Читать книгу Contramarcha - María Teresa Moreno - Страница 14

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Nunca me ha parecido simple el gesto con que los pobres bautizan a sus hijos con los nombres más extravagantes, a menudo extranjeros. Elizabeth, Jessica, Melinda… Los pienso como una creación artística solitaria. No el signo de una colonización venida primero a través del cine y luego de la televisión, sino un acto de libre imaginación, una falta de mesura en el ejercicio de, tal vez, uno de los escasos derechos a los que pueden aspirar como creadores: decidir el nombre para un hijo.

Fantina, pobre de toda pobreza, había bautizado a su hija “Eufrasia”. Pero, como también suele suceder entre los pobres, la velocidad de la vida, lo imperioso de las necesidades, exige ahorrarse el aliento y pronto el apodo de pronunciación más fácil termina por imponerse: Eli, Jessi, Meli… Cosette.

Allá en el origen de generaciones ya olvidadas hubo alguien que dijo Voilà Jean, de ahí “Jean Valjean”, especulaba Abel Santa Cruz o Víctor Hugo. El apellido se saca del nombre mal oído, de un oficio o del nombre de pila de la madre, como en “Paco de Lucía”. O de todo eso junto, como le sucedió al pobre de Champmathieu al que confundían con Jean Valjean y querían meter preso con su nombre como prueba: ¿qué más natural que Valjean, ni bien prófugo, se pusiera el apellido de la madre, “Mathieu”, que al huir en dirección a Auvernia, la pronunciación campesina hiciera de la “j”, “ch”, y de “Jean”, “Champ”, de ahí “Champmathieu”? Abel Santa Cruz o Víctor Hugo atribuían a la justicia equivocada la lógica de Sherlock Holmes.

No había mención a documento alguno en Los miserables radiales, tampoco en el original, aunque debían existir puesto que ya existían las figuras del delito, como las que le tocaron a ese pobre Champmathieu confundido con Jean Valjean: “Robo de manzanas con escalada de pared”.

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