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Einar Rönn estaba muerto de cansancio. Llevaba más de diecisiete horas trabajando de un tirón. Ahora se hallaba en la sala de guardia de la policía criminal, en la sede central de la policía en Kungsholmsgatan, viendo cómo lloraba un hombre que le había puesto la mano encima a un prójimo.

Por cierto, eso de «hombre» tal vez resultara exagerado, pues el detenido era en buena medida solo un niño. Un muchacho de dieciocho años con una melena rubia hasta los hombros, vaqueros de color rojo vivo y una cazadora de ante marrón con flecos que llevaba la palabra LOVE en la espalda. Las letras estaban rodeadas de flores en rosa, violeta y azul claro, a modo de primorosos arabescos. En las cañas de sus botas también se entremezclaban flores y caracteres, que en concreto formaban las palabras: PEACE y MAGGAN. Unos largos mechones de pelo humano, suave y ondulado, estaban ingeniosamente cosidos a las mangas.

Era como para preguntarse si le habría arrancado a alguien el cuero cabelludo.

También Rönn tenía ganas de llorar. En parte por el agotamiento, pero sobre todo porque sentía más pena por el criminal que por la víctima, y esto era algo que le ocurría cada vez más a menudo.

El joven de la hermosa cabellera había intentado matar a un camello. El intento no le había salido muy bien, pero lo llevó lo suficientemente lejos como para que se le pudiera acusar, y con fundamento, de tentativa de homicidio.

Rönn había estado persiguiéndole desde las cinco de la tarde, cosa que le obligó a localizar y registrar no menos que dieciocho antros de drogadictos, a cada cual más sucio y repugnante, en diferentes partes de su bella ciudad.

Y todo porque a un canalla que vendía hachís mezclado con opio a escolares en Mariatorget le habían hecho un chichón en la cabeza. Bien era cierto que la agresión se realizó con una barra de hierro y que obedeció a que su autor estaba sin blanca. Pero aun así, tampoco era para tanto, pensaba Rönn.

Y además había hecho nueve horas extras, que serían diez antes de que llegara a su piso en el barrio de Vällingby, a las afueras de la ciudad. Pero no hay mal que por bien no venga. El bien, en este caso, lo constituía el salario.

Rönn era de Laponia, oriundo de Arjeplog, y estaba casado con una mujer sami. Vällingby no le entusiasmaba demasiado, pero sí le gustaba que la calle donde vivía, Vittangigatan, llevara el nombre de un pueblo de su tierra.

Contempló cómo uno de sus jóvenes compañeros, que estaba de guardia en el turno de noche, redactaba a máquina un recibo para la transferencia del prisionero y entregaba a aquel fetichista del cabello a dos agentes, que a su vez lo empujaron al ascensor para su remisión a la horrible sección de arrestos, tres pisos más arriba.

Un recibo de transferencia es un papel no vinculante con el nombre de la persona arrestada. En el reverso, el jefe de guardia suele anotar las observaciones pertinentes. Por ejemplo: «Muy salvaje, se ha arrojado repetidamente contra las paredes, lastimándose». O bien: «Indomable, se ha abalanzado contra una puerta, lastimándose». O tal vez simplemente: «Se ha dado un golpe al desplomarse».

Etcétera, etcétera.

La puerta del patio se abrió y dos agentes del coche radiopatrulla entraron llevando a rastras a un anciano de espesa barba gris. Justo al traspasar el umbral, uno de los policías propinó al detenido un puñetazo en el bajo vientre. El hombre se dobló y profirió un grito ahogado, parecido al aullido de un perro. Los dos oficiales de guardia siguieron ocupados con sus papeles, impertérritos.

Rönn lanzó una mirada cansada al agente, pero no dijo nada.

Luego bostezó y miró el reloj.

Las dos y diecisiete.

El teléfono sonó. Uno de los oficiales respondió.

—Es la policía criminal, sí. Gustavsson al habla.

Rönn se puso el gorro de piel y se dirigió hacia la puerta. Ya tenía los dedos en el pomo cuando el hombre llamado Gustavsson dijo:

—¿Qué? Espera un momento. ¡Oye, Rönn!

—¿Sí?

—Hay una cosa para ti.

—¿El qué?

—Algo en el hospital de Sabbatsberg. Le han pegado un tiro a alguien o algo por el estilo. El chico que llama parece muy confuso.

Rönn suspiró y dio media vuelta. Gustavsson quitó la mano que tapaba el auricular y continuó:

—Uno de los colegas de la brigada antiviolencia está aquí. Uno de los sabuesos, un tío que es la bomba. ¿Cómo?

Y poco después:

—Sí, sí, te oigo. Es espantoso, sí. ¿Dónde te encuentras, exactamente?

Gustavsson era un tipo flaco de unos treinta años, caracterizado por una expresión dura e indiferente. Escuchó, volvió a tapar el auricular con la mano y dijo:

—Está en la entrada principal del pabellón central de Sabbatsberg. Es evidente que necesita ayuda. ¿Vas tú para allá?

—Pues sí —dijo Rönn—. Supongo que sí.

—¿Quieres que te lleven? Este coche radiopatrulla parece que está disponible.

Rönn miró desalentado a los dos agentes y negó con la cabeza. Eran grandes y fuertes e iban armados con pistolas y porras de funda blanca. El detenido se había desplomado como un saco de patatas y yacía gimoteante a sus pies. Ellos a su vez lanzaron embobadas miradas de envidia a Rönn con sus superficiales ojos azules llenos de esperanzas de ascender.

—No, cogeré mi propio coche —dijo, y se marchó.

Einar Rönn no era en absoluto la bomba, pero en estos momentos ni siquiera llegaba a sentirse como un mísero petardo. Algunas personas pensaban que era muy buen policía, mientras que otros le consideraban mediocre. En cualquier caso, tras permanecer mucho tiempo fiel al servicio, había llegado a ser subinspector primero en la brigada antiviolencia. Un cazador de asesinos, en los términos de la prensa sensacionalista. En lo que todo el mundo sí estaba de acuerdo era en que se trataba de un tipo apacible y de mediana edad, de nariz amoratada y un tanto corpulento a causa de su excesivo sedentarismo.

Tardó cuatro minutos y doce segundos en llegar a la dirección indicada.

El hospital de Sabbatsberg se extiende sobre un terreno accidentado y casi triangular, con la base del triángulo orientada al norte, donde limita con Vasaparken, mientras que al este limita con Dalagatan y al oeste con Torsgatan; su vértice está abruptamente cortado por la vía de acceso a la nueva carretera sobre el canal de Barnhusviken. Un gran edificio de ladrillo perteneciente a la fábrica de gas sobresale desde Torsgatan, mellando el borde del triángulo.

El hospital adoptó el nombre del mesonero Vallentin Sabbath, que a principios del siglo XVIII era el dueño de las tabernas Rostock y Lejonet en el casco antiguo. Sabbath compró aquí tierras, se dedicó a la piscifactoría de carpas en estanques que ahora se han secado o han sido taponados, y todavía tuvo tiempo de regentar una fonda en la propiedad durante tres años, antes de fallecer en 1720.

Una década más tarde se abrió un balneario, o unas «termas», como también se las llamaba. El hotel del balneario, de doscientos años de antigüedad y que con el curso de los años no solo ha desempeñado la función de hospital, sino también de hospicio, se halla ahora agazapado a la sombra de una residencia geriátrica de ocho plantas.

El primer hospital fue construido hace algo más de cien años sobre los peñascos que bordean Dalagatan y estaba integrado por varios pabellones conectados por largos pasajes cubiertos. Algunos de los viejos pabellones están todavía en uso, pero otros acaban de demolerse para ser reemplazados por otros nuevos, y los pasajes son ahora subterráneos.

En el extremo más alejado del parque, algunos edificios antiguos albergan la residencia de ancianos. Hay allí una pequeña capilla, y en un jardín con césped, setos y senderos de grava, se erige un cenador amarillo con travesaños en blanco y un techo circular coronado por una aguja. Un paseo va desde la capilla hasta una antigua garita a pie de calle. Detrás de la capilla el terreno se hace cada vez más elevado, para terminar abruptamente encima de Torsgatan, calle que describe una curva entre la pared rocosa y la torre Bonnier. Esta es la parte más tranquila y menos transitada del recinto. Al igual que hace cien años, la entrada principal se halla en Dalagatan, donde también se levanta el nuevo pabellón central.

El abominable hombre de Säffle

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