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Se cambia de nombre para huir de la ley. O para perseguir con una personalidad encubierta a otro hombre al que se quiere extorsionar, pero al que no se vacilaría en quitarle la vida, como Thénardier a Jean Valjean. Thénardier, el tabernero que es también el obrero Jondrette, el comediante Fabantou y el poeta Genflot –estas dos últimas personalidades me parecían las más difíciles de fingir, o el tal Thénardier tenía algún talento–.

Pero se puede elegir un nombre y terminar tomándose por lo que el nombre designa. Me pasó a mí. En épocas en que me identificaba con una política de izquierda, no por imprecisa menos enfática en mis declaraciones, conchabada en una revista para hombres que se dirigía a la alta burguesía con pretensiones –hasta el punto de llamarse Status–, medio avergonzada de mis notas frívolas que simulaban una mundanidad y un savoir-faire de los que carecía, decidí crearme un seudónimo con mi primer nombre que nunca usaba y el apellido del entonces mi marido. “María Moreno” sonaba bien y era fácil de recordar. Para los publicistas, la repetición de la primera letra beneficiaba a las estrellas, y para pruebas estaba nada menos que Marilyn Monroe. Las feministas me criticaban que, ya divorciada, siguiera llevando el nombre de mi exmarido. Por supuesto, yo no veía qué clase de emancipación era conservar, en cambio, el apellido del padre, y me defendía explicando que era una operación más compleja: en mi fuero íntimo quería ser Marguerite Moreno, la admirada amiga de Colette, escritora a la que yo idolatraba hasta el plagio, y soñaba con ocupar su lugar cuando Colette escribía una y otra vez con devoción “la Moreno” para describir entre ellas una versión superior del lesbianismo, la que renuncia al cuerpo para repartirse el mundo y luego mirarlo con una ironía y una complicidad de hermanas en la búsqueda más elevada de emancipación: amar a un hombre hasta un punto en que la esclavitud se invierta en soberanía.

Mi identificación con la Moreno se mezclaba con mi fascinación escolar por Mariano Moreno, por su inteligencia precoz, su romántica muerte en alta mar que aún permanece en el misterio: ¿sobredosis involuntaria, lo que lo convertiría en un contemporáneo drogón, o asesinato que el tiempo dejará impune para expansión de los historiadores?

¡Ah, esa frase de su enemigo, “Se necesitaba tanta agua para apagar tanto fuego”! Macanas: si con el “María Moreno” escribí para la revista Status, donde interrogaba a los sobrevivientes de una aristocracia en decadencia que resistía a la incipiente cultura del diseño última generación, entre sus viejos muebles de sus estancias perdidas y vueltos a comprar, simulé saberes de los que siempre había carecido, me fui creyendo esa ficción, llegando a abandonar sus reglas: pronto a los clichés de una supuesta niña bien adosé los de las librerías de la calle Corrientes, los bibelots teóricos que improvisaba en banda entre varones autodidactas. Melindrosa, conservé el “Cristina Forero” para firmar reseñas de libros y notas de vida cotidiana en el diario La Opinión pero, poco a poco, una única voz quedó fagocitada por “María Moreno” que, a pesar de ser mi nombre más legal desde una visión conservadora –salvo la omisión del “de”–, terminó figurando en los formularios de factura como “nombre de fantasía”. Qué divertido: la ley imponiéndose como fantasía, ese sentimiento que se agiganta en las noveleras. En síntesis, me había reinventado al igual que Jean Valjean se reinventó en el “señor Magdalena”, identidad que elige, tal vez, por saberse un converso como la Magdalena de la Biblia, luego de recibir una iluminación rentable: reemplazar la laca por la resina en la imitación del azabache inglés y de las cuentas de vidrio negras alemanas, haciéndose comerciante. Entonces pasa de rico a alcalde.

Esas fueron las enseñanzas de Los miserables, que deduzco leyendo el libro y calculada la bestial síntesis de Santa Cruz: un nombre es una novela entera que se puede vivir sin escribirla.

Contramarcha

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