Читать книгу Brumas del pasado - Margarita Hans Palmero - Страница 12

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–¡Selena, por favor, deja ya a tu hermana tranquila!

Risas y gritos se mezclan cada mañana junto al olor suave del café y las tostadas. Cada día se repite la misma letanía. Cada día tengo la sensación de estar viviendo algo ya vivido. Desde que el despertador suena por la mañana a las siete y media, una especie de engranaje interior comienza a hacer de las suyas. Mi cuerpo y mi mente se alinean en uno solo, que sabe lo que ha de hacer. A veces pienso que si al levantarme por las mañanas me rebelase contra el mundo y permaneciera inmóvil y con los ojos aún cerrados, mi cuerpo por sí solo se abriría paso en el laberinto de mi monotonía diaria.

Mientras me dirijo a la cocina, me voy transformando. Dejo de ser una tranquila mujer y paso a convertirme en una especie de madre sargento, capaz de impartir órdenes sin riesgo de ser desobedecida.

Cada día es idéntico, al menos de lunes a viernes. También son idénticos los fines de semana entre sí. A pesar de ello, no me estoy quejando. Me considero una mujer con suerte. Quiero a mi marido, tengo dos hijas maravillosas y una vida tranquila y apacible.

Soy el ama de casa perfecta. Sin problemas económicos ni de otra índole. Mi mundo es… casi perfecto.

Supongo que nadie es feliz al cien por cien. ¿Qué otra explicación puede haber para esto que siento cada día con más fuerza? Desde hace un tiempo, y sin motivo aparente, una pequeña vocecita interior me susurra al oído mientras duermo. Una voz que no deja de decirme que en mi vida falta algo importante, que estoy viviendo a medias. Pero no puedo dejar de repetirme a mí misma, una y otra vez, que todo deben ser meras bobadas. ¿Qué más se puede pedir?

Aún recuerdo las sabias palabras de mi abuela Angustias, que siempre me decía con todo el cariño del mundo…

–Cariño, el que no llora no mama.

Pues menudito consejo me dio mi abuela. A mis treinta y nueve años he llorado pocas veces. Cuando Pablo López me dijo que no quería ser mi novio, cuando dos días después Azucena le dio un beso delante de mis narices, la muy hija de pu…, la muy hija de puta. Y desde luego, cuando mi abuela murió, que lloré hasta quedarme vacía por dentro. Creo que fue la primera vez que sentí realmente esa sensación angustiosa, que hace que aunque quieras frenar tus sentimientos, ello es, “por suerte”, imposible.

Soy hija única, pero jamás me he sentido sola. Nuestra familia siempre ha sido feliz. Por supuesto que, como todos, tuvimos nuestras dificultades y piedrecitas en el camino, pero vivíamos bien. Mis padres, Andrés y Consuelo, siempre han sido unos padres cariñosos, comprensivos y, en cierta forma, tradicionales. Tradiciones que yo misma he compartido con mis hijas. Una especie de ciclo vital que se va transmitiendo de generación en generación. Una rueda que gira y gira en perpetuo movimiento haciendo que todo continúe.

–¡Por Dios Maia! ¿Qué haces? –le grito esta vez a mi hija pequeña.

–Lo siento mami, se me ha caído –me contesta con cara inocente.

Cara de no haber roto un plato en su vida, cosa falsa por otro lado, es más, acaba de romper uno. Otro más de muchos.

–De veras, no sé en qué pensáis. ¡No tenéis cuidado con nada! ¡Venga, no sea que encima te cortes! ¡Date prisa! ¡No toques, ya te he dicho que lo dejes! Uf, señor…

–No te enfades mamita, te salen arrugas en los ojos –me dice Maia con una sonrisa picaruela.

–¡Fernando! ¿Te has caído por las tuberías? ¡Baja ya, que las niñas van a llegar tarde! –le grito como una especie de posesa endemoniada a mi marido que aún no ha bajado a tomar su café.

Es alucinante lo que puede complicarse un desayuno familiar. Cada mañana mi cocina se transforma en una especie de batalla campal. Hoy hemos tenido bajas. Un plato y un vaso yacen inertes hechos trizas, como mi ánimo esta mañana.

Miro alrededor y de veras que no sé por dónde voy a empezar a recoger cuando todos se marchen. Esto es un auténtico desastre. ¿Para qué puñetas quería yo tener una enorme cocina? A más grande, más trastos caben. “So gilipollas”, me digo a mí misma.

Y Fernando. ¿Cómo puede tardar tanto un hombre en arreglarse? ¡No tiene que maquillarse por Dios!

Con gestos rápidos y precisos me teletransporto a coger el cepillo y el recogedor. Voy a retirar los cadáveres antes de que alguien se corte. En el umbral de la puerta de la cocina, casi me como a mi marido que acaba de hacer su aparición en ella. Por fin. Es como si cuando le he gritado hace un segundo, él ya estuviese aquí. Pero claro, eso no puede ser, porque entonces habría entrado en la cocina antes y tal vez hubiese detenido el caos que tienen montado estas dos. ¿Verdad?

Lo miro con aprensión, pero él me sonríe y... mmm. Cómo huele. Acaba de afeitarse y ducharse. Impecable. Traje de chaqueta gris y camisa azul cielo, como sus ojos. Cada día más guapo. Hoy viste tan elegante porque tiene una importante reunión de negocios. Ya lo decía yo antes, soy una tía con suerte. Aquí, mi atractivo marido, con cuarenta y un años, es alto, rubio, ojos azules y todo un espectáculo para la vista.

–Buenos días guerrillera –me susurra mientras me besa la frente.

–Buenos días.

Hace un par de años o cosa así, se empezó a obsesionar con que estaba gordo, que no hacía deporte, que se notaba “engarrotado”, que había que cuidarse. Pensé que moriría de inanición cuando de pronto empezó a tomar cosas sin sal y a reducir grasas de una manera rápida y, desde luego, efectiva. Creí que me daba un patatús cuando le vi sustituir su bocata de chorizo medianero por una manzana. Incluso se apuntó a un gimnasio y poco a poco, y de forma gradual, todo comenzó a dar sus frutos y él empezó a perder peso.

Tiene una empresa heredada de su padre a medias con su hermano Ángel, nueve años mayor que él. El padre de ambos, Tomás, montó en su día un pequeño taller de mecánica. Con el paso del tiempo, se convirtió en la empresa familiar y en uno de los talleres más importantes de la región, con importantes beneficios y un personal que no dejaba de crecer.

Mi cuñado, Ángel, es un auténtico manitas de la mecánica. Le gusta mancharse las manos de grasa y escuchar el ruido de un motor que vuelve a rugir con fuerza.

Por su parte, Fernando, es más de números. La contabilidad, las ideas empresariales y, por supuesto, el marketing. En su día, terminó convenciendo a su padre para que llevase a cabo innovaciones importantes y finalmente terminaron por fundar “Gutiérrez e hijos”.

Cuando Tomás se jubiló, dejó en el haber de la empresa una buena cantidad de fondos, así como a tres personas trabajando en la zona del taller y dos en la oficina. Hoy en día la plantilla ha ido aumentando. Dos mecánicos y, desde hace unos meses, una administrativa más, Celeste, y un abogado laboralista, Claudio. La empresa crece.

Ahora, aquí en el umbral de la cocina con esta sonrisa maravillosa, no puedo dejar de pensar que mi marido es uno de esos afortunados a los que los años le sientan muy bien. Si bien comienza a tener canas en las sienes, ello le da un aspecto más interesante. De esta guisa, trajeado y perfumado, nadie diría que su lugar de trabajo es una empresa de mecánica, pero Fernando asume todas las relaciones laborales, marketing, reuniones con nuevos inversores, viajes de negocios, dirección de la empresa…

Cada mañana baja a última hora del desayuno y, en consecuencia, se pierde la guerra inicial de cereales, tortitas o tostadas con el consiguiente derrame de leche, café, cacao, o lo que cada día toque. En este instante de cabreo estoy meditando, ya me parece a mí mucha casualidad que día tras día evada el espectáculo del desayuno.

Ajeno a mis pensamientos, termina de adentrarse en el caótico mundo de la cocina, les guiña un ojo a las niñas y mi imaginación oye como en ese guiño va implícito el “mamá es una exagerada”. Una extraña sensación sube por mi garganta cuando veo cómo impone la paz tan solo con su presencia. Él parece notarlo y regresa a por mí, me coge de la mano y me lleva con él. Me da un ligero beso en los labios, me sonríe como un actor de cine y luego pregunta a las niñas sin despegar sus ojos de mí:

–Niñas, ¿verdad que mamá está hoy aún más guapa que ayer?

Pero mi corazón y mi cerebro me dicen que en su interior también piensa: “No tienes paciencia con las niñas, mira cómo se hace”.

Y ya está.

Se toma el café de pie, apoyado sobre la encimera de la cocina. Más de una vez ha tenido que ir a cambiarse los pantalones porque se los mojaba con algún resto existente en ella. Se apoya en el mismo punto exacto cada día mientras toma su café, observa el caos reinante en la cocina a esas horas del día y yo creo que respira aliviado de partir fuera de casa. Por ello yo he añadido una nueva costumbre a mi ya tradicional lista de ellas. Mantener limpia y seca la encimera en la zona en la que él se apoya.

–Cariño, deberíamos ir de vacaciones –me dice de repente.

Yo lo miro como si hubiese dicho: “Cariño, he visto un cocodrilo amarillo en el sofá”. No sé cuántas veces ha hecho ya promesas de ir de vacaciones, pero jamás llega ese momento. La empresa lo absorbe por completo.

–¿A dónde, Fernando? Y sobre todo, ¿cuándo? Porque me encantaría.

–A donde tú quieras ir.

–¿Dónde sea?

–Pues claro tonta.

Ojalá eso fuese verdad. Aun así, vuelvo a repetir una vez más, como cada vez que me lo pregunta.

–A Grecia.

Fin de la conversación. Una vez más. Las niñas ni han reaccionado a ello. Ya han escuchado millones de veces lo del tema de las vacaciones. Y lo de Grecia. Me muero por ir a ese lugar. Me fascina, me atrae, me seduce, me subleva, me transporta…, ¡me encantaría ir!

Después, como si nada, ellos se van. Incluso tengo que recordar a las niñas que me den un beso antes de marcharse, mientras salen riendo y hablando de forma animada entre ellos y yo me quedo en este caos culinario. He de encargarme de que todo esté perfecto, para cuando los que lo han causado regresen. Qué ironía.

Una vida sencilla para una mujer sencilla, normal. Parece que estoy escuchando las palabras de mi amiga Carmela, que además es mi cuñada, mujer de Ángel.

–¡¿Qué puñetas significa eso, Helena?! ¿Qué es ser normal?

Brumas del pasado

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