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Juliet
Un año antes
Debbie entró a nuestra habitación y me encontró recostada en la cama mientras movía nerviosa la pierna derecha.
–¿Qué te traes, Julie? –sabía bien que me molestaba aquel apócope, así solían llamarme en nuestra escuela en Casper. Vida pasada. Cuando éramos dos nadies de Wyoming.
–No sé, ven que te muestro –aquella mañana acababa de recibir un mensaje de un número desconocido.
En otro momento lo habría mandado a volar, pero entre Jeffrey, que se encontraba de vacaciones en Portugal con su familia, y Nicholas, que esos días se las daba de ofendido, le seguí el juego. Comenzamos a coquetear, a sabiendas de que del otro lado podía haber un viejo libidinoso en musculosa, slip y medias, pero ¿qué riesgo había a través de una pantalla?
<¿Así que sin pareja eh?>.
Debbie se alejó horrorizada. Demasiado para la dulce y buena católica, la oveja blanca de aquel campus de la NYU, o al menos de aquel piso de dormitorios.
Así y todo no concebía la vida sin ella. Habíamos sido amigas desde que tenía recuerdos. Más tarde el destino benevolente nos permitió ingresar a la misma universidad en nada más y nada menos que Manhattan. Bueno, el destino y la mano de Debra.
Releí el mensaje y respondí: <Supongo>.
<¿Cómo es eso? O tienes o no tienes>.
<Digamos que estoy libre>.
<Perfecto>.
Comenzó a sonar la alarma de evacuación, algo habitual una vez por mes cuando, sin previo aviso, el bloque de dormitorios realizaba un simulacro para asegurarse de que, sin importar cuándo, alcoholizados o sobrios, pudiéramos salir sanos y salvos en caso de que ocurriera un siniestro.
Esa noche había una fiesta de disfraces bajo la temática “Francis Ford Coppola” y yo, que nunca había sido fanática de ellas, aprovecharía para quedarme adentro leyendo o poniéndome al día con alguna materia. No entendía el objetivo de querer ser alguien distinto por un rato, escondido detrás de un disfraz.
Si a mí me gustaba ser Juliet, ¿por qué demonios querría convertirme en Kay Adams o en Lucy Westenra? No es que ellas la hubieran pasado mejor. Me parecía una vulgar excusa que usaban las mojigatas para vestirse provocativas sin sentir culpa y yo en esta materia jamás la sentiría. Si eso le molestaba a alguien, bien podía mirar hacia el lado opuesto.
<¿Vives en el campus?>, pregunté.
<Eso depende para qué>.
<Hay una fiesta de disfraces>, respondí.
<Truco o trato>, sonreí.
<Prefiero los trucos el resto del año>.
<Yo los tratos>.
<Bueno, parece ser que nos complementamos>, me sentí poderosa y sobre todo y lo que más me gustaba, con el toro tomado por las astas.
Debbie se asomó tímidamente por detrás de la puerta del clóset que compartíamos. Su disfraz no variaba demasiado de una versión de ella misma, pero en los años sesenta.
No importaba, dejaría que se sintiera feliz con la idea de ser una persona completamente distinta por ese rato; era obvio que pertenecía al grupo que lo necesitaba.
A los pocos minutos, se despidió cuando la pasó a buscar un muchacho que nunca antes había visto por allí, y aproveché para seguir mi conversación mucho más enfocada, a solas.