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Audrey
Presente
<La necesitamos aquí de inmediato. Su presencia es la pieza que falta>.
Número desconocido. Me ardieron los ojos. Los arrastré hacia el reloj del móvil, 5.03 a. m. Equivocado. La inercia de estirar las piernas me sorprendió con un calambre en el pie derecho.
Un latido en mis muslos insinuaba una reciente caminata nocturna. En verdad, solo había boyado todo el día entre la cama y el sofá. Mi cuerpo ya no distinguía la realidad de la fantasía.
Una vez más el zumbido. Esa irritante vibración del móvil sobre la mesa de noche. Ahora me enviaba una dirección.
<Calle 97 y Central Park West>.
Giré dándole la espalda con la intención de dejarlo literalmente atrás, todavía me quedaban algunas horas de sueño; técnicamente, todas las que quisiera. Hacía ya algunas semanas que me encontraba de licencia psiquiátrica por un episodio de estrés agudo. Yo, Audrey Jordan, la psicoanalista que no había logrado sobrevivir a su psiquis.
Pero el tiempo de descanso que debía ser sanador provocaba el efecto contrario, ya que, día tras día, con mis propias manos cavaba el pozo en el que finalmente terminaría por meter mi cabeza. Picaba, pero de una forma que no se calmaría con tan solo rascarme. Picaba, sobre todo cuando comenzaba a replantearme lo poco que había logrado hasta hoy de cara a lo deseado algunos años atrás, no tantos.
Ah, sí. Graduada con honores, pero con un trabajo regular, que rayaba en lo mediocre. Treinta y un años, pero recientemente separada. Mi madre había fallecido hacía pocos meses y mi padre… bah, mi “ex padre” estaba preso. Todo esto, en definitiva, me convertía en un excelente partido, uno del cual escapar, a juzgar por alguna suegra siniestra.
Esta misma madrugada, pocos minutos antes de que me despertasen creí estar soñando con Alex, mi última pareja. No es que hubiera tenido tantas.
No solía pensar en él a menudo; a decir verdad, no había llegado a enamorarme con locura, lo que no quitaba que por un tiempo hubiese resultado funcional. Esta misma noche, después de algunos meses de silencio de radio, me había llamado. Quizás había sido que su llamada perdida influenció mi momento de descanso. El destino –hoy benevolente– había querido que me encontrara recogiendo el pedido de comida y no llegara a atender. Me intrigaba su aparición, pero ni en uno ni en mil años le devolvería la llamada. Las cosas estaban mejor así.
Alex era un Monet, de lejos parecía un muchacho decente que no pretendía más de lo que yo podía darle, bueno, excepto cuando se le ocurrió la maravillosa idea de que fuéramos padres. Lo soltó como quien propone pedir comida china una noche de viernes. Recuerdo que me quedé mirándolo perpleja y luego le pedí que me pasara la salsa de soja. ¿Acaso no me conocía lo suficiente como para saber que no era el momento... o la persona adecuada?
De todas formas, eso fue algo que eventualmente superamos. No podía darme el lujo de ser tan quisquillosa. Pero todo tenía su límite.
El punto final lo puse aquella última noche, en vísperas de Navidad, cuando, en medio de una discusión acalorada, Alex se transformó en un completo extraño, hasta el punto de creer que me golpearía.
Jamás me habría permitido sostener una relación después de algo así, podía parecer débil, pero dentro de mí sabía bien que no lo era. No después de todo lo que me había tocado vivir.
Intenté conciliar el sueño nuevamente, pero en mi cabeza no cesaba de resonar una y otra vez la última frase que me dedicó antes de irse levantando una polvareda: “Estás rota, Audrey, te faltan partes”.
Me volví indiferente, sobre todo los primeros días sin él. Definitivamente aquellos días me permitieron llegar a la conclusión de que no se había tratado de un amor inolvidable. Pero a las pocas semanas comenzaron a quemarme las venas –¿quién se creía que era para juzgarme así?, cretino–, coronando un perfecto duelo. No pude evitar la, hasta ahora, temible tristeza que se unió exquisitamente a mi estado de ánimo como si hubiera sido producto de una perfecta intersección emocional.
Habían pasado dos meses y Alex todavía parecía tener el poder de minar mi autoestima.
Abrí los ojos. Ya eran las cinco y veinte y, a juzgar por los mensajes, alguien parecía realmente necesitar a la persona a la que iban dirigidos en primera instancia.
Tomé el móvil a fin de notificarle el error, pero algo me detuvo en ese mismo instante. ¿Y si esos mensajes se trataban de una señal? ¿Una nueva puerta abriéndose para mí, de par en par? La idea me resultó excitante, aunque, en el fondo, inverosímil.
Caprichosa, batallé contra lo ordinario. Lo de siempre. Elegí pensar que aquella dirección había llegado a mi vida para algo más que despertarme tan temprano, mejor dicho, cuando todavía la noche protagonizaba desde mi ventana.
Dar aviso a la policía sugería una medida exagerada, puesto que nada en aquellos mensajes parecía alarmante. Se me iban acabando las excusas.
<La necesitamos aquí de inmediato. Su presencia es la pieza que falta>.
Y luego la dirección: <Calle 97 y Central Park West>, no muy lejos de casa, hasta podría llegar rápidamente andando. Desde que había venido a vivir a Manhattan me había tenido que conformar con el barrio de estudiantes y con hostels de mala muerte, el Upper West Side. En otra época, cuando visitaba a mi madre, al menos me daba el lujo de caminar presumiendo por el Chelsea, pero parecía ser que durante esos últimos años alguien había decidido ponerlo de moda y por ese motivo los precios de renta se habían elevado a niveles exorbitantes, tanto era así que ahora debía conformarme con esto. Pero algo perturbador alimentaba la ironía de sentir que era justo lo que merecía, desdicha por desdichada.
Intenté destapar mi torso, pero una oleada de aire fresco lo impidió, pertenecía a ese extraño grupo de gente que hasta no sentir la fatiga del verano debía dormir arropada.
Finalmente lo hice. Poseída por cierta energía que hacía semanas parecía haber perdido, me incorporé en la cama.
Esta fuerza interior no daba tregua. Iría a esa dirección. Me sentí efervescer, después de todo, después de tanto, Audrey Jordan era una parte fundamental.