Читать книгу Contramarcha - María Teresa Moreno - Страница 10

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Ana había muerto. Delante de la casa de sepelios, yo vacilaba al imaginar la angustia de tener que entrar y enfrentarme a sus hermanas y a sus hijas. No había logrado llevar preparadas las palabras que planeaba acompañar con un abrazo cuya fuerza y duración serían –calculaba– el verdadero mensaje, más que las palabras. Mi espontaneidad suele ser torpe, sobre todo, carente de tacto. En esos casos mi timidez es egoísta. Porque ¿importaba el protocolo? Solo debía evitar quebrarme en llanto, dando la nota y convirtiendo el imposible consuelo en indiscreción. Pero las bandejas de Sarkis y las visibles petacas que pasaban de mano en mano, el murmullo común y una música de fondo alegre y no demasiado baja transmitían el espíritu de Ana, ajeno a toda melancolía. Su hermano, el único varón entre las Amado, contaba anécdotas risueñas sobre ella. Evocaba su conocida distracción, su osadía para transgredir los espacios oficiales con frases inoportunas por lo informales, dichas con su acento santiagueño, que terminaban por calar, despeinando los ánimos y haciéndola alcanzar una popularidad de proporciones.

Tamara y yo no habíamos coincidido en el velorio, pero de pronto nos encontramos, por la mañana, muy cerca del coche fúnebre ya cerrado y próximo a partir. Cada una leía en la otra una conmoción evidente: era como si nos hubiéramos desplomado sin caer. Quizás para sobreponernos, acudimos a lo que nos era familiar: pensar en el lenguaje. Entonces comenzamos a balbucear una hipótesis sobre aquello que nos había conmovido tanto –dentro de la ya enorme conmoción–, y acordamos que era el nombre trazado con provisorias letras blancas sobre el soporte de felpa negra del coche: Ana María Amado. “Es el nombre, siempre es el nombre”, decía Tamara, no sé con qué predicado, no lo recuerdo. Estábamos seguras de que la cruz no era una incongruencia, sino un pedido de Ana, que solía sorprendernos con su fe en esa comunidad de ateas –lo eran más por omisión que como práctica razonada–. Yo sentí que se nos confiaba un secreto: el segundo nombre, ese que los muertos suelen revelarnos cuando ya es tarde para preguntar si lo avalaban, lo mantenían oculto por vergüenza o simplemente lo dejaban de lado para resumir. Somos casi todo el tiempo para los otros, nuestro primer nombre, el de pila, si no se ha merecido un apodo, un diminutivo, un nombre de guerra y, en el peor de los casos, un alias. “Ana María” sería para la documentación, las actas de examen y, ahora, la inscripción en la tumba seguida por la fecha del día.

Recuerdo haber ido caminando con Tamara del brazo de Ana por el cementerio alemán, durante el entierro de Nicolás, y que la conversación tenía una falsa ligereza a la que Ana parecía aferrarse y que el camino era hermoso y arbolado y a ninguna le pareció que señalarlo estuviera fuera de lugar y nos reímos –¿por qué no?– de que hubieran metido en la parcela a Nicolás junto a su hermana Martina y ya no quedara lugar para Ana. Sí, nos reímos. Y eso que Ana había dicho: “Es como si me hubieran quitado una parte del cuerpo”, pero no como una queja, sino como una observación para tener en cuenta y someter a juicio.

“Ana María Amado”: pensé, pero mucho más tarde, en que esa pérdida de contención, el breve quiebre de Tamara y mío y al que nos sobrepusimos, se debía al hecho de saber que sería solamente Ana la que, para siempre, no podría acudir al llamado de su nombre, que serían otros los que lo dijeran en voz alta, los que lo escribieran para citarla, pero nunca para que ella viniera, se pusiera de pie o simplemente se diera vuelta, es decir, que su cuerpo volviera a moverse en determinada dirección por una voz que lo interpelaba.

Contramarcha

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