Читать книгу Contramarcha - María Teresa Moreno - Страница 18
ОглавлениеPor supuesto que he buscado en el libro original de Víctor Hugo las huellas del radioteatro, por un lado extendido en capítulos, pero cortado en sus múltiples historias laterales. Pero recuerdo la voz amplificada del relator que decía, una y otra vez: “Yo era podador en Faverolles”, como si dijera “Había una vez”.
Esas voces donde crepitaban las interferencias hacían inclinar a mi abuela, que empezaba a mortificar el dial hasta que la aguja se movía de estación en el momento justo en que el inspector Javert pisaba los talones del héroe o lo reconocía en el rostro de un mendigo apostado en la puerta de la iglesia.
No, no quería ser Cosette, claro que no. Quería ser Jean Valjean: dormir en un ataúd o en una perrera, caer desde el palo mayor de un barco y salir de las aguas negras de la tormenta para cambiar de nombre hasta la próxima prisión de la que también huiría.
Pero hay una escena que sí recuerdo por haberla contado a lo largo de los años. Jean Valjean lleva a Cosette sobre los hombros y debe hacerlo con gran esfuerzo porque la voz del relator finge angustia, como si él estuviera viendo a los dos ocultos en la calle sin salida que se abre entre Chemin-Vert-Saint-Antoine y Droit-Mur y no pudiera ayudarlos. ¿Por qué un hombre de la estatura de Jean Valjean que, embarcado en un navío como prisionero –a pesar de llevar el gorro verde de los perpetuas, lo habían autorizado a romper la cadena de su grillete con un martillo para salvar a un compañero suspendido en un estribo del mástil mayor durante una tormenta–, luego de tirarse al agua, ha logrado alcanzar unos peñascos y trepar aferrado a los matojos de unas orillas abruptas, no llevaría una niña sobre los hombros como si tuviera el peso de una pañoleta, a lo sumo de una capa? ¿No entendí que había trepado por un muro alto y cubierto de hiedras y, aunque había arrojado los zapatos y el morral del otro lado, al principio la niña no estaba en sus hombros, sino que él la había izado con una cuerda que llevaba entre los dientes? ¿Olvidé que solo cuando llegó al cobertizo inclinado del final del muro logró alzarla, antes de deslizarse por las ramas de un tilo en el interior del convento? La voz del relator, su emoción, su temblor, decían más que sus palabras: el verdadero peso no era Cosette, sino la cercanía de la patrulla que iba golpeando los muros con las culatas de sus armas, la voz audible del inspector Javert, a quien siempre imaginé petiso y con el rostro de Nathán Pinzón, ya que para mí entonces no era posible la ecuación entre maldad y apostura y Javert –no se le debe haber escapado a Abel Santa Cruz, ya que era una convención de los radioteatros la ligera descripción física para que acompañara a los oyentes, limitando su imaginación– era alto y esbelto aunque no joven. Yo tengo una imagen más simple de su enemigo: la de un hombre vestido de oscuro que llevaba a una niña sobre los hombros sosteniéndola por los tobillos. Mi padre nunca me había llevado así: supongo que mi madre habría impedido esas familiaridades de estadio por considerarlas peligrosas o por celos. Entonces eso solo se transformó en fantasía cuando vi una estampita de san Cristóbal con Jesús sobre los hombros (a veces me sorprendía que alguien recibiera la santidad por tan poco). Mi padre se llamaba Cristóbal: yo era literal como todos los niños.
Hiato. Jean Valjean se quedó dormido dentro de un féretro ya clavado. De esa manera debía salir del convento de las Bernardinas de Martín Verga –al oír este nombre mi abuela se rió sin explicarse– para volver a entrar fingiendo que no se había colado por el tilo de ramas bajas con una niña sobre los hombros. La intriga es larga, no viene al caso. El viejo Fauchelevent le había preguntado, inquieto, si dentro del féretro, en el que debía guardar absoluto silencio, no tendría ganas de toser o estornudar. Qué raro: cuando empecé a leer con frecuencia me aburrieron las tramas, las peripecias. La sentencia “la marquesa salió a las cinco” no era para mí. Prefería el aforismo rápido que tienta al subrayado, como aquel que respondió Jean Valjean: “Quien huye no tose ni estornuda”. Lástima que las cosas de las que yo deseaba huir no exigían ese escrúpulo, pero la frase me siguió resonando por su sabiduría palurda, la síntesis de un dejado por la mano de Dios.