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IV
ОглавлениеPara mediados de 1881, todavía no hace un año que el tucumano Julio Roca recibió la presidencia como premio por la cacería de mapuches y ranqueles que la historiografía oficial sigue denominando con el pomposo título de Campaña Expedicionaria al Desierto. Sin embargo, la alegre tocata y pronto retorno a Buenos Aires del general Roca deja la tarea inconclusa. Roca permanece en operaciones al frente de sus tropas apenas 42 días. Menos de un mes y medio. Lo que tarda en ir en carruaje y regresar a Buenos Aires en barco. Será menester realizar ‘limpiezas’ complementarias de los últimos bolsones indígenas sobre el Nahuel Huapi y otras zonas cordilleranas que van a demorar un par de años.
En aquel otoño de 1881, el movimiento que va a emprender el Ejército entusiasma al salesiano Giuseppe Fagnano, quien solicita permiso para acompañar a las tropas. Conrado Villegas, jefe de la campaña residual, se lo concede. Más allá de su tarea de evangelizador de infieles, hace tiempo que Fagnano tiene un anhelo personal: desea oficiar una misa en las ruinas de la misión jesuítica del padre Nicolás Mascardi en los alrededores del lago Nahuel Huapi que fuera destruida por los indios. Al igual que don Bosco, mentor de la orden Salesiana, tuvo un sueño, una visión en la que se vio a sí mismo oficiando misa entre las ruinas. Se demora en sus preparativos y sale a todo galope para tratar de alcanzar a la tropa. Las tres columnas mandadas por los coroneles Rufino Ortega, Lorenzo Winter y Liborio Bernal avanzan a tal velocidad persiguiendo a Sayhueque y Reuque Curá que el salesiano, que había salido de Patagones el 4 de mayo, encontrará a las columnas del Ejército camino de regreso. Su sueño aventurero se frustra. No llega al lago. El salesiano no oficia misa entre las ruinas de la misión de los jesuitas. Tal como va a reconocer el comandante Conrado Villegas: “don José Fagnano merece también una mención, pues en cumplimiento de sus sagrados deberes se lanzó al desierto con el fin de cantar un solemne Te Deum en Nahuel Huapi por el feliz arribo de las fuerzas nacionales a él, pero habiéndonos encontrado de regreso, no pudo llevar a cabo su feliz idea” (Villegas 1977: 32).
En cambio, el 25 de mayo de 1881, a orillas del Río Negro, con las tropas vestidas de gala, oficia un solemne Te Deum agradeciendo el éxito alcanzado por el Ejército Nacional. Algo es algo. Al oficio también asisten las columnas de cientos de prisioneros indígenas aturdidos ante el derrumbe de su mundo. Entre ellos se encuentra Manuel Tripailao, uno de los hijos del cacique Tripailao afincado en la zona del Carhué. El cacique hace tiempo que milita entre los “indios amigos”; en cambio, su hijo, disgustado con la resignación de su padre, marchó al sur a combatir al huinca. Más allá de su valor y su ardor juvenil, poco pudo hacer frente a la potencia del Rémington. Ahora se encuentra en medio de la columna de cautivos que asiste a esa extraña fiesta de los huincas, que se arrodillan y vuelven a estar de pie y cada tanto repiten “amén”. El mapuche Manuel Tripailao tiene la peor opinión de los invasores y llora de rabia. Ignora que 70 años antes, el 25 de mayo de 1811, Castelli, ante las ruinas de Tiahuanaco, conmemoró el primer aniversario de la Revolución de una manera completamente distinta. El vocal Juan José Castelli había invitado especialmente a las comunidades indígenas y el discurso que pronunció, anunciando el fin de la esclavitud de los indios, fue traducido al quechua y al aymará. En 1881, la situación era bien diferente. La Revolución de Mayo, que había logrado expulsar a los realistas, era derrotada desde adentro. En 1881, otro país se había gestado, un país que no tenía como miras aquella estrofa del himno nacional que aspira a que nos gobierne “la noble igualdad”.
Finalizado el Te Deum, Fagnano regresa con las tropas y los prisioneros hacia la costa atlántica. Manuel Tripailao marcha con su mujer y su primer hijo. Dejan atrás el fuerte Roca, Choele Choel y llegan a Carmen de Patagones. Los 300 prisioneros que fueron arrastrados cientos de kilómetros por la columna militar son “acantonados por un mes de la estación invernal entre las paredes de iglesia en construcción”. Las paredes aún no superan el metro y medio. Varias veces al día, el salesiano Fagnano se acerca a la capilla sin terminar “para enseñarles castellano, reglas elementales de higiene y catecismo. Al fin del mes bautizó unos 30” (Belza 1981: 89; Dumrauf 2005: 40). Lo importante es ganar para Dios a “los pobres infelices”. El frío parece aún más cruel con la amargura de la derrota, del hambre y el destierro. El joven Tripailao se mantiene en un absoluto mutismo, en una resistencia pasiva como la mayoría de su gente, lo que explica el escaso porcentaje de bautizados, apenas el 10%, en un grupo de prisioneros que padecía una situación comprometida y que, al aceptar el sacramento, de alguna manera se congraciaba con sus captores que tal vez podría tratarlos con otra consideración. En esos momentos, llega la orden de separar a las familias de los cautivos. Se dispone entregar a los niños a las familias ribereñas para su instrucción (Dumrauf 2005: 40). El salesiano Fagnano, que le está enseñando la manera de asear se a esos centenares de prisioneros hacinados, no está de acuerdo, pero guarda silencio. Tiempo después, expresará amargas quejas por escrito ante sus superiores que se encuentran en Europa. La tropa debe intervenir con firmeza para apartar a los niños de sus padres. Los indígenas se resisten. Varios prefieren matar a sus hijos y luego morir bajo las balas de los soldados. Uno de ellos es Manuel Tripailao que estrella la cabeza de su hijo contra las paredes de la iglesia sin terminar y se lanza gritando contra el pelotón que lo acribilla en el acto. Fagnano escribirá luego: “Los ladrillos del templo quedaron salpicados de sangre” (Belza 1981: 89).
A través de estos cuatro actos, a modo de una semblanza introductoria, en lugar de realizar un planteo ordenado de la estructura del libro, anticipo mediante estos pantallazos el Fin del Mundo que se abatió sobre las vidas de miles y miles de seres humanos. Frente a ellos, los científicos traicionaron cínicamente la ética de la ciencia, los médicos se olvidaron de Hipócrates y su juramento, los periodistas se ocuparon de nimiedades y justificaron todo lo que fuese necesario con tal de vender más ejemplares y la Iglesia, por su parte, prefirió ocuparse del etéreo mundo de las almas de los salvajes a las que había que guiar en masa al Cielo. En cuanto al Ejército, como sucedió tantas veces en la historia, se lanzó a una cacería festiva y, en esa asociación maligna entre los militares y la religión, los “inveterados delincuentes étnicos” terminaron transformados en “ladrones del Paraíso”. Por su parte el capital, ansioso por devorar “las improductivas” tierras de los indios, disfrazó sus colmillos con intenciones de civilización y progreso.
En estos casos conviene recurrir a los que saben, a los que saben sentir como el cubano Nicolás Guillén, quien en uno de sus poemas oscila entre el desconcierto y la indignación, clama y se pregunta:
¡Quizás no tiren esos soldados!
¡Eres un tonto de lomo y tomo!
Tiraron
¿Cómo fue que pudieron tirar?
Mataron
¿Cómo fue que pudieron matar?
El poema se titula Fusilamiento y guarda similitud con el óleo de Goya donde las tropas napoleónicas ejecutan a los patriotas. Pedagogía de la Desmemoria. Crónicas y estrategias del genocidio invisible padece la misma indignación de aquel poeta y por eso repite las mismas preguntas, el mismo asombro: ¿Por qué tiraron? ¿Por qué desterraron a miles de indígenas? ¿Por qué se utilizó una crueldad innecesaria? ¿Quién dio la orden? ¿Por qué los científicos coleccionaban cráneos de “los recientemente vencidos”? ¿Cuál fue el logro académico? ¿Por qué hacinaban a los indios para que se contagiaran de viruela? ¿Por qué el mejor de los padres lazaristas de Martín García no advirtió la gravedad de sus dichos cuando calificó de “ladrones del Paraíso” a los indios que agonizaban por la peste y que bautizaba in articolo mortis asegurando “en la Pampa se llevaban ganado, aquí en pocos días se roban el cielo”? ¿Por qué los evangelizadores salesianos, como Milanesio en 1881, seguían convencidos de que los “salvajes están dominados por el ocio y el robo”? ¿Por qué, 134 años después de la expedición de Roca, todavía se la considera una épica Campaña al Desierto cuando fue un rally de ida y vuelta que duró apenas 42 días? ¿Nadie se puso a contar cuánto duró la “epopeya” del general? ¿Por qué el manto de olvido y silencio? ¿Por qué la impunidad? ¿Qué hay detrás de la desmemoria y sus eternos pedagogos? ¿Acaso aquellas láminas de las revistas escolares que terminaron lobotomizando a tantos docentes faltos de interés reproducirán para siempre el statu quo en sus alumnos?