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—En realidad, se trata de trasladar la energía natural del universo a planos más terrenales. Son cosas en las que la gente no suele pensar. Sujétame esto, Miranda. Vosotras sois jóvenes y no habréis reparado en ello. O tal vez sí, sois unas crías muy listas. —Guiño—. La cosa es que el mundo, nuestro mundo, está formado por energías. Podéis ir cortando las zanahorias. —Hoy está contento, y eso lo vuelve parlanchín y didáctico—. A mí, personalmente, no me gusta hablar de lados positivos y lados negativos. Hablar de lo negativo es casi como invocarlo. Así que digamos que todo tiene su lado A y su lado B, con sus fuerzas y sus energías en constante enfrentamiento, y es nuestra labor, ¿cómo decirlo?, equilibrarlas, mantenerlas a raya. ¿Entendéis? Ten cuidado con eso, no te vayas a cortar. Voy a intentar explicároslo de una forma sencilla. En el mundo tenemos, en fin, no sé, el cielo y la tierra, ¿verdad? El cielo y la tierra, la luz y la oscuridad, lo celeste y lo subterráneo. Lo masculino y lo femenino. No es que haya que eliminar una de esas dos cosas, todas son necesarias. Pero hay que procurar que ninguna se haga demasiado fuerte, especialmente las segundas. No es que sean peores, claro. Pero son más difíciles de controlar. Echad las zanahorias con los berros ahí. Es importante que se cocinen a fuego lento, resulta más respetuoso. —Se limpia las manos sacudiéndolas contra el delantal, salpicado de alguna que otra mancha color mostaza.

»El respeto es otra cosa que no se suele tener en cuenta, pero es un asunto primordial. No el respeto formal hacia los demás. No ese respeto falso, institucionalizado, que despoja a los hombres de su identidad: el respeto hacia la verdadera naturaleza de las cosas, la esencia de cada criatura… Cómo decirlo… Su papel. Es como con el ciervo. Lo hallamos en un momento de debilidad, ¿cierto? Y de alguna forma fue nuestra culpa, porque el foso en el que cayó fue construido aquí por el hombre. Por mí, quiero decir. En su territorio. Por eso lo estáis cuidando, para que se recupere. Pero algún día tendremos que respetar su verdadera naturaleza y devolverlo a ella.

»¿Qué ocurre? No me miréis así, ya os he dicho muchas veces lo del ciervo. Uno no debe generar energías negativas cuando cocina su propia comida. Eso también es importante. Valeria, abre la nevera. ¿Veis cómo están repartidos los alimentos? Así es fácil recordar si se trata de alimentos yin o yang, y qué tipo de energía desprenden.

»Vosotras tenéis suerte, todo lo que hay aquí está cultivado de forma natural. Ningún pesticida envenena lo que coméis. La mayoría de la gente no puede decir eso. Coge las espinacas y las setas. Eso no son espinacas… Lo de arriba. ¿No os sentís afortunadas de tener acceso a cosas como estas? Es algo excepcional, creedme. ¿Queréis que haga algo dulce para desayunar mañana? Venga. Decidme. Valeria. Algo que os guste.

Valeria interroga a Miranda con la mirada. Su amígdala, envuelta en la telaraña que su instinto de supervivencia comenzó a tejer a los pocos días de que el Montañero se las llevara de Beratón, apenas emite un ligero brillo. Pese a todo, la cirugía del subconsciente es imposible, y al final de esas oscuras escaleras de caracol hay algo que respira, tenue pero ininterrumpidamente. Algo vivo bajo todos esos hilos que, temporalmente, contienen el caudal de la memoria. Algo muy abstracto, ni siquiera una imagen o un sabor. Solo un aroma leve a canela que queda suspendido durante unos segundos en el hipotálamo antes de desvanecerse definitivamente.

—En fin, no importa. Haré una tarta de fresa, ¿de acuerdo? —El Montañero se gira hacia la nevera—. Esperad, no quedan fresas. Podemos hacerla con frutos rojos. El sabor es parecido y su energía es similar. Hay energías que son implosivas, hacia dentro, y otras que son expansivas. Las de los frutos silvestres suelen ser expansivas, eso es bueno.

Valeria y Miranda asienten con la cabeza.

—Ya veréis qué maravilla. Hay algo muy purificador en el hecho de comer frutos rojos, ¿sabíais? Los primeros hombres se alimentaban de bayas y frutos silvestres. Es casi como volver a los orígenes.

Miranda acerca su mano derecha a la pequeña cajita de cartón que contiene las frambuesas y las moras, sobre las que aún se pasea algún diminuto insecto.

—¿Puedo comer una baya?

—Claro, sí. Coged un puñado cada una e id abajo.

Las hermanas se miran.

—¿No podemos quedarnos aquí?

—Es muy tarde.

—Por favor…

—Nada de eso. Venga. Id abajo. —El Montañero saca un molde metálico de la alacena y se lava las manos—. Bajad —dice, concentrado—. Luego iré yo.

Con la mirada ausente, los dedos recién untados en mantequilla, frota con afán el interior del molde.

Historia de España contada a las niñas

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