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Martin Beck comenzaba a sentirse incómodo. La sensación era vaga y difícil de precisar, algo así como la insidiosa fatiga que le invade a uno cuando está quedándose dormido con un libro en las manos del que lee el mismo párrafo una y otra vez sin pasar página.

Tenía que hacer un esfuerzo para serenarse y controlar las escurridizas visiones que le asaltaban.

Estrechamente relacionada con esa acechante impotencia tenía otra sensación de la que no era capaz de librarse.

Una sensación de peligro.

De que algo estaba a punto de pasar. Algo que a toda costa debía evitarse. Pero no sabía qué, y mucho menos cómo.

Ya había experimentado eso en anteriores ocasiones, aunque con muy poca frecuencia. Sus colegas solían mofarse del fenómeno, al que llamaban intuición.

El trabajo del policía se basa en el realismo, en la práctica, la tenacidad y la sistematización. Es verdad que muchos casos difíciles acaban esclareciéndose de modo casual, pero no es menos cierto que la casualidad es un concepto elástico que no debe confundirse con la suerte o el golpe de fortuna. En una investigación criminal se procura que la red de coincidencias resulte tan densa como sea posible, y en esta tarea la experiencia y el tesón desempeñan un papel más importante que las intuiciones geniales. La buena memoria y el sentido común son unas cualidades más valiosas que la brillantez intelectual.

La intuición no tiene cabida en el trabajo de la policía.

La intuición no es ni siquiera una cualidad, del mismo modo que la astrología o la frenología no se pueden considerar ciencias.

Y sin embargo existía, por muy reacio que Martin Beck fuera a admitirlo, y había vivido momentos en los que parecía que le había llevado por el buen camino.

Aunque su ambivalencia mental también podía deberse a factores más sencillos, tangibles e inmediatos.

Por ejemplo, a Rönn.

Martin Beck exigía mucho a las personas con las que trabajaba. La culpa de ello la tenía Lennart Kollberg, su mano derecha desde hacía muchos años, primero como subinspector de la policía de Estocolmo y luego en la vieja policía criminal nacional en Västberga. Kollberg siempre había sido su complemento más fiable: el que le lanzaba los mejores pases y el que formulaba las preguntas más incisivas, las cuales les permitían avanzar en los casos al ofrecer un ángulo nuevo cuando alguna investigación se había estancado; además, se trataba del interlocutor que mejor le secundaba en los diálogos.

Pero Kollberg no se hallaba disponible. Era de suponer que estaba en su casa durmiendo y no había ninguna excusa aceptable para despertarlo. Iría contra las normas, aparte de que constituiría un insulto hacia Rönn.

Martin Beck esperaba que Rönn hiciera o por lo menos dijera algo que indicase que él también estaba al tanto del peligro. Que aportara alguna afirmación o hipótesis que Martin Beck pudiera refutar o bien continuar desarrollando.

Pero Rönn no decía nada.

En su lugar, realizaba su trabajo con calma y profesionalidad. De momento, le habían asignado a él la investigación, y estaba haciendo todo lo que razonablemente cabía esperar.

La zona circundante a la ventana ya se hallaba acordonada con cinta y caballetes, y rodeada por coches y focos encendidos. La luz barría todo el terreno, y en el suelo, procedentes de las linternas de los agentes de policía, parpadeaban ovaladas manchas blancas, moviéndose nerviosamente como cangrejos asustados, en caótica huida por la playa, ante la invasión de unos intrusos.

Rönn había pasado revista a todo lo que había sobre la mesilla de noche y dentro de ella, sin encontrar nada más que efectos personales corrientes y algunas cartas de contenido trivial: de esas misivas entre indiferentes y campechanas que las personas sanas suelen escribir a los que se supone gravemente enfermos. Además, el personal civil del quinto distrito había inspeccionado las habitaciones y salas adyacentes sin encontrar nada digno de mención.

Si Martin Beck quería saber algo en particular, tendría que preguntarlo, y además expresarse con claridad, en términos que no pudieran ser mal interpretados.

La verdad era, simplemente, que no trabajaban bien juntos. Ambos lo sabían desde hacía tiempo, y por tanto solían evitar aquellas situaciones en las que se veían obligados a tratar el uno con el otro sin que hubiera nadie más presente.

Martin Beck no tenía una opinión muy elevada de Rönn, algo de lo que este último era plenamente consciente y que le producía complejo de inferioridad. Martin Beck, por su parte, percibía esta dificultad de entablar contacto como síntoma de un problema suyo, por lo que esta situación le cohibía.

Rönn sacó el viejo kit de homicidios y, tras tomar algunas huellas dactilares, cubrió con un plástico varias pruebas que había en el suelo de la habitación y en el terreno exterior asegurándose así de que ciertos detalles que podrían resultar útiles más adelante no fueran borrados por causas naturales o destruidos por un descuido. Se trataba sobre todo de huellas de pisadas.

Martin Beck estaba resfriado, como tan a menudo le ocurría en esta época del año. Sorbía, se sonaba la nariz y tosía mucho y de manera muy escandalosa, pero Rönn no se inmutaba. De hecho, ante sus estornudos no le decía ni salud. Al parecer esa cortesía no formaba parte de su educación, ni la palabra de su vocabulario. Y si pensaba alguna cosa, se la guardaba para sí mismo.

Entre ellos no había ningún tipo de comunicación tácita, así que en una ocasión Martin Beck se vio obligado a preguntar:

—¿No te parece toda esta planta un poco anticuada?

—Pues, sí —contestó Rönn—. La van a desocupar pasado mañana para reformarla o rehabilitarla para otro uso. Van a trasladar a los pacientes a las nuevas dependencias del pabellón central.

Los pensamientos de Martin Beck tomaban con rapidez nuevos rumbos, y al cabo de un rato dijo, sobre todo para sus adentros:

—Me pregunto qué utilizó, tal vez un machete o una espada de samurái.

—Ninguno de los dos —respondió Rönn, que acababa de volver a la habitación—. Hemos encontrado el arma homicida. Está ahí fuera, a cuatro metros de la ventana.

Salieron a mirar.

La fría luz lechosa de un foco alumbraba un arma blanca de hoja ancha.

—Una bayoneta —observó Martin Beck.

—Sí. Eso es. Para una carabina Mauser.

La carabina de seis milímetros era una típica arma militar, que en el pasado se había empleado principalmente en artillería y caballería. Ahora, sin duda, ya no se fabricaba y la habían eliminado de la intendencia del ejército.

La hoja estaba cubierta de sangre coagulada.

—¿Es posible obtener huellas digitales de un mango estriado como este?

Rönn se encogió de hombros.

Había que sacarle las palabras si no a la fuerza, en todo caso presionándole verbalmente.

—¿La vas a dejar ahí hasta que haya luz?

—Pues, sí —dijo Rönn—. Será lo mejor.

—Me gustaría hablar con la familia de Nyman tan pronto como sea posible. ¿Crees que se puede ir a ver a su mujer a estas horas?

—Bueno, pues, sí... supongo —contestó Rönn sin convicción.

—Por algún lado tenemos que empezar. ¿Vienes conmigo?

Rönn murmuró algo.

—¿Qué has dicho? —inquirió Martin Beck mientras se sonaba la nariz.

—Tengo que llamar a un fotógrafo —dijo Rönn—. Pues, eso...

Se le veía exhausto y desganado.

El abominable hombre de Säffle

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