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Los Predictor de última generación incorporan tres mejoras principales:

Informan del tiempo exacto (días y horas) que la usuaria lleva embarazada.

Indican si la gestación está aún a tiempo de ser frustrada mediante el uso de una de las llamadas «pastillas del día después», cuya capacidad de acción se ha incrementado hasta el punto de ser capaces de detener un embarazo de un mes y medio de antigüedad.

Vibran cuando han generado las respuestas anteriores, una tecnología meramente destinada a mejorar de forma algo abstracta la experiencia de la usuaria, que si bien no resulta particularmente práctica, aumenta la percepción de modernidad y, por ende, la confianza asociada al producto.

Cloe desenvuelve la estrecha cajita de cartón que acaba de adquirir en la farmacia y deposita el papel cebolla sobre la repisa superior del váter.

A continuación, extrae el Predictor de su envase y orina cuidadosamente sobre la parte porosa del pequeño objeto blanco.

Su veredicto supondrá bien un gran alivio o el inicio de un incómodo proceso que podría llevarla a acabar reclinada sobre la fría camilla de su ginecóloga y con trescientos euros menos en su cuenta corriente.

No contempla la opción de tener ese bebé que ahora su naturaleza curiosa y las rémoras de su educación católica se empeñan en perfilar en su imaginación: gordito, rosado, con la nariz chata, sano, vestido de azul, vestido de rosa, dormitando bajo la mirada de vecinas metomentodo que se detienen a poner nota mental a los recién nacidos del barrio, mientras sus madres, primerizas y asustadas, los pasean en brazos como si se tratara de bombas racimo. Lo imagina enfermo, con una malformación congénita que afecta al sistema respiratorio o al cardiovascular, risueño, llorón, con síndrome de Down, con Asperger, con los ojos azules, con la polio.

La maternidad es para ella un panorama aterrador que —piensa— la edad nunca conseguirá teñir de rosa, en contra de los invasivos pronósticos que ciertas amigas —los pezones manchados de leche materna transparentándose a través de camisetas de lactancia con horribles diseños coloristas de Desigual— le dirigen cada vez que tienen oportunidad.

Su madre le dijo hace años que cuando encontrase a la persona adecuada, cuando estuviera enamorada de verdad —ese «de verdad» que solo adquiere legitimidad al ser pronunciado por mujeres en matrimonios considerados exitosos, aunque su éxito se deba más a una resignación bien llevada que a un perpetuo estado de alborozo y disponibilidad sexual—, las ansias por quedarse embarazada acudirían a ella en tropel, como un ejército entusiasta que pasara veloz ­sobre su antigua vida, convirtiéndola en un arrasado solar del que solo asomarían algunos espumarajos de césped, secos y aplastados. El augurio, de momento, no se ha cumplido, aunque Cloe es consciente de estar enamorada de verdad y de que su pareja es el Mejor Novio Posible.

Cloe y el Mejor Novio Posible llevan juntos poco menos de un año y ella está segura de que juntos forman una pareja perfecta y envidiable. Se conocieron durante un festival de autoedición al que Cloe acudió junto a su prima X, una habitual de estos eventos cuya máxima es atrincherarse en el propio puesto y dar algún que otro paseo, sin socializar demasiado y mirando con desdén las publicaciones de aspecto más naíf.

El Mejor Novio Posible formaba parte del equipo de organización del festival y era uno de sus ponentes habituales; en este caso, con una conferencia acerca de las ventajas y desventajas de la autoedición para autores noveles. En aquella ocasión, Cloe había sido la protagonista del evento con sus breves pero muy agudas y divertidas intervenciones durante la ronda de preguntas. Al día siguiente, el ­Mejor Novio Posible pasó por el puesto de la prima para adquirir un par de fanzines a base de collages —que no pensaba abrir— e invitar a Cloe a comer. Ella se encargó de opinar sobre la maqueta del libro aún inédito del Mejor Novio Posible, además de acabar comprometiéndose a escribir un pequeño prólogo. Con esta tarea como excusa, Cloe y el ­Mejor Novio Posible comenzaron a hablar casi a diario y acabaron intercambiando información que trascendía ampliamente lo literario. Finalmente, y tras un par de semanas parapetada en su casa como una refugiada política en una embajada, Cloe se instaló en el hogar del Mejor Novio Posible. Desde entonces no se han separado y Cloe se siente cada vez más enamorada, pese a las reservas derivadas de un pasado de relaciones extremadamente cortas y francamente decepcionantes. La vida junto al Mejor Novio Posible, de momento, tiene el discurrir de un apacible río.

En realidad, si se decidiera a formar una familia, no habría mejor candidato: el Mejor Novio Posible es inteligente y creativo, no le interesa convertir en dramas los pequeños conflictos de pareja (y sabe cómo resolverlos rápida y hasta tiernamente), no se da por vencido ante las adversidades (prueba de ello es el tiempo que ha tardado en conseguir que una editorial acepte su último libro, aquel que estaba terminando cuando conoció a Cloe) y probablemente es el hombre más alejado de la categoría «cabrón de mierda» que Cloe ha conocido en sus veintiocho años de vida. A lo mejor tener ese bebé no es una idea a desestimar tan rápidamente.

Cloe se sienta en el sofá granate del salón y se arropa con la manta escocesa que usan para tapar las quemaduras de cigarrillo de la tapicería. Si se quedara embarazada, es altamente probable que el Mejor Novio Posible dejase por fin de fumar, como ella le ha sugerido decenas de veces. Y ella podría seguir trabajando, desde ese mismo sofá en el que está ahora, e incluso aprovechar el reposo —en caso de resultar necesario— para ­empezar a trabajar en su tesina, esa que el Mejor Novio Posible siempre le anima a comenzar. Porque el Mejor Novio Posible confía plenamente en sus capacidades, y ella en las de él, y puede que sea precisamente eso lo que los mantiene enamorados, esa especie de admiración no idealizada por el otro, esa seguridad de estar con alguien que los iguala, si no los supera, en talento y capacidades.

Cloe mira las cajas de cartón que se suceden en el rellano y que contienen —por fin— el libro recién impreso del Mejor Novio Posible. Aunque han prometido abrirlas juntos por la noche, Cloe no puede resistir la tentación, embriagada por una especie de nostalgia sensiblera que ha empezado a apoderarse de ella a los pocos minutos de mear sobre el Predictor.

Extrae uno de los libros y analiza minuciosamente la cubierta; es laminada, y la ilustración muestra un perro orinando sobre un busto de aspecto clásico, inspirado en los retratos de burgueses italianos de Bernini. Es una imagen que no guarda relación con el contenido del libro, que les ­encanta por su irreverencia hacia el academicismo artístico y que, pese a sus intenciones, huele más a travesurita esnob que a otra cosa.

Cloe pasea por el recibidor con el libro entre las manos y la mirada perdida. Espontáneamente, se le ocurre lo bonito y original que sería colocar el libro en uno de esos marcos blancos con fondo de Ikea y disponerlo sobre la cabecera de la cuna del bebé. Un bebé al que llamarían mediante un nombre compuesto por una mezcla de los de ambos y que sacarían adelante pese a una enfermedad congénita y a un trastorno de hiperactividad infantil que encauzarían de forma positiva, apuntando al niño a clases de teatro o de contrabajo en lugar de atiborrarlo a Ritalin.

Entra en el estudio y lo imagina pintado de blanco roto y decorado con cenefas de hiedras o medias lunas, con la cuna a un lado y el cambiador al otro, la luz entrando por la ventana y proyectando sombras con forma de zepelines y globos aerostáticos, gracias a las pegatinas de vinilo que dispondrían sobre el cristal para fomentar la exultante creatividad del futuro adulto en que al cabo de los años se convertiría el bebé. Un adulto que sería cirujano o músico de jazz o crítica de arte o ingeniera aeroespacial, que los haría sentirse orgullosos de haber traído tanto talento al mundo.

Cloe extrae la foto de uno de los marcos que decoran su salón —donde aparece junto al Mejor Novio ­Posible sobre el capó de un coche en un pueblo perdido de ­Yucatán— e introduce en él uno de los libros. No cabe del todo, pero le permite hacerse una idea. Imagina cómo le contaría a Luna o a Bastian —los últimos nombres que le han venido a la cabeza tras tantear otros veinte o treinta— cómo se conocieron sus padres, mostrándole el libro de la cabecera y leyéndole fragmentos que Lily o Tobías acabarían sin duda memorizando para regocijo del Mejor Novio Posible. Los ojos de Alma o Polo abiertos en par de par, ávidos de una línea más de la obra de su admirado padre.

Cloe acaricia la portada del libro y lo abre.

Su nombre no aparece por ninguna parte.

No figura entre los agradecimientos.

El libro entero está dedicado a Hannah, la anterior pareja del Mejor Novio Posible, que vivió en aquella casa hasta pocos meses antes de que este y Cloe se conocieran.

«Para Hannah; este libro es de los dos».

Las manos de Cloe dejan escurrir el libro, que cae al suelo abierto por la página veintidós.

El Predictor vibra con insistencia sobre el lavabo del baño.

Historia de España contada a las niñas

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