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VII La ciudad y el territorio (hipótesis sobre sus orígenes)

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Nadie conoce a ciencia cierta cuáles son los orígenes de la ciudad roja. Grande, colosal, espléndida… ya la describen así las crónicas antiguas. Pero perdida la fecha de su fundación, borrado el nombre de sus artífices, nada se sabe de la elección de este enclave de complicado acceso, al sur, tras los valles por donde culebrea la escueta vía de tren que acabas de dejar atrás.

«¿Por qué aquí y no en otra parte?» —te preguntas.

Demasiados son los mitos, sobran las habladurías.

Algunos dicen que la ciudad podría haber aparecido de pronto. Como si la luz, los colores, o el aire, hubieran señalado su extensión precisa sobre el espacio. Así, los fabricantes de su monumental belleza se habrían limitado a ejecutar el programa que la naturaleza tenía previsto desde la noche de los tiempos.

También es posible —según fuentes bien informadas— que la ciudad siempre hubiera estado aquí, mucho antes de que llegaran sus primeros habitantes. De modo que cuando los vecinos de los alrededores fueron a darse cuenta, la urbe ya existía completamente radiante, con sus torres, sus campanarios, sus tejados, sus callejas… con los panes y las frutas en las tiendas, con sus gatos echados sobre los tejados… con sus brumas de media tarde, con sus fachadas al norte cubiertas de musgo.

Lo mismo que aquellos hipotéticos descubridores, quienes visitan la ciudad por vez primera, los que regresan y hasta sus habitantes de toda la vida, todos, experimentan el mismo encantamiento: como por arte de magia, o mejor dicho, un milagro, los edificios, las fuentes, los animales que viven al margen, los cristales de hielo de las mañanas de invierno o la melodía de la brisa en las noches de verano, están aguardando la llegada de unos cuerpos dispuestos a dejarse capturar, quién sabe si al arbitrio de una deidad extravagante y ausente.

La tonalidad precisa del rojo

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