta, inciden en la estimulación o la contención de pensamientos y conductas, de modo que no pueden ser consideradas únicamente desde el punto de vista de los alcances de la ciencia. Al examinar este aspecto, Jordan llama la atención sobre el lenguaje extremadamente llano empleado por Defoe para referirse a los artefactos, lo cual no deja de ser un indicativo más de que su mayor preocupación no está del lado de la creación literaria de mundos fantásticos ni de un discurso científico al servicio de esta para hacerlos consistentes:

Defoe seleccionó solo algunos de los recursos retóricos del discurso científico para la parodia puesto que una imitación excesiva de los escritos científicos habría interferido con la narrativa y la alegoría. Por ejemplo, las descripciones de las máquinas fantásticas no pueden aislarse del todo del marco narrativo en el que aparecen, puesto que a menudo también incorpora relatos alegóricos de eventos históricos ingleses y europeos en esas mismas descripciones. (30)

Desde nuestra perspectiva, por otra parte, resulta difícil no sentirnos atraídos por cómo se hace presente en el relato el modo en el que a partir de mediados del siglo XVII comienza a consolidarse la percepción del cuerpo humano como mecanismo. En 1633, Descartes ya había afirmado en su Tratado del hombre que “el cuerpo no es otra cosa que una estatua o máquina de tierra a la que Dios forma”, que tiene en su interior “todas las piezas requeridas para lograr que se mueva, coma, respire”. Un siglo más tarde, en 1733, el médico escocés Georges Cheyne publica su célebre tratado The English Malady, en cuyo prefacio recoge lo que parecía ser ya una opinión comúnmente aceptada, que el cuerpo humano es un complejo aparato hidráulico hecho de tubos y de sistemas de bombeo:

El cuerpo humano es una máquina con una cantidad y variedad infinita de canales y tubos, que se llenan de diferentes licores y fluidos, que corren, se deslizan o se arrastran perpetuamente hacia adelante, o vuelven para atrás, en un círculo constante, alimentando, nutriendo y reparando las pequeñas ramificaciones y vertientes del desgaste de vivir.

En Defoe esta idea coexiste con la posibilidad de que el cuerpo humano interactúe con instrumentos mecánicos y ópticos, y de este modo disciplinar la voluntad y ajustar o alinear todo lo que se mostraría esquivo o remiso a dejarse someter al movimiento armónico y funcional de la máquina. Así, su pensador insinúa la regulación de tirantes y ruedas para evitar un desvío entre objeto y pensamiento, mientras que la función mecánica del elevador promete un desarrollo de las posibilidades intelectuales, que incluye la comunicación con entes superiores e incorpóreos. Probablemente la contracara de este uso prometedor que el narrador observa en las extensiones maquínicas se halle en el tercer aparato complejo, el concionazimir, que es utilizado para congregar rápidamente a las multitudes en la defensa o el ataque de determinada causa, una suerte de propagador universal de rumores al servicio de la facción de turno. Cabe señalar particularmente el desarrollo de Jordan sobre este punto, cuando hace notar que el narrador “sugiere que el concionazimir es activado por el mismo sujeto y no por un técnico desde el exterior” mientras que esto no se especifica claramente en el caso del pensador y del elevador, y se insinúa, por ende, que el uso de los mismos podría no ser voluntario. De esto no se desprende –pero sí se instala la posibilidad– que Defoe imagine artefactos punitivos a través de los cuales se fuerce el pensamiento a no desviarse de los valores o acciones convenidos, pudiéndose transformar las máquinas en oscuros instrumentos de sujeción y dominio. Es también en esa línea que el mismo Jordan sugiere que las máquinas lunares refuerzan la sátira religiosa que se expresa en el escrito, al poder interpretarse como figuras alegóricas de la Cámara de los Comunes, que demanda una percepción más clara y centrada de los conocimientos útiles para el buen gobierno.

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