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X es muy afortunada por tener una cara bonita y unas manos discretas, porque no es lo suficientemente profesional como para conservar un trabajo más de dos meses. Suele definirse como artista emergente pero, de momento, su obra no genera ni gran expectación ni, desde luego, beneficios económicos.

Desde que empezó a sacarse las castañas del fuego, se ha empleado como dependienta en una tienda de cómics, de donde la echaron ante sus constantes comentarios despectivos sobre el gusto de ciertos clientes —los más ubicuos, concretamente—; como camarera; como técnica de sonido en una diminuta sala de conciertos, y como creadora de identidad visual para pequeñas empresas. Su periodo laboral más duradero fue de cinco semanas y dos días, todo un récord del que salió resoplando y con un efectista portazo que incluyó la pérdida del finiquito. Actualmente, sus escasos ingresos provienen de la generosidad de sus padres adoptivos y de la reventa de las rarezas musicales que encuentra en mercadillos, tras arduas búsquedas, y que luego ofrece a subasta en la plataforma de compraventa Ebay. Su mayor triunfo hasta la fecha ha consistido en la adquisición de un ejemplar original del álbum Diamond Dogs, de David Bowie, cuya portada exhibe un personaje, híbrido del cantante y de un perro de raza pitbull (parte superior humana, inferior canina), que fue rápidamente censurado debido a la contundente presencia de los aterciopelados genitales del animal. Después de que estos fueran eliminados del diseño, los pocos ejemplares que los mostraban se convirtieron en objetos preciadísimos. Tan preciados que X obtuvo quinientos cincuenta euros a cambio de su hallazgo.

Y eso no es todo. X sisa, con eficacia y parsimonia, entre cincuenta y cien coloretes, pintalabios y eyeliners de marca al mes en distintas grandes superficies y droguerías de la Ciudad, para luego venderlos por algo menos de su valor de mercado a sus compañeras de la facultad de Bellas Artes, gracias a las cuales ha establecido toda una red de tráfico de cosméticos (en la que se admiten pedidos). En su barrio —sillas plegables ante los portales, tejas inestables que dan algún que otro disgusto, invasivo olor a fritanga y una infatigable banda sonora a base de berridos y Radiolé— no hay un solo sitio en el que hacerse con este tipo de fruslerías. La tiendita frente a su edificio no dispone siquiera de esos famosos pintalabios marroquíes de pasta morada o azul que se vuelven rosas al contacto con la piel. La casi nula demanda de todo lo que no sea papel de plata, que los yonquis adquieren allí nada más abandonar alguno de los narcopisos de la zona, ha hecho que el dueño del local haya desistido de adquirir golosinas y maquillaje barato para hacer hueco al aluminio, las litronas de cerveza, el Aquarius y los cigarrillos sueltos. Envuelto por un rumor empalagoso de anime ochentero, con sus voces nasales y su vocoder a granel, el dependiente atiende a sus clientes con apatía, con la cara de alguien que se ha resignado a no entender qué demonios pasa en España con el papel de plata y por qué la mitad de sus ingresos proceden de él. Es la cara de un niño que salió de su aldea de Hangzhou, en el sureste de China, para caer directamente en esa banqueta, desde la que ahora mira a X con gesto inexpresivo. Un euro, recalentado tras varias horas descansando en el bolsillo trasero de los vaqueros de X, cae sobre la palma de su mano, tras lo cual la chica recoge un par de cigarrillos Chester y se aleja de allí casi dando brincos.

X sube ahora las escaleras de su casa. Vive en un piso diminuto, en el cogollo de una de las zonas más turbias de la Ciudad. Dormitorio, salón y cocina se funden en un apasionado abrazo de veinte metros cuadrados. Tras encender uno de los cigarrillos, se sienta ante su ordenador, un renqueante portátil de segunda mano que suspira aparatosamente en cada nuevo encendido y que X emplea para realizar sus collages. Una fotografía de la finlandesa Maria Lax funciona como fondo de escritorio: un rectángulo sombrío sobre el que se recorta un bosque iluminado por fugaces resplandores azul turquesa. La obra de Lax, de aspecto onírico pero ejecución lúcida, gira en torno a las apariciones de Objetos Voladores No Identificados que tuvieron lugar en su pueblo natal, Pudasjärvi, durante los años setenta. Diversos testigos describían entonces luces azuladas y fantásticas, que se dejaban ver en las zonas boscosas del pequeño municipio finlandés y atravesaban el firmamento o el suelo raso dejando una estela hipnótica. Después de leer el libro que su propio abuelo había escrito sobre aquellas apariciones, Lax se dedicó a entrevistar a las personas que vieron las luces con sus propios ojos, recreándolas luego en una serie de fotografías que X ha impreso y empleado para decorar cada metro de pared libre de su dormitorio.

La misión de X, si podemos llamar misión a las obligaciones que se derivan de una actividad absolutamente voluntaria, es encontrar imágenes de buena calidad relacionadas con la multinacional Coca-Cola. Su intención es imprimir y recortar todas esas imágenes, ya provengan del ámbito de la publicidad o de publicaciones personales, para realizar un collage en el que aparecerán combinadas con fotografías de la campaña electoral de Donald Trump, bombas atómicas, intestinos humanos rojos y relucientes como un montón de rubíes mojados, flores de interior invadidas por amorfas manchas de pulgón y guaraníes. Según ha leído recientemente, los guaraníes son un grupo indígena latinoamericano expulsado de sus territorios originarios por el megaproductor industrial agroalimentario Bunge, encargado de suministrar a Coca-Cola la caña de azúcar para la elaboración de sus productos. Los guaraníes conviven actualmente en angostos campamentos de tiendas Quechua, guirnaldas de miseria que flanquean las carreteras en zonas de Brasil, Paraguay, Argentina y Uruguay. Allí caen enfermos, se dan a la bebida y, con frecuencia, se suicidan.

X rastrea Google a la caza de imágenes que muestren la tragedia de los guaraníes, combinando en la barra del buscador las palabras «guaraníes Bunge», «guaraníes azúcar de caña», «Coca-Cola guaraníes», etc. La pantalla de su laptop ofrece todo un paisaje de cuadraditos habitados por hombres de piel anaranjada y tocados con plumas de colores cálidos. En la decimosexta fila de imágenes, en el tercer lugar empezando por la izquierda, X ve una fotografía descontextualizada que algún complejo algoritmo de Google o alguna cookie despistada ha decidido sacar a colación. Se trata del selfie de una adolescente de unos quince años, con el cabello rubio adornado por desleídos mechones azules y ropa interior de Sailor Moon. X clica sobre la imagen y la examina con detenimiento. La adolescente debe de pesar unos cuarenta kilos, tal vez menos. Sus codos tensan su piel como afiladas puntas de lanza y la columna vertebral se le dibuja en la espalda como una aleta de tiburón rasgando el mar. La fotografía, subida por SiempreHada_15, va acompañada de una descripción:

Hoy he bajado a 39.

Una deposición, más o menos del tamaño de las cajitas de las sorpresas de los huevos Kinder.

He descubierto que Hada_Mia tenía razón con

lo de la Coca-Cola Zero. Casi no tiene calorías y aporta mucha energía. Hoy he ingerido solo Coca-Cola Zero y dos rodajas de piña, a las 14 y

a las 18:30. Cada vez estoy más cerca de mi objetivo.

¡Fuerza, hadas!

#thinspiration

X busca resultados del hashtag #thinspiration en la red. Todos son imágenes de niñas en la pubertad mostrando orgullosas su delgadez: compiten para ver cuál de ellas es capaz de tocar su cadera izquierda con la mano del mismo lado, pasando previamente esta por la espalda; se dedican palabras de afecto y de ánimo, lamentan las recaídas de aquellas que vuelven a ingerir alimentos sólidos, celebran cada kilo perdido, intercambian trucos para disimular el aliento a acetona que provoca la desnutrición, maldicen a sus padres y construyen sus identidades sobre apodos como Belle_Mia o Queen_Ana («mia» como abreviatura de bulimia, «ana» como abreviatura de anorexia).

Mientras cierra el ordenador, X se alegra de que el Predictor de su prima Cloe haya dado negativo.

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