Читать книгу Contramarcha - María Teresa Moreno - Страница 19
ОглавлениеLas maestras solían leer cuentos breves con una dicción clara y una expresividad de ademanes fijos y poco variados de las manos: para el vuelo de las palomas, la altura de los personajes, el cielo, levantaban los brazos. Para señalar la tierra, los enanitos, los niños, los bajaban, sin ocuparse de las diferencias. Por los subtítulos de las películas –en la edad en que solo se me llevaba a ver las de dibujos animados– sabía que existían las lenguas, pero no pensaba en la traducción, y si alguien me hubiera explicado su existencia y sus avatares, tal vez hubiera entendido, dejando mi desinterés intacto. Es sabido que los niños se impacientan cuando les cuentan un cuento y les cambian el argumento o se saltean las partes de la trama que ya conocen, que no quieren renunciar al placer de la repetición, a la narración cuya exactitud les permite fingir que leen. No recuerdo en mí esta exigencia: sumisa, aceptaba las variaciones de las maestras, sus estilos; la señorita Raquel, que tenía el pelo como de estopa y cuyo hijo había tenido parálisis infantil y usaba “aparatos”, leía separando en sílabas con tono monocorde y voz baja; la señorita Herminia, pequeña y nerviosa, hacía voces expresionistas y esperpénticas cuando los personajes eran malos y acompañaba la lectura con tantos ademanes que terminábamos distrayéndonos y dejábamos de escucharla; la señorita Marta, jovencísima y con pecas, era tan bella que me hipnotizaba leyendo y, si yo sabía el cuento de memoria, era por ese amor.
Todas leían, en algún momento de primer grado, primero superior y segundo, el cuento “La vendedora de cerillas”, “La cerillera” o “La vendedora de fósforos”, de Hans Christian Andersen. La protagonista del relato es una niña de unos seis años –tan pobre es que, junto con su familia, vive bajo un alero–, huérfana maltratada por su madrastra, que sale a vender fósforos bajo la nieve y sin zapatos. Como no logra vender ninguna caja y tiene frío, comienza a encenderlos y, por cada uno, tiene una visión: primero, la de una enorme chimenea encendida cuyo calor logra calentarla literalmente el tiempo de una llama; luego, la de una mesa servida con un pavo relleno que escapa de la mesa y viene hacia ella con el cuchillo y tenedor clavados, como ofreciéndosele; por último, la de un árbol de Navidad con las luces encendidas y su abuela llamándola. A veces, en el cuento de la maestra, el pavo era un pollo, podía estar relleno de ciruelas o de manzanas, la chimenea, una estufa, y las luces de Navidad, bolas de vidrio pintado, otras figuras con escenas del pesebre. A veces el cuento empezaba: “Era la última noche del año”, otras “¡Qué frío hacía!”. Me daba lo mismo, pero aunque no lo decía en voz alta, prefería la versión más larga sobre la pérdida de los zapatos de la niña. Eran de su madrastra y le quedaban enormes, por eso los perdía al cruzar una calle. Pero en mi versión preferida se los robaba un muchacho, que le gritaba: “Voy a usar uno para cuna de mi hermanita”. Me gustaba esa intervención casi grosera en medio de un relato trágico.
El cielo, su existencia prometedora que ponía fin a las desdichas de la vida, sus amables habitantes que nos habían amado en otro tiempo, como los abuelos, a nosotros los niños que escuchábamos el cuento de la maestra no nos hacía olvidar que era el relato de una muerte atroz y, en nuestra perversidad, nos solazábamos con la descripción de los labios azules del cadáver, de las manos congeladas sobre las cajas de fósforos vacías y de la nieve cubriendo los cabellos rubios de la niña hasta convertirlos en estalactitas .
Dije que las variables del cuento no me despertaban pregunta alguna hasta que llegó una inesperada: “La fosforerita”. En el recuerdo, se me difumina la cara de la maestra, su nombre. ¿Una suplente? La sorpresa ocupa toda la escena. Ni bien la maestra pronunció “fosforerita”, desde los bancos empezó a brotar un murmullo socarrón. “Fosforerita, Forero… Forerita”. El murmullo fue creciendo. La pandilla se autocebaba hasta terminar gritando. “Fosforerita, Forero… Forerita”. No dejaba de ser una muestra de ingenio colectivo. La maestra se tentó. Su reto fue débil. Un psicoanálisis de ocasión situaría allí el origen de mi seudónimo. La renuncia a un apellido que se toma en solfa. ¿Sufrí? No creo: yo también me reí. Tal vez, sobre la breve humillación, triunfó la enseñanza: los juegos de palabras son para divertirse. Pero el libro, es decir, las ganas de leer, estaba lejos.