Читать книгу Soledad - Mª Carmen Ortuño Costela - Страница 20

Оглавление

CAPÍTULO 13

Llovía. Llovía a mares. Alicia respiró hondo, llenando sus pulmones de esa brisa fresca y húmeda de tierra mojada y hojas revueltas con la que tanto le gustaba embriagarse. No llevaba paraguas, una reciente costumbre que prefería no tener que explicar, pero que sabía que hundía sus raíces en una tarde de noviembre en la que aprendió que un paraguas no siempre te resguarda de lo que más temes. Desde entonces prefería sentir la lluvia sobre la piel, calarse hasta lo más hondo para que el agua arrastrara consigo los recuerdos y le inundara el alma de petricor.

Llegó al portal de Soledad hecha una sopa. Intentó adecentarse un poco, pero sabía que era inútil tratar de ofrecer un aspecto presentable con semejantes cascadas llorando desde el cielo sobre ella. Se sintió algo culpable por no haber obviado su obsesión de huir de los paraguas en aquella ocasión. Sabía lo cuidadosa que era Soledad, y ya visualizaba con horror los charcos que se formarían también en su salón al marchitase todo el agua que acumulaba en el pelo y la ropa. Avergonzada, subió los cuatro pisos a pie en un vano intento por aprovechar cinco minutos más para secarse un poco, pero supo que seguía ofreciendo un aspecto lamentable cuando se presentó frente a Soledad.

—Pero… ¡cielo, vienes empapada! ¿Es que se te ha roto el paraguas por el camino? Pobre, ven y acércate al radiador, voy a darte ropa seca. ¡Vaya horror de tiempo!

Alicia no desmintió la explicación de Soledad; era tan plausible como cualquier otra. De hecho, ella consideraba que era cierto que su paraguas se había roto, solo que lo había hecho hacía ya algún tiempo, y ahora lo único que era capaz de sentir era la lluvia inundándola por dentro. Ironías del destino…

—Ten, sécate con esta toalla, corazón, y cámbiate de ropa. Siento no tener hoy nada para merendar; empecé a hacer gallegas esta mañana, pero me olvidé de que estaban en el horno y se han chamuscado todas. Las he tenido que tirar, una lástima —dijo Soledad, suspirando contrariada mientras recogía la ropa empapada de Alicia—. Lo que sí puedo preparar es un chocolate caliente, ¿te apetece? Claro que sí, voy ahora mismo a calentar la leche.

Mientras se cambiaba y trataba de secarse algo la humedad del pelo con la toalla, Alicia pensó que notaba a Soledad más nerviosa de lo habitual. Jamás había faltado algún dulce en sus tardes juntas por olvidos o equivocaciones en las recetas. Soledad era extremadamente cuidadosa, y aquel desliz era, cuanto menos, una rareza.

Una vez que se hubo cambiado, y ya ofreciendo un aspecto mucho más decente, Alicia se dirigió hacia la cocina, donde supuso que estaría Soledad preparando un delicioso chocolate a la taza. Sin embargo…

—¡Soledad, la leche está rebosando del cazo!

Alicia corrió para retirar la leche hirviendo del fuego, y vio que Soledad se había quedado mirando al infinito en una silla, hundida en sus pensamientos.

—Lo siento, prenda, me he debido despistar, pensaba que…

Alicia apagó el fuego y trató de limpiar el despropósito que había formado la leche hirviendo al derramarse por los bordes del cazo. Observó a Soledad por el rabillo del ojo, y por un instante creyó ver una sombra de llanto en su mirada, como un contraluz en su pupila que parecía reflejar algo que Soledad llevaba por dentro y que no se atrevía a verbalizar. Cuando hubo terminado, se sentó con ella dulcemente en una de las sillas de la cocina, meciéndole una mano entre las suyas con cariño.

—Soledad, ¿te ocurre algo?

Soledad notó cómo se apretaba aquel nudo en el pecho que llevaba sintiendo desde que volviera a aparecer en su vida aquella última pieza de piano, y que no conseguía desatar por más que trataba.

—Nada, corazón, es solo que estoy mayor y me despisto, yo no… Vamos a ver si podemos salvar ese chocolate, nos va a sentar bien a las dos, hace un frío… —Soledad trató de desviar la mirada y la atención de Alicia hacia otro punto, pero ella también podía llegar a ser igual de insistente.

—No, Soledad. Cuéntamelo, por favor, dime qué te pasa. Desde el concierto no pareces la misma...

El tono preocupado de Alicia detuvo en seco a Soledad. Suspiró. Había evitado volver a recordar desde que los acordes de aquella última pieza la habían transportado hasta donde ella nunca imaginó que volvería, pero sabía que era inevitable huir por más tiempo. Aquella canción había vuelto como una llave desvencijada del cajón de su memoria, y lo que estaba desempolvando a veces dolía demasiado como para ignorarlo sin más. Alicia percibió la duda en la mirada de Soledad, y retrocedió algo en sus palabras para dejarle más espacio.

—Lo siento, Soledad, no quiero que te sientas forzada a compartir algo si no te sientes cómoda, es solo que estoy preocupada, no sé si te pasa algo…

Soledad sonrió con ternura. Su Alicia era un sol…

—Tranquila, cariño. Es normal, siento haber estado tan nerviosa estos días. —Soledad sacudió la cabeza, con pesar—. Y no es que no quiera compartirlo contigo, es que ni siquiera yo sé por dónde empezar…

Soledad inspiró hondo, y al exhalar el aire de sus pulmones comenzó a expulsar también todo lo que llevaba clavado en su interior, como un puñal que no podía sacar si no quería que la herida sangrara. Y, así, comenzó por un caserío, una tarde de verano y los inocentes juegos de unos niños que ignoraban que sus diferencias ya estaban impuestas según en qué parte del cortijo dormían desde mucho antes de que, incluso, se conocieran. Continuó con unas teclas de un piano imaginario bajo la sombra de un olivo y unos ojos negros que le regalaron una canción que ella solo llegó a escuchar a hurtadillas a través de una ventana. No entró en demasiado detalle, pero Alicia sí que supo que todo se rompió en pedazos cuando él traicionó la confianza de Soledad, y ya no volvió a saber nunca nada de aquella sonata ni de aquellos ojos de carbón. Hasta aquella noche, cuando el pasado había resurgido de sus cenizas para arder de nuevo y arrasarlo todo.

Alicia escuchó toda la historia en silencio, mientras mil preguntas tomaban forma en su mente. Así que todo aquello era lo que llevaba arrastrando Soledad a sus espaldas durante tanto tiempo...

—Y, entonces… ¿no has vuelto a saber nada de él?

Soledad negó con la cabeza.

—Lo cierto es que no, perdimos el contacto totalmente después de todo lo que ocurrió.

Alicia insistió, intrigada.

—Pero, ¿no sabes ni siquiera quién puede ser el pianista de la otra noche? ¿Y por qué conoce una canción que alguien compuso para ti hace sesenta años?

Soledad negó de nuevo. No tenía ni idea, nada tenía sentido… De pronto, Alicia supo exactamente qué era lo que tenían que hacer.

—Está claro, tenemos que hablar con el pianista.

Soledad abrió los ojos desmesuradamente, sorprendida.

—¿Cómo?

—Sí, tenemos que hablar con el pianista. Él es tu único vínculo a esa canción. No sabemos cómo la aprendió, quizás sea incluso su nieto o algún familiar suyo…

Soledad sacudió la cabeza, horrorizada.

—Ni hablar, no voy a ir a ver a ese pianista, de ninguna forma…

De pronto, la sola idea de volver a saber de él se había acercado demasiado al presente, cuando ella siempre la había intentado alejar lo máximo posible. Y supo que no podía, no podía volver a traerle a su vida después del daño que le había causado.

—Pero, Soledad…

—Alicia, he dicho que no, y es que no. —Aquella reacción pilló por sorpresa a Alicia; jamás había escuchado aquel tono de determinación en la voz de Soledad, y le sorprendió la mirada de hierro con la que acompañó sus palabras—. Aquello pasó hace mucho tiempo, y no merece la pena revolver algo que ya está enterrado. Olvídalo, igual que yo lo he hecho. Hay cosas que hay que saber dejar estar. —Soledad se levantó, zanjando los recuerdos y la conversación de un zarpazo—. Ya es tarde para un chocolate, pero si te apetece un refresco…

Alicia supo que el momento había pasado, y se quedó en silencio. Soledad no seguiría hablando del tema, y temía llegar a enfadarla si seguía hundiendo el dedo en la herida. Aquella había sido la primera vez que hablaban del pasado, y la conversación le había dejado más preguntas de las que tenía inicialmente. Era todo tan extraño… Una canción, dos personas y un dolor tan profundo como para no querer rescatar su causa incluso sesenta años más tarde... No le gustaba en absoluto ver a Soledad así, tan afectada por algo que no quería remediar. Estaba claro que no había vuelto a ser ella misma desde que escuchara aquella pieza interpretada por unas manos desconocidas. Y supo que quería ayudarla, que volviera a recuperar la sonrisa y su mirada se desencajara del escollo en el que se había anclado sin remedio. Supo que tenía que hacer algo por ella, por el aprecio y el cariño que le tenía, aunque Soledad se lo reprochara. Se lo debía.

Fue entonces, en aquel preciso instante, cuando se percató de que aquella era la primera vez desde que conocía a Soledad que el gramófono del salón permanecía taciturno y en silencio, sin ninguna pieza de piano que flotara suavemente como una brisa de primavera despeinándose entre las ramas de un abeto.

Soledad

Подняться наверх