Читать книгу Contramarcha - María Teresa Moreno - Страница 16

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María Cristina es un nombre habitual entre mis contemporáneas, en competencia con Silvias, Martas y Gracielas. Compuesto, permite elegir entre dos posibilidades igualmente simples. Quien elige el Cristina opta por la comodidad y elude la convención que suele privilegiar, para el uso, el primer nombre de pila. Quien elige el “María”, se las da de clase alta, clase cuyo sencillismo impostado querella con los supuestos rebuscamientos burgueses que, por aparentar, sobrecargan, con la imaginación popular bien dispuesta hacia los nombres extranjeros. Pero si yo me hago llamar “María” es por otra historia que demoro. En los años cincuenta María Cristina me quiere gobernar era una guaracha de moda. Mi madre dice que mi abuela gallega le impuso para bautizarme el “María Cristina” sobre el “Dolores”, no porque conociera el peso del nombre como cifra –en la España católica, el sentido parecía vaciarse luego de las primeras gotas de agua bendita y nadie parecía imaginarse un destino terrible por llamarse “Angustias” o “Recato”, y conocí un “Casto” que era en realidad un don juan– e imposible por saber el sentido del significante, ese fetiche estructuralista, sino por las resonancias del estribillo que, Borbones atrás, se mofaba de la esposa de Fernando VII.

El estribillo decía: “María Cristina me quiere gobernar / y yo le sigo, le sigo la corriente / porque no quiero que diga la gente / que María Cristina me quiere gobernar”. No sé si existe alguna figura retórica donde una justificación se da por la contraria. Porque me quiere gobernar, yo le sigo, le sigo la corriente, es decir le obedezco, para que no se diga que ¿me gobierna? ¿Me quiere gobernar, entonces no lo logra? De chica yo no la entendía nada. “Seguir la corriente” podía significar fingir estar de acuerdo, dado que la rebelión sería inútil, puesto que María Cristina, seguramente, se impondría, dejando desnuda la propia debilidad: maquiavelismo de guaracha.

Puede haber otros relatos igualmente inventados sobre mi elección de un seudónimo. Yo solía escuchar El Glostora Tango Club; un programa nocturno de música comercial donde era más común D’Arienzo que Pugliese, jamás Piazzolla. Había un tango que repetían, Felisa Tolosa, con letra de Amadori, cuyo estribillo decía: “Se llamaba Felisa Tolosa / y era guacha, con nombre prestado; / el Felisa, lo había pedido, / y el Tolosa, lo había inventado”. Ni las pruebas de la infamia llevadas en la maleta, ni las trenzas de la china ni el corazón de él, que el oro (yo oía “loro”) no tuviera los besos de alguien, la rima zonza de la serpentina nerviosa y fina, todas esas figuras de los tangos no tenían la audacia de robar un nombre o de pedirlo prestado, aunque todas las metáforas consistieran justamente en eso. Tampoco me importaba el resto de la letra: que las miradas de angustia de Felisa cruzaran jineteando detrás de la pena –había que rimar una “cara color tierra siena”–, ni el desdichado verso de Amadori según el cual un arriero le deja en la oreja a Felisa un suspiro de fuego “como un aro colgado”, haciendo pensar en el que ensarta la sortija; nada más audaz que el “Se llamaba Felisa Tolosa y era guacha, con nombre prestado; el Felisa, lo había pedido, y el Tolosa, lo había inventado”. ¿Qué era la imagen final de la guacha con el hijo guacho –destino cantado de toda pobre infeliz– al lado de esa acción de autobautizarse y no en secreto, puesto que “el Felisa lo había pedido” y “el Tolosa lo había inventado”? Encima, en esa vida desdichada, una que no tenía ni dónde morirse y de cuyos pesares sabían los perros y los gorriones, se atrevía a ponerse “Felisa”, como si hubiera sido feliz.

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