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Introducción Lucas Margarit y Elina Montes
ОглавлениеEl presente volumen reúne una serie de escritos utópicos ingleses del Siglo XVIII traducidos por primera vez al español, cada uno de ellos cuenta con una introducción que pretende contextualizar el escrito y comenta sus aspectos más relevantes. La serie de traducciones y sus estudios integran los resultados finales de un proyecto de investigación acreditado por la Universidad de Buenos Aires(1) y desarrollado en el bienio 2013-2015 con el título “Configuraciones utópicas en la Inglaterra del siglo XVIII”. Es esta una línea de análisis que, por otra parte, se ha iniciado en el año 2011, cuando, bajo el título “Configuraciones utópicas en la Inglaterra de los siglos XVI y XVII” (UBACyT 20020100200009),(2) nuestro grupo de investigadores se propuso continuar una trayectoria de interrogación que atañe a la incidencia de un conjunto específico de narrativas inglesas en las que es factible reconocer respuestas creativas no solo a la relación siempre problemática que los individuos mantienen con los discursos que plasman sus subjetividades, sino también a las maneras en que las soberanías sojuzgan, excluyen, clasifican, otorgan o niegan.
El nuevo proyecto indaga, entonces, en primer lugar, las transformaciones que se operan en determinadas imágenes, registros y estrategias narrativas que marcaron el género utópico en el período anterior, y que tienen lugar, principalmente, bajo la influencia de las ideas filosóficas de la Ilustración. Jean Servier, en Historia de la Utopía, resumirá las marcas de estas utopías de la Ilustración a partir de la consolidación de un pensamiento político, para ello afirmará que “La obra de Swift, como el pensamiento de Cyrano de Bergerac, marca un alto propicio a la reflexión. No propone un ideal opuesto a la realidad sino una crítica filosófica y una puesta en entredicho de las reglas de nuestra sociedad”.(3) Este plano político se caracteriza esencialmente por uno de los aspectos salientes del género utópico que es la búsqueda de la plena felicidad por parte de las sociedades imaginadas; en algunos casos veremos que esta se logra porque individuo que siente plena libertad en el uso de su cuerpo y en sus relaciones comunitarias, en otros casos, el bienestar se logra a partir de una estricta adecuación a una serie de leyes rígidas que se desprenden de la imposición estricta de un código moral.
Gregory Claeys, un reconocido especialista en el tema, propone en su introducción a Utopias of the British Enlightenment, una serie de motivos que justificarían el resurgimiento del pensamiento utópico en este período, que define como sigue:
1. una floreciente literatura de viajes, que en su vertiente utópica incluía fantásticas visitas a la luna (un subgénero que surgió en el temprano Siglo XVII), naufragios en tierras imaginarias, al estilo de Crusoe y colonias experimentales proyectadas en el nuevo mundo […];
2. la importancia creciente de la ciencia y la tecnología, ese “hacer que todas las cosas sean posibles” de Francis Bacon (Nueva Atlántida, 1629), que a veces adopta el interés en prolongar la vida e incluso los esfuerzos herméticos de transformar los metales en oro;
3. la popularidad cada vez mayor de la idea secular de progreso, aplicada a la ciencia y la tecnología, a la noción de una serie de estadios sociales a través de la opulencia y el refinamiento, y del conocimiento humano y del potencial de la especie en lograr una perfección espiritual y física mayor […];
4. la amenaza de la pobreza y del caos social […];
5. la perenne percepción de que la expansión comercial y la corrupción política alientan la codicia, el vicio y el escepticismo religioso;
la tendencia creciente de propuestas de reforma política, principalmente por parte de los republicanos, que culminan en la fusión parcial del utopismo y de la teoría política constitucionalista de la Revolución Francesa. […] (Claeys: 1994, xi-xii, la traducción es nuestra).
No cabe duda de que la expansión de la publicación de textos de viajes, se debe a un interés creado en torno a la narración de las experiencias de los nuevos descubrimientos, de los asentamientos y de los intercambios, junto con el requerimiento de precisión en la descripción de nuevos territorios que presente de manera verosímil y esmerada las novedades que estos descubrimientos implican; además de los pormenores de la navegación serán los tópicos que más interesarán a la gran cantidad de lectores que atraía este tipo de relatos que en muchos casos presentan una notable cercanía con la novela de aventuras.
Asimismo, el interés por los viajes está íntimamente relacionado con la atracción generada por la encendida divulgación de los desarrollos científicos muchos de ellos fundamentales para la navegación. El tercer aspecto señalado por Claeys habla de una “idea secular de progreso”, vinculada estrechamente a “la importancia creciente de la ciencia y la tecnología”, pero, ¿qué se entiende por “progreso” en este siglo y qué consecuencias tiene esta noción con respecto a la conformación de estructuras sociales en las que sus “avances” se reflejarían?
Es en este sentido que cabe señalar que las primeras dos décadas del siglo XVIII están dominadas por la incidencia de la “Querella de los antiguos y los modernos”, que surge en Francia en las últimas décadas del siglo XVII y que repercute de inmediato y ampliamente en el ámbito cultural de Inglaterra (las obras de Daniel Defoe y de Jonathan Swift están atravesadas por esta controversia). El debate, que da lugar a una polémica encendida entre los defensores de ambos bandos, inaugura un modo inédito de pensar la relación entre lo tradicional y lo novedoso y, entre otras cosas, deja asomar la idea de originalidad que tendrá ulteriores desarrollos ya avanzado el siglo XVIII.(4) La controversia significó, asimismo, un modo de situarse ante la reciente incorporación del discurso científico en las disputas sobre cómo conocer y producir afirmaciones verdaderas y descripciones consistentes sobre la naturaleza humana y el mundo natural, separadas definitivamente de la razón teológica. Es hacia mediados del siglo XVIII que el racionalismo que regía la especulación filosófica y científica se extiende al terreno de lo social. John Bury afirma, al respecto, que es entonces que
[…] la idea de progreso intelectual se amplió naturalmente en idea de Progreso general del hombre. La transición fue fácil. Si se podía probar que los males sociales se debían no a deficiencias innatas e incorregibles del ser humano ni tampoco a la naturaleza de las cosas, sino simplemente a la ignorancia y a los prejuicios, entonces el mejoramiento de su situación y finalmente la obtención de la felicidad, serían solo cuestión de iluminar la ignorancia y eliminar los errores, de acrecentar el saber y difundir la luz. (Bury: 2009, 136).
La confianza en la razón humana como motor del cambio y de la creación de condiciones adecuadas para el mejoramiento de la vida comunitaria responde a un carácter secularizado de las posibilidades de emancipación y transformación e infunde un optimismo en las potencialidades de los individuos para mejorar lo dado e incluso pensar que “el hombre es perfectible, es decir, capaz de un progreso indefinido” (Bury, 2009: 170). Es en este sentido que es válido considerar la afirmación de Raymond Williams, cuando –al analizar las alianzas post-baconianas entre saber y poder– resalta la necesidad de seguir pensando que, ahí donde la ciencia insinúa su presencia en las imaginaciones utópicas, “la tecnología es la civilización, y el mejoramiento de las costumbres y de las relaciones sociales se basan firmemente en ella” (1994: 115). Esta certeza de contar con los medios suficientes para modificar un statu quo, satisfacer las necesidades y alcanzar el bienestar de la población convive estrechamente con ese otro factor que –como hemos visto– Claeys coloca en sus antípodas: la pobreza y los diferentes desórdenes sociales. Resulta paradigmático, en algunos aspectos, que la influencia de un espíritu religioso y puritano sea solidaria con la consideración de la conformación de sociedades donde el progreso está ausente en relación a los términos y avances científicos del período que estamos tratando. Sin embargo, estas posiciones, en apariencia más conservadoras o arcádicas, se hacen eco de los presupuestos de la filosofía antropológica dieciochesca que ilumina la tensión entre naturaleza y sociedad. Siempre según Williams, es necesario en este punto considerar que “la tecnología no necesita ser solo una maravillosa nueva fuente de energía o algún recurso industrial de ese tipo sino que también puede ser un nuevo conjunto de leyes, nuevas relaciones abstractas de propiedad, en realidad y más precisamente: una nueva maquinaria social” (1994: 117).
Por otra parte, la antinomia sugerida entre la vida considerada civilizada y la vida natural no es nueva. Siguiendo los orígenes del mito del buen salvaje los cuales se sitúan en la España del Siglo XV en relación con la llegada del hombre europeo a América, el siglo XVIII va a reelaborar esta noción a través –sobre todo– de los estudios de Nicolás Gueudeville (1652-1721) y de Jean Jacques Rousseau (1712-1778) para conformar una perspectiva inédita en el pensamiento francés revolucionario del Siglo XVIII. Es, justamente, en este siglo que surgen con otros intereses trabajos acerca de lo que se ha denominado “buen salvaje” que desde una perspectiva eurocéntrica intentan estipular la dicotomía bueno/malo en relación a una condición innata –o no– del hombre. Quien se destaca en la consideración de este tópico es Rousseau quien afirma en su Discours sur l’origine et les fondements de l’inégalité parmi les hommes, de 1755, que la humanidad era esencialmente buena, lo que llevaba a considerar al “salvaje” como inmerso en un estado primigenio, original e incorrupto de la bondad humana tanto en el ámbito particular como en el de sus relaciones sociales. Según analiza Rousseau en su trabajo, el hombre en ese estado salvaje era feliz porque no había llegado aún a sufrir las consecuencias, las tensiones, los conflictos y las temibles desigualdades que existían en lo que se denomina “la sociedad civilizada”. El filósofo imaginó al hombre natural como “instintivo, desarticulado y sin propiedad, y lo contrastó con la sociedad competitiva y egoísta de sus días. La cuestión de la propiedad ostenta una larga historia” (2012, 100), afirma Williams, que al hacerlo nos obliga a pensar el temprano anudamiento, rector en la obra moriana, entre pensamiento utópico y consideración de la propiedad, en lo que al éxito de la sociedad proyectada se refiere.
Como contrapartida de la idea de progreso, vemos también una búsqueda de una Edad de Oro que se ha perdido (como una reformulación de las primeras utopías) por la corrupción política y por el vicio y el escepticismo religioso. Incluso, podríamos agregar que el progreso como tal, alejaría al hombre del mundo natural, conflicto que también será abordado por algunos de los textos utópicos de este período. Es factible notar, entonces, que esta nueva faceta axiológica de la dicotomía bueno/malo se conjuga con diferentes visiones de las posibilidades del ser humano como agente del cambio, las que se dirimen entre las promesas liberadoras del discurso científico y una apuesta filosófica en la que las transformaciones civilizadas y civilizatorias de la ciencia participarían del alejamiento de la especie humana de su condición natural y esencial. Es este un aspecto nuclear que motiva obras que, más adelante, serán caracterizadas como distópicas, en las que los modelos organizativos que exaltan la utilización sistemática de la tecnología resultan en el fracaso de la consecución de la armonía comunitaria.
En un registro más formal, las ambigüedades manifiestas en los relatos utópicos en relación con la búsqueda de la felicidad y su posible concreción hallan aliados en el afianzamiento y en la expansión de un género característico de este siglo, la sátira, que demostrará ser un soporte exitoso para vehiculizar las visiones escépticas implícitas del utopismo. El ejemplo más evidente y más reconocido en el ámbito de la novela es Gulliver’s Travels de Jonathan Swift (1667-1745). El otro, podría considerarse Robinson Crusoe de Daniel Defoe (1660-1731), ya que esta obra puede ser leída –como efectivamente se ha hecho– a la manera de una “utopía individual” donde el aspecto social queda desplazado hacia una forma más contundente del self-made-man que, por otra parte, extrema las energías de apropiación y desarrollo del sujeto imperial, en los que se impone el debate sobre la propiedad al que aludíamos anteriormente. En ambos casos podríamos considerar estos textos ficcionales como un comentario crítico acerca del género que nos ocupa aquí. En el caso de Swift se manifiesta la imposibilidad de constituir (y descubrir) un territorio sin conflictos a la vez que los otros territorios se proponen como un espejo que refleja y distorsiona a la sociedad inglesa del momento, evidenciando la incapacidad del ser humano de llegar a esa armonía anhelada. En Defoe, la total ausencia del aspecto social que enmarca la aventura determina que la supervivencia del ser humano no estaría determinada por el ámbito en el que se desarrolla, sino en la voluntad individual de poder modificar la naturaleza según sus propios intereses y necesidades. No podemos, por otra parte, dejar de considerar que muchas de estas obras fueron concebidas como críticas ficcionales a la primera generación de textos que se enlistarían en el así denominado “utopismo primitivo”, cuyas marcas preponderantes serían un escapismo en una “idea de vida primitiva, acorde con la naturaleza” (Beauchamp, 1981).
En un terreno que se presenta siempre complejo de las relaciones entre las comunidades humanas y la naturaleza, es indudable que se abre un debate constantemente renovado entre quienes se aferran a un primitivismo ideal como reverso de un cambio que se juzga contrario y pernicioso para un desarrollo armónico de la especie (y del que la tecnología es una herramienta nefasta), y un espíritu reformista amparado en el soporte y las transformaciones tecnológicas. Pensemos, además, que el “estado de naturaleza [puede] ser, en tanto idea, reaccionario y opuesto al cambio o bien, por el contrario, reformista: una noción que se enfrentaba a lo que era percibido como decadente”, aunque los utilitaristas la reemplazaron por “los novedosos conceptos de mecanismo y mercado […] como regulador natural, un vestigio (no se trata necesariamente de una distorsión) de las más abstractas ideas de armonía social, dentro de la cual el interés individual y el bien común coincidirían idealmente” (Williams: 2012: 103-4). Evidentemente, el progreso representaba para la época y para algunas instancias sociales un avance en las comodidades y en la producción de bienes, si bien esto no implica necesariamente una expansión de estos beneficios a todos los ámbitos de la sociedad. En efecto, el hombre salvaje, definido como más cercano al ámbito natural parecerá ser representante de una especie de arcadia autosuficiente donde la misma Naturaleza es la que proporciona todo lo necesario para la constitución de la vida en sociedad, anulando al mismo tiempo cualquier deseo de movilidad y transformación.
Puntualmente, en Inglaterra, hay que destacar –de manera concomitante– la presencia de un componente político central en la conformación de la sociedad y del poder gobernante, el del Commonwealth como configurador de un pensamiento utópico. David Hume (1711-1776) será uno de los primeros en teorizar acerca de este concepto en su obra Political Discurses (1752) en la que se enfatiza, entre otras cosas, una evolución histórica concebida como relación de fuerzas y, como tal, resultado de los reiterados encuentros entre las diferentes culturas, más que de aquellos pactos y decisiones formales que se plantearían como aspectos inmutables de los modos de operar de los estados. En el juego de los intercambios con los otros es que se van fijando, por un lado, políticas y estrategias comunes para la consolidación de la res publica y, por el otro, nuevos modos de sujeción a manos del estado. “Un conjunto de personas –imagina Hume, casi como un comentario a los deseos y promesas liberadoras del utopismo primitivo– que abandonasen su país de nacimiento para poblar una región deshabitada podrían soñar con recuperar su libertad nativa. Pero no tardarían en descubrir que su príncipe sigue considerándolos súbditos suyos incluso en un nuevo asentamiento” (2011: 413). Un ejemplo que concentra las preocupaciones del filósofo en la permanente dinámica normativa que lo nuevo implica para lo establecido.
Asimismo, ha sido nuestro objetivo relevar los avances de los discursos científicos, que tendrán su incidencia tanto en el campo sociocultural como en el biopolítico. Estos demarcarán una aproximación diferente, por una parte, con respecto a los conceptos de Naturaleza y Cultura y, por la otra, a la idea de máquina que se propone, aún y fundamentalmente, como extensión gloriosa del cuerpo biológico.
Este último tópico abre una doble tensión con respecto a la representación: por un lado, hallamos la necesidad de una enunciación acerca de lo nuevo que rechaza muchas veces desde la ironía o la sátira su tradición cultural y política y, en el polo opuesto, el encuentro con otros espacios –incluso de carácter imaginativo como en Gulliver’s Travels o los diferentes viajes a la luna– que ponen en evidencia los conflictos de la tradición cultural y técnica a la cual pertenece el autor. Los textos que abordaremos nos presentan distintos escenarios donde se produce esta nueva experiencia del yo y, de allí, la expresión de su posicionamiento ideológico.
En efecto, el inicio de la época iluminista llevará la influencia del pensamiento francés a todo el continente europeo incluida Inglaterra, principalmente en las figuras de Rousseau y de Voltaire. El siglo XVIII obliga a analizar las relaciones entre una nueva concepción acerca del ser humano y los intereses materiales y estéticos que lo ocupan. Estas relaciones se verán reflejadas en los relatos utópicos de viaje y visitación de mundos exóticos dieciochescos, manifestando un cambio notorio en las aspiraciones a un orden social con respecto a la época en que se inicia este género literario-filosófico en la modernidad, es decir el siglo XVI.
Por su parte, Gottfried Wilhelm (von) Leibniz (1646-1716) introduce la idea de una utopía de carácter universal, un proyecto unificador en el plano político y teológico, bajo la égida integradora de una sociedad europea y cristiana. Leibniz consideraba que tanto la ciencia como el conocimiento del mundo eran los motores fundamentales para el avance social y, sobre todo, para la proyección hacia un universo que se encontraba en movimiento constante hacia la perfección. Esta perspectiva influyó notoriamente en el pensamiento científico durante el siglo XVIII, dando paso a una serie de textos utópicos basados en el progreso y en el entendimiento del mundo. Debemos notar que durante este período la búsqueda del conocimiento implicaba necesariamente la constitución de sistemas sociales que alcancen la armonía con el mundo circundante y entre los ciudadanos entre sí. Al respecto, Manuel y Manuel señalan que
Los adelantos en artes y ciencia estaban en el centro de la utopía de Leibniz, eran un deber religioso que tenían que cumplir los individuos en la república cristiana perfecta y para gloria de Dios. El estado de armonía y amor se lograba a través de la difusión de un cuerpo de información organizada acerca de todas las cosas, que pudiera ordenarse en una enciclopedia, así como la aceptación de un lenguaje común, una “característica” o un “carácter” universal que facilitara la comunicación. (1979: 395, la traducción es nuestra)
De modo que, se conjugan en las mónadas leibnizianas las aspiraciones de los utopistas de la República Moral Perfecta, que suponen una comunidad de individuos que aplican su estudio y su espíritu al bien público, y los modos de organización burocrática de los estados modernos, en su utilización funcional y operativa de la “información organizada” y de la fluidez de la comunicación.
Otro aspecto a considerar es el marco político y de gobernabilidad en el que se constituye la producción de textos utópicos en este período. Hacia fines del siglo XVII y comienzos del XVIII el problema de las formas de gobierno era uno de los aspectos fundamentales de debate entre intelectuales y políticos. En Inglaterra, como un caso particular, podemos ver el inicio de esta situación política en lo que se ha denominado la Revolución Inglesa que comienza a fines del reinado de Carlos I, en el año 1642 y que será el escenario para las dos guerras civiles que posteriormente darán paso a la República (1649-1660). Una vez terminado este período, la Restauración de la monarquía tendrá lugar con la coronación de Carlos II, cuyo reinado se extenderá hasta el año 1688. Estos sucesos serán un claro antecedente de los debates acerca de la forma de gobierno: República o Monarquía. Tal como afirma Franco Venturi, a comienzos del siglo XVII “se reavivó la polémica acerca de la forma republicana de gobierno” (2014: 83) y de allí que sea interesante señalar la edición en 1702 de la versión inglesa del libro Mémoires de Jean de Wit, de Pieter Cornelis (o de la Court, 1618-1685), que señalaba que la forma republicana defendía y buscaba el bienestar y la felicidad de los ciudadanos en oposición a las monarquías que tenían como prioridad el poder y la expansión territorial.(5) Esta diferencia es un aspecto que no podemos dejar de lado ya que muchos textos utópicos de este período se centran, justamente, en encontrar un modelo social que lleve a la felicidad de los individuos, tanto en relación con la naturaleza como en los vínculos políticos que se establezcan entre los seres humanos. El bien preponderante es poder encontrar la paz y la armonía terrenal en los diferentes ámbitos de la esfera humana.
La perspectiva de expansión geográfica que se presenta en este período debe su continuidad al interés prioritario de los imperios coloniales de un crecimiento territorial y económico basado en el asentamiento y explotación de las zonas antes descubiertas. Es este un factor determinante de un gran número de viajes hacia diferentes puntos del planeta para demarcar territorios a partir de los asentamientos que en las nuevas tierras se fueron instalando para luego constituir sociedades estructuradas a partir de sistemas políticos, legales y culturales, en principio conformes a los intereses de las metrópolis y que, como tales, se imponen en las organizaciones comunitarias previamente establecidas en los espacios ocupados. Por otra parte, podemos ver en muchos casos una clara construcción idílica de estos territorios, como un artificio que se instala en un espacio considerado desde la mirada del navegante o conquistador como una “tabula rasa” donde evidentemente todo es posible. Esta visión del mundo como conjunto de territorios “vacíos” será uno de los puntos que influirá en el modo de concebir los relatos utópicos en este siglo. Esa búsqueda de felicidad y armonía se proyectará como un esquema de carácter social en estos territorios ilusorios que se repetirá como una serie de variantes sobre la necesidad de establecer nexos necesarios para la paz y para la cooperación entre los hombres. Asimismo, si nos atenemos al siglo XVIII inglés se hace necesario resaltar que las formas de legitimación del dominio, como señala Ricardo Cicerchia, entienden que la “posesión, para ser entendida como tal, necesita un nuevo conjunto de prácticas. La expansión comercial y el Iluminismo imprimieron a las tradiciones inglesas –dice– otras reglas de juego: ciencia, exploración y narración. Se trataba ahora de una nueva ‘empresa planetaria’ marcada por la dramática expansión temporal y espacial de la cosmogonía y cosmografía europeas” (2005: 126). Esta nueva etapa, a diferencia del viaje exploratorio, está orientada a la producción de un preciso retrato físico del planeta que se refleja en el refinamiento de la cartografía temática que registra con un creciente rigor los datos geológicos, económicos, políticos y médicos de las zonas proyectadas; la nueva narrativa geográfica incluye gráficos, imágenes en miniatura y datos que completan el perfil económico y político considerado eficaz para un conocimiento integral del territorio. Cicerchia afirma que “el énfasis retórico en la experiencia visual respondía a la ideología de la observación racional del geógrafo. Una razón que indicaba la selección de fenómenos y guiaba su clasificación”, aunque hacia fines del siglo XVIII las “memorias geográficas fueron […] reemplazadas por un nuevo tipo de género que incluyó cálculos matemáticos y un frondoso álbum gráfico” (2005: 60). La exactitud de las descripciones y la rigurosidad e insistencia del cálculo, en escritos y cartografías son –por otra parte– una constante que relevamos en los relatos de viajes del período, sean estos reales, utópicos o filosóficos.
Desde la perspectiva inglesa, la conformación de lo que se ha denominado Commonwealth, es decir un sistema de gobierno centrado en el bienestar social, ha implicado, por un lado la expansión a la que nos referíamos anteriormente, pero también la consideración de la “res pública” como objetivo central del poder político. Podríamos también considerar como antecedente lo que se ha denominado “Commonwealth of England” durante la República de Cromwell. En 1649, en el inicio del Protectorado, se declara a través del Parlamento que Inglaterra es una mancomunidad que impera también tanto en Irlanda como en Gales y que desde una visión centralista legitima la anexión de los territorios y de los dominios como parte integrante del sistema político y legal inglés. Pese a ello, deberíamos ver que la idea de bien común que estaría detrás de esta construcción, es enfatizada en muchos de los textos que aquí presentamos. Como afirmábamos unos párrafos más arriba, la posibilidad de establecer un sistema social que enaltezca al hombre implica una felicidad que se proyecte hacia toda la comunidad. A modo de curiosidad consideremos la intención del autor anónimo de The Isle of Content o las variantes utópicas de Thomas Spence como The Reign of Felicity (1796) o leamos un fragmento del texto de Hodgson La República de la Razón, como el que sigue:
Dado que la corrupción es, por lo general, el resultado de un poder que queda por largo tiempo en manos de un mismo individuo y prevenir es más humano y mucho mejor que descubrir, es mi intención, en este Plan, crear todas las condiciones para la República, a lo cual se agrega ya sea la confianza o el poder REVOLUCIONARIO o ROTATIVO, tomando, así, lo que yo concibo como el mejor remedio y prevención para el más inveterado enemigo de la felicidad pública…
Vemos en este fragmento distintas variantes a tener en cuenta, por un lado la defensa del sistema republicano cuyo antecedente podría considerarse, justamente, la noción de mancomunidad, tal como afirmamos anteriormente. Por otro lado, nuevamente el aspecto moral hace su aparición como un factor esencial en estos textos utópicos para lograr la felicidad de todos. Es decir, por lo menos tres puntos se entrecruzan en la propuesta de Hodgson, característica compartida con otros textos del período: la idea de armonía social en el marco republicano, el freno de la retención del poder de manera perdurable y los aspectos morales derivados y, por último, la “felicidad pública” que se establece con base en los dos primeros puntos, para alcanzar el estado ideal de toda la comunidad.
En esta oportunidad presentamos nueve textos utópicos que recorren todo el siglo XVIII. Desde sus inicios con un relato de Daniel Defoe The Consolidator: or, Memoirs of Sundry Transactions from the World in the Moon (1705) y una utopía anónima The Island of Content: or A New Paradise Discovered (1709) hasta finales de siglo con el texto de Horace Walpole “An Account of the Giants Lately Discovered” (1798) donde examina el papel de Inglaterra con las nuevas colonias ubicadas en América del Norte. Incluimos, asimismo, otra narración utópica anónima, A Description of New Athens in Terra Australis Incognita (1720); el relato atribuido al Capitán Samuel Brunt, A Voyage to Cacklogallinia with a Description of the Religion, Policy, Customs and Manners of that Country (1727); fragmentos del tratado de John Kirkby, The Capacity and Extent of the Human Understanding; Exemplified in the Extraordinary Case of Automathes (1745), la visión utópica de James Burgh, An Account of the First Settlement, Laws, Form of Government, and Police, of the Cessares, A People of South America (1764); una reelaboración del mito nacido de la novela de Defoe, Robinson Crusoe, por parte de Thomas Spence, A Supplement to the History of Robinson Crusoe (1781) y, finalmente, el escrito de William Hogdson, The Commonwealth of Reason (1795).
La serie seleccionada nos coloca ante propuestas heterogéneas e sugerentes a la hora evaluar el modo en que intereses y perspectivas ideológicas muy diferentes entre sí asoman a través de los textos. En todos los casos son escritos vertidos por primera vez al español y están acompañados por una introducción y un aparato crítico. Nos interesaba ante todo poder brindar al lector –no solo académico– un conjunto de textos utópicos que desplieguen intereses que exceden el siglo XVIII y que, originándose en la modernidad temprana y continuándose en los siglos XIX y XX, reflejan una manera de reflexionar acerca del realidades alternativas, de un modo que la ficción literaria hará propio en recursos y formas. Asimismo, en la variedad de textos observamos la apuesta de autores que provienen de diferentes ámbitos, en un arco que incluye al político, al periodista satírico y hasta al “hombre de letras”, desde el autor que esgrime una evidente intención política o social, al que recompone sus modos de lectura crítica a través de un nuevo texto.
La Modernidad se refleja en estos textos con una gran carga de ambigüedad que conjuga el afán científico, escenario central durante este período, con una visión de mundo gobernada por estrictos parámetros de la moral religiosa y hasta con ficciones en las que podemos reconocer el basamento para el nacimiento de la imaginación del Romanticismo. Ambigüedad que en este período se manifiesta incluso en la presencia de personajes como el alquimista Cagliostro o el navegante Dom Pernety quienes a su modo representan esa zona oscura del mundo de la razón. Podemos considerar entonces que el renacimiento del género utópico durante el período iluminista rompe con una herencia directa; en efecto ya no solo encontraremos la tradición clásica inglesa representada por Thomas More o Francis Bacon, sino también el entrelazamiento con los nuevos modelos políticos y, sobre todo, con las nuevas formas de narrar, heredadas del siglo XVII tales como The Commonwealth of Oceana de James Harrington o La Isla de los Pines de Henry Neville como variantes del sistema político o El descubrimiento de un nuevo mundo de John Wilkins o El hombre en la Luna de Francis Godwin(6) como narraciones que proyectan las especulaciones científicas del momento, aunque de un modo que hoy podríamos adjudicar al ámbito de lo maravilloso, las posibilidades de asentamientos en un ámbito más allá del terrestre.
Los otros modelos que deberíamos considerar son las obras como las aludidas al comienzo, Robinson Crusoe (1719) de Defoe y los Gulliver’s Travels de Jonathan Swift (1726) que aportan desde un marco narrativo marcadamente ficcional dos perspectivas diferentes, pero complementarias, de juzgar y pensar las relaciones del hombre con su entorno natural, con el mundo y también con los sistemas políticos en los que se insertan. Un caso interesante, donde la imaginación juega un papel central, es el pseudo-swifteano Un viaje a Cacklogallinia,(7) que, tal como su título indica, es un territorio poblado por civilizados gallináceos que –a la manera de la sátira clásica de corte aristofánico y lucianesco–interactúan con el viajero. Allí podemos leer:
A mí me sorprendió tanto oír hablar a aves como a ellas ver un monstruo como el que yo les parecía.
Como vemos, el juego de inversión especular, según comenta Riccardo Capoferro, representa al autor-personaje, “el mismo Brunt, en medio de un territorio habitado por criaturas monstruosas: gallinas gigantescas dotadas de inteligencia humana que conforman una sociedad Whig distópica” (2009: 222). A la vez que la alteridad, en este relato, se centra en la manera en que la percepción construye la figura del viajero y la del visitante, la sátira política permite asociar la corrupción de los habitantes de Cacklogallinia a la Inglaterra de las primeras décadas del siglo XVIII.
Siguiendo el esquema de la sátira política y de los viajes a territorios fantásticos y exóticos incluimos en esta selección el texto de Daniel Defoe El consolidador, o memorias de diferentes sucesos ocurridos en el mundo de la Luna. Traducido del idioma lunario por el autor de Un inglés auténtico. Nuevamente el recurso imaginativo es central en la narración de un viajero, con el aditivo insinuado en el título que asocia la promesa de un relato verídico al soporte lingüístico de un idioma “inexistente” y de una traducción que jamás podremos comparar con el original. La experiencia del viaje es, entonces, la experiencia del propio territorio como una alteridad, el relato de viajes es la narración de lo propio a través de otras marcas lingüísticas y a través de una experiencia que se presenta como diferente. Sin embargo, esa nueva experiencia siempre es tamizada por la lengua del narrador / autor, haciendo inteligible aquello que se considera ilegible, es decir, la traducción de una especie de murmullo a un logos que distinga un sistema social de otros. Cabe comentar aquí que el texto de Defoe nos presenta un viajero que –sobre las trazas de su antecesor, Francis Godwin– recorre entre otros territorios China, lo que nos muestra el interés por el exotismo oriental como parámetro de diferenciación y como un territorio donde es posible conocer una serie de prodigios que implicará una nueva valoración del conocimiento en la Inglaterra del autor. Lo señalado en la “Introducción” de Un viaje a Cacklogallinia es válido también para la sátira de Defoe, pues en ambas obras detectamos que “la representación literaria del viaje a la luna […] funciona como recurso figurativo para evaluar críticamente la exploración y explotación de los territorios allende el Atlántico, mientras que el creciente dominio sobre el cruce de aguas otrora infranqueables acicateaba a la imaginación para encarar la posibilidad de franquear el espacio sublunar”, y la luna, esa otra tierra habitada, esa otra Inglaterra, se transforma en un motivo válido para proyectar sociedades utópicas y distópicas y generar una reflexión en torno a las políticas de gobierno.
Como podemos ver, la variedad de perspectivas que presentan estos textos utópicos del siglo XVIII nos remonta a la curiosidad y a la imaginación de la época como motor de la especulación social y de la crítica cultural y política. Los relatos de viajes se transforman de este modo en una red múltiple donde las voces comienzan a entrelazarse para mostrar al lector las diferentes facetas que atraviesan la historia, el sistema político, las creencias y la experimentación en un mundo que pareciera comenzar a tomar la forma de un discurso más compacto e inteligible en términos de una ratio secularizada.
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